domingo, 20 de diciembre de 2009

Un recuerdo temprano

Sólo los que saben pueden comprender – con las vísceras, no con el cerebro, con el corazón, no con la cabeza – que cuando uno sube corriendo las sombrías escaleras del Estadio Nacional y llega a las tribunas, se encuentra con uno de los espectáculos más hermosos del mundo. La luz aparece de pronto, deslumbrando, para poner frente a los ojos el verde de la cancha, los vivos colores de las camisetas, la pelota que va de acá para allá, mientras los futbolistas calientan. El rumor sordo de la multitud estalla en un sonido que parece concertado por la expectativa del partido que ya va a comenzar. Es la atmósfera mágica del fútbol, el prólogo de la batalla que se viene, el tirante ambiente previo a la hora señalada.
La primera vez que viví es sensación fue en 1960 o tal vez en 1961. Era un clásico, jugaban Universitario de Deportes y Alianza Lima. Yo, un niño, sabía poco o casi nada (gracias, Nicola di Bari, la frase es tuya) de esos equipos. Me gustaba el fútbol, por supuesto, pero hasta ese momento era diversión, no competencia. Tampoco tenía idea de que iba a conocer a mis propios héroes homéricos, que en vez de atravesarse con lanzas, flechas y espadas, se daban pases, cabreaban, cabeceaban, pateaban al arco y, naturalmente, metían goles en el arco contrario con la misma fuerza y virilidad de los guerreros de la antigüedad. Esa tarde, apenas los equipos salieron a la cancha - no recuerdo cuál primero, cuál después, en esa época la FIFA no obligaba a que salgan juntos -, en ese mismo instante, me hice hincha de la “U”. No puedo explicar por qué. Mi padre era de Alianza. Chenta, que fue la que me llevó esa tarde, también era aliancista. Quizá algún psicoanalista, nunca se sabe, pueda creer que ha descubierto mis motivos más profundos. A mí no me interesa, lo cierto es que desde ese día - y para siempre – soy crema.
Dimas Zegarra estaba en el arco, Jorge y José – los hermanos Fernández, dos leones, sobrinos del gran Lolo – en la defensa. Joe Calderón y la Lora Gutiérrez eran volantes. Ángel Uribe y Alejandro “Pelé” Guzmán”, eran los ágiles, como llamaba la prensa deportiva de entonces a los delanteros. Faltan otros que no recuerdo, por algún motivo esos nombres quedaron grabados en mi memoria. Universitario ganó 1 a 0, con gol de Guzmán. En un contraataque, alguien tiró un pase largo y la pelota quedó dando botes a unos 30 metros del arco. Guzmán la picó con la cabeza, ganándole el vivo a Wantuil de Trinadade, un brasileño grandazo y pesado, back central de Alianza. Lo demás fue pan comido. El nueve crema corrió con la pelota amarrada a los pies, pisó el área con la soltura de los goleadores y cuando Rodolfo Bazán, el buen arquero victoriano, salió a cortarlo, la tocó suavemente por debajo de su cuerpo, y a cobrar.
Desde entonces, el fútbol no volvió a ser lo mismo para mí. Se convirtió en una parte muy importante de mi vida. Cuando la “U” ganaba, yo era el más feliz del mundo. Cuando perdía, yo sufría como nadie. Sus jugadores eran mis ídolos y yo estaba convencido de que tenían una dimensión superior a la humana. No eran mortales como los ingenieros, los médicos, los abogados: eran futbolistas. Sin embargo, nunca fui un fanático. Conforme fui creciendo, la realidad fue imponiéndose. Ahora sé que nuestro fútbol es de tan baja categoría, que parece un deporte distinto al que se juega en otras partes. Ni siquiera es materia opinable que estamos en el sótano de Sudamérica y ganarle a Ecuador o a Venezuela es una hazaña. Tengo pena y también mucha cólera, pero no me vengan con que por eso ya no debo ser hincha de la “U”, que es ridículo emocionarse con los goles de Piero Alva o con las increíbles tapadas de Supermán Fernández, otro de la dinastía. Voy a seguir siéndolo hasta que me muera y eso significa – lo digo por si acaso – que todavía voy a festejar muchos campeonatos más. Ser hincha de Universitario de Deportes no pasa por los resultados. Sin duda, prefiero que gane a que pierda, pero en cualquiera de los casos, la “U” está en mi pecho, porque, como dijo el Puma Carranza, en frase que quedará para la posteridad: la “U” es la “U”.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Ayer no pude hablar con ella

“No pude hablar con ella ayer”. “Ayer no pude hablar con ella”. ¿Significan lo mismo estas dos frases? No, porque la primera comienza por el sujeto (yo, por más tácito que sea) y sigue con el verbo y los complementos. Estoy diciendo únicamente que ayer no pude hablar con ella, sin dar más información. En la segunda, el orden cambia y la circunstancia – ayer – ocupa el primer lugar. Esto le da un valor adicional al adverbio ayer, porque enfatiza que ayer, exactamente ayer, no pude hablar con ella. Estoy informando, de alguna manera, que los demás días si hablaba con ella, pero ayer, precisamente ayer, no pude.
Y ayer fue sábado, que vienen del latín sabbatum, éste del griego sabbaton que viene del hebreo sabbat, que a su vez proviene del acadio sabbatum, que significa descanso. Los nombres de los otros días de la semana vienen del latín y – excepto el domingo, Dominicus dies, día del señor – se refieren a los astros. Iovis dies era para los romanos el día de Júpiter, que es nuestro jueves, así como Veneris dies, el viernes, era el día de Venus y Martis dies el día de Marte. Esos tres días terminan en “s”, mientras que los otros, lunae, mercurii, en otras letras. Sin embargo, como recitar lunae, martis, mercurii, ioves, veneris, ocasionaba ciertas molestias, al asimilarlos a nuestro idioma castellano, le agregamos una “s” a lunae y a mercurri. Por eso decimos ahora “hablamos el lunes” o “¿almorzamos el miércoles?”, en vez de decir “hablamos el lune” o “¿almorzamos el miércole?”, como estrictamente debería decirse.
Sutilezas del lenguaje, pero en todo caso, si ayer no pude hablar con ella fue por causas ajenas a mi voluntad. Que conste.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

El peor de todos

Lucy vivió hace entre 3,9 y 3 millones de años. Fue una joven de 1,05 m. de estatura y unos 30 kilos de peso. Aunque - lo mismo que tú y que yo (sobre los choferes de combi y los que dirigen la televisión peruana tengo serias dudas) - pertenecía al género Homo, no era humana. Era, ella no lo sabía, una Australopithecus afarensis. Del estudio de su esqueleto, así como del de los restos de otros ejemplares encontrados, se ha podido establecer una serie de características de los homínidos de esa época, características que nosotros, los Homo sapiens, hemos heredado. La primera, es la condición de bípedos, que está indubitablemente establecida por la anatomía de la cadera y la rodilla, regiones directamente vinculadas con la marcha. Se sabe también que sus piernas eran del mismo tamaño que sus brazos y que sus pulgares tenían la suficiente longitud como para manipular con precisión todo tipo de objetos. Otra característica de la anatomía del Australopithecus tiene mucho interés. Resulta que la vagina de las hembras de esa especie tenía una orientación ventral – hacia delante – y no dorsal – hacia atrás – como los demás mamíferos. Esto determinó dos de los rasgos más singulares de la especie humana: hizo el parto más complicado y permitió la cópula – variantes exquisitas al margen – cara a cara. Respecto a lo primero, podemos deducir que la complejidad del parto generó la necesidad de ayuda, la que, naturalmente, provenía de otras hembras. En cuanto a lo segundo, el coito face to face posibilitó las relaciones afectivas duraderas.
La cooperación solidaria entre las mujeres y la relación entre sexo y amor son rasgos exclusivamente humanos, que bien pudieron comenzar a gestarse en la época de Lucy, pero también, de algún modo, pudieran contarse dentro de los orígenes del lenguaje.
Al respecto, hace poco más de un año, el antropólogo Robert McCarthy, de la Universidad Atlántica de Florida, conmocionó a los científicos del planeta entero al presentar la reconstrucción sonora de la voz de un neandertal. Utilizando una computadora y un sintetizador, McCarthy generó el sonido de la letra “e” (sonido en inglés), tal como – según McCarthy, por supuesto – la pronunciaba el neandertal. Para quienes quieran escucharlo, el enlace: www.fau.edu/explore/media/FAU-neanderthal.wav.
Lo que hizo McCarthy fue tratar de encontrar la ubicación de la laringe, la lengua y el hueso hioides, en los neandertales. A partir de eso diseñó una especie de simulador para recrear el sonido. Sin embargo, simular no es lo mismo que reconstruir la anatomía y el funcionamiento de la garganta, lo que ya es harina de otro costal. La lengua, la laringe y las cuerdas vocales están hechas de tejido blando y por lo tanto no fosilizan. Antes que desanimarse, los paleoantropólogos buscaron en la base del cráneo y en el hueso hioides las claves necesarias, pero luego de estudiar decenas de cráneos y numerosos hioides, llegaron a la conclusión de que tampoco era posible reconstruir el aparato fonador con ese método. Se aproximaron entonces al problema por otra ruta: el camino del oído.
Como sabemos, en el oído se encuentran los huesos más pequeños del cuerpo humano, es decir el martillo, el yunque y el estribo. Esos huesitos, junto con el tímpano y el conducto auditivo externo, se encargan de transmitir las ondas sonoras del aire, desde el exterior hasta el oído interno. Al hacerlo, filtran acústicamente los sonidos que transmiten, potenciando unas frecuencias y anulando otras. Debido a esto, las llamadas de los chimpancés, por ejemplo, son acústicamente muy sencillas y contienen poca información, ya que las ramas y las hojas de la selva – su hábitat – distorsionan el sonido, motivando que el filtro de sus huesos del oído lo limite a una banda estrecha. En los humanos, por el contrario, la banda de frecuencia es mucho más ancha y de mayor sensibilidad. Nuestro oído está sintonizado a la voz de nuestros semejantes. Al estudiar el oído de los neandertales, se ha comprobado que oían como nosotros, lo que permite deducir que fueron capaces de hablar también como nosotros.
Finalmente, como concluye una publicación especializada que leí, resulta significativo que la mejor aproximación al origen del lenguaje se haya dado no a través del órgano que emite la voz, sino del que la percibe. Es como si fuese necesario recordarnos que la capacidad de escuchar al otro nos hace tan o más humanos que la capacidad de hablar.
Y en eso, como me dijera mi querido hermano Chino esta misma tarde, yo soy el peor de todos.

martes, 27 de octubre de 2009

Mis hoteles I (Ayacucho)

Viajaba a Ayacucho para un taller con periodistas. El avión de LcBusre era un jet pequeñito, para 12 pasajeros, sin espacio para baño, sin aeromoza y, por lo tanto, sin posibilidad de tomar un trago para calmar la ansiedad. Un vuelo tranquilo, sin más sobresaltos que los proporcionados por mi inquieta imaginación. Finalmente, aterrizamos y me puse el primero junto a la puerta, con ganas de pisar tierra lo más pronto posible. La puerta se abrió y me ofreció un insólito panorama: un batallón de soldados formaba frente a mí, en la pista. A su lado, una banda militar, los maestros prestos a tocar. En ese momento, recordé a mi entrañable amigo, el reportero gráfico - un abrazo, Chino, cuánto que no nos vemos - Walter Hupiú. Recordé que cierta vez Fujimori fue a Italia en visita oficial y el periódico en el que trabajábamos lo comisionó para cubrir la visita con sus excelentes fotografías. Naturalmente, Walter se la pegó la misma noche en que llegó y, naturalmente también, se quedó dormido. No pudo ser parte de la comitiva que acompañaba a Fujimori a su entrevista con el Papa en el Vaticano. Desesperado, podía perder la chamba, ¿cómo explicar su ausencia?, el Chino salió del hotel, pensando tomar un taxi y después ver cómo entraba a la audiencia. En la puerta, un auto oficial, con banderitas del Perú y de Italia incluidas. El chofer se ofreció a llevarlo y Walter, en menos tiempo del que me toma contarlo, ya estaba sentado en el asiento trasero. El auto partió, pero el tráfico romano era infernal y el auto avanzaba demasiado lentamente. El Chino, angustiado, sacó la cabeza por la ventanilla y, entonces, la gente que estaba en la calle lo vio. De noche, todos los gatos son pardos y para los italianos todos los chinos, Fujimori, así que empezaron a vitorearlo. Walter, que es más pendejo que las arañas, empezó a saludar con gestos presidenciales. Los transeúntes lo aplaudían, él seguía saludando. La policía empezó a abrirle camino y el Chino, mandatario por diez minutos, seguía agitando majestuosamente la mano a la multitud que acordonaba las veredas, hasta el Vaticano. Llegó a tiempo.
Pues bien, yo me acordé de esto y empecé a bajar la escalinata con andar y gestos presidenciales también. La banda arrancó a tocar la marcha de banderas y yo, sin saber todavía por quién me habían tomado, saludé orondo, feliz, majestuoso. Por un momento estuve tentado de imitar a Donald Sutherland cuando en Doce del Patíbulo pasa revista a las tropas que lo habían confundido con un general de dos estrellas, pero la sensatez se impuso y me dirigí veloz a recoger mi equipaje.
En el hotel me enteré de que había viajado conmigo el Vicario General castrense (o yo con él, creo), precisamente con rango de general. La aparatosa bienvenida era, claro, para él, no para mí, pero yo logré engañarlos durante un rato. Fue muy divertido. Era el hotel Universal, donde ya había estado antes. Lo recordaba muy bien, porque mi amigo Martín, que entonces pesaba 112 kilos, había roto dos veces el asiento del water y su gracia nos salió a razón de 50 soles por tapa. Esta vez no pasé la noche ahí. Apenas llegué, vi una bandada de cuervos, urracas, chivillos y otros pájaros de negro plumaje, que se paseaban por la recepción como Pedro por su jato. También había pingüinos. No era, por cierto, un congreso ornitológico, sino más bien uno eucarístico, o algo así. Por eso el hotel estaba lleno de curas y monjas, y por eso el importante vicario había llegado a Huamanga.
Incapaz de permanecer junto a tanto ministro de dios, me trasladé al Hostal Santa María, a pocas cuadras del Universal. Dormí tranquilo, sin curas ni monjas. Y también sin marcha de banderas.
He estado muchas veces en Huamanga, pero hay una que tengo grabada. Era febrero y se celebraban los carnavales. Yo tenía que entrevistarme - también con Martín - con unos alpaqueros en una comunidad a cinco mil metros de altura. Nuestro enlace era un ingeniero ayacuchano que debía proporcionarnos una camioneta y guiarnos. No lo conocíamos, sólo teníamos su dirección. Llegamos a su casa. No estaba. Su mujer nos dio explicaciones confusas y nos pidió que regresáramos por la tarde. Aprovechamos el tiempo para recorrer la ciudad, que era un jolgorio. Las comparsas, que eran legión, desfilaban alegremente por las calles, cada una con su banda. Las Diabladas, los Negritos de no sé dónde, las Pallas y cuanto bailarín folclórico existe llenaban de colorido a Huamanga. Por todas partes música, gritos, bulla, borrachos alegres.
Por la tarde, regresamos a casa del ingeniero, pero de él, ni la tos. Más explicaciones confusas, más música, más baile, más borrachos alegres, más bulla. Fue una noche difícil. Nadie dormía en Huamanga. Yo tampoco. Más música, más bailes, los borrachos más borrachos, más alegres. A la mañana siguiente, más de lo mismo. Decidimos entonces alquilar una camioneta por nuestra cuenta y partimos hacia las alturas. Parecía un descanso. No bulla, no música, no bailes, menos borrachos, menos alegres y más silenciosos. Pero los cinco mil metros sobre el nivel del mar también hicieron lo suyo. Y el frío. Y la nieve. Todo era blanco, blanco como la nieve, je, je. Los pies también tiritaban cuando se hundían al caminar. Yo pensaba en el ejército de Napoleón en Rusia. Para colmo, entré a una bodega y no tuve mejor ocurrencia que agarrar una rama que encontré sobre el mostrador. Era ortiga. Hay que pasar por la experiencia para saber lo que es poner esa planta maldita en contacto con la piel. Fue como un choque eléctrico, seguido de un ardor inenarrable, que me duró varias horas. Con ortiga o sin ortiga, el trabajo se hizo y por la noche regresamos a Huamanga. Más bulla, más de todo lo que ya saben. Y el ingeniero, vuélvete.
Tampoco pudimos dormir esa noche. Era sábado y había más música, más baile, más bulla. Los borrachos estaban más borrachos que nunca. Más alegres, también. Todo igual, excepto que había cuetones (que suenan más fuerte que los cohetones), castillos y fuegos artificiales. Se hizo de día y mis párpados, de plomo, se cerraban para vover a abrirse con la música, la bulla, los borrachos, etcétera, etcétera. Fuimos a tomar desayuno al New York, un local en el que servían café en unas lindas tacitas con imágenes de Nueva York - yellows cabs, el Empire State, el Central Park - de un gusto exquisito. Ahí conocí a un simpático mocoso. Se llamaba Rommel, era lustrabotas y quería ser astronauta. Un ayacuchano pisando Marte, pensaba, de camino a casa del ingeniero. Esta vez lo encontramos. Estaba borracho. nos invitó a acompañarlo a bailar con su comparsa. Su comparsa, la explicación de su ausencia. Rechazamos cortésmente la invitación. Lo cortés no quita lo cansado y nosotros queríamos descansar. ¿Descansar?, dijo el ingeniero, están bien cojudos, maestros. Y claro que estábamos bien cojudos. ¿Cómo no?, si ya no recordábamos la última vez que dormimos. A todo esto, claro, seguía la música, el baile, la bulla y los borrachos ya no podían más de borrachos. Pero - todo el mundo lo sabe - no hay mal que dure cien años. Terminaba el domingo y también el carnaval. Poco a poco, todo se fue apagando, hasta los borrachos. Nos fuimos al hotel a dormir un poco, porque nuestro vuelo salía al día siguiente, temprano. De pronto, más bulla, más música. al borde de la locura, salimos a la calle a ver qué pasaba. ¿Acaso no había terminado el maldito carnaval? Sí, pero no para todos. Una comparsa desfilaba por la calles cercanas al hotel. Era la comparsa de los gays de Huamanga, que impedidos de desfilar junto al resto de los huamanguinos, desafiaban valientemente la discriminación abusiva, cuando toda la ciudad dormía. Nos gustó el gesto y los acompañamos durante un rato. Y los aplaudimos.
Y después nos fuimos a dormir.

martes, 20 de octubre de 2009

Mejor cerca que lejos

Para mi hermanita, que ya no está y la extraño.
Conocí a Augusto hace tres años, cuando lo que pasó ya no era más que un recuerdo del que yo, entonces, no sabía nada. Augusto era funcionario de una empresa para la que yo hacía consultorías. Cierta vez tuve una discrepancia con un gerente sobre el argumento de una radio novela que estaba escribiendo para ellos y Augusto me apoyó. Por más que lo niegue hasta ahora, se la jugó por mí. Nada le hubiera costado quedarse callado, pero no lo hizo. Metió su cuchara, discutió, estuvo a un tris de pelearse y terminó inclinando la balanza a mi favor. Más sorprendido que agradecido - confieso –, lo invité a almorzar. Aceptó el almuerzo, pero ningún tipo de agradecimiento. Dijo que yo hubiera hecho lo mismo de haber estado en su sitio, y prácticamente me obligó a que lo acompañara a su casa para conocer a su familia.
Celia, su esposa, me hizo sentir como si nos conociéramos de toda la vida. Los chicos, Rafael, que tenía nueve años, y Pilar, de siete, me adoptaron sin mayor trámite. La verdad es que Tex Avery ayudó mucho. Yo tenía en mi laptop unas películas suyas de dibujos animados. Tex Avery, para los que no saben, fue el inventor de los lobos a los que se les caía la mandíbula hasta el suelo y les saltaban los ojos con resortes, mientras aullaban cuando se cruzaban con esas pin ups como las que dibujaba el arequipeño Vargas en los Playboy de los cincuenta. Se las mostré a los chicos, no sin miedo de que se aburrieran, porque eran más viejas que andar a pie. No se aburrieron. Se rieron como locos. A Pilar le fascinaron las de los tres chanchitos – yo tenía varias versiones, incluyendo una en que el lobo era Hitler –, quiso verlas una y otra vez. Después de eso me otorgaron el título honorífico de tío de cariño. Yo – mis hijos ya son adultos y mis nietos no viven en Lima – correspondía su afecto generoso de la mejor manera posible, con paseos al Parque de las Leyendas y al zoológico de Huachipa, excursiones al barrio chino para comer siu may y siu kay, visitas relámpago al centro de Lima para ver la llama en la estatua de San Martín, largas caminatas por el malecón de Chorrillos, donde les contaba episodios de la Guerra del Pacífico, y comprándoles libros, muchos libros, que Rafael devoraba con avidez. A veces cocinábamos juntos y - no podía ser de otro modo - dejábamos la cocina hecha un desastre. Celia nunca se molestó y eso, que las catástrofes eran de por lo menos 8 grados en la escala de Richter. Cuando yo le decía que no se preocupara, que nosotros íbamos a limpiar, me tapaba la boca, diciéndome que calladito me defendía mejor, que me fuera al parque con Rafael y Pilar, o a ver televisión o donde fuere, pero que no friegue, que de la cocina se encargaba ella.
Los fines de semana, cuando los niños dormían, Augusto, Celia y yo conversábamos hasta la madrugada. Hablábamos de libros, de películas y, cuando Celia lo permitía, de fútbol. A veces fumábamos marihuana y no parábamos de reírnos de la menor tontería. Siempre discutíamos apasionadamente. Celia y yo preferíamos mil veces a Nicholson que a Hoffman. Augusto y Celia me enfurecían diciendo que Natalie Portman era más hermosa que Romy Schneider y los tres creíamos que Harrison Ford era un buen actor y que Nicholas Cage era un cojudo a la vela.
Los dos eran cultos e inteligentes, pero ella era brillante. Tenía una manera especial de contar las cosas, yendo siempre al centro del asunto, de un modo que yo no había conocido antes. Ambos tenían un sentido del humor extraordinario. Se reían mucho de sí mismos, de la misma manera que yo me reía de mí. Realmente nos queríamos mucho. La pasábamos bien.
Una noche - yo había llevado a los chicos al fútbol y Celia los estaba acostando - le dije a Augusto que no podía haber encontrado una madre mejor para sus hijos.

- Celia no es su mamá – me dijo.

Me quedé helado y no sé durante cuánto tiempo me hubiera quedado así, de no haber sido porque Celia entró a la sala en ese momento. Una mirada le bastó para darse cuenta de todo.

- ¿Ya le contaste? – preguntó.
- Estaba esperándote – respondió Augusto.

Lo que sigue es la historia que entre los dos relataron. A veces discrepaban, confrontaban detalles y se ponían de acuerdo después. Otras veces hablaba él y callaba ella, o contaba ella y escuchaba él. He compuesto la historia de la mejor manera posible, pero no he agregado ni quitado nada. Pueden creerla, o pueden pensar que soy un mentiroso, que la he inventado. No me importa, igual la voy a contar.

La primera esposa de Augusto, la madre de Rafael y Pilar, se llamaba Victoria. Se conocieron en casa de unos amigos. Augusto se enamoró de Victoria en cuanto la vio, pero ella no le hacía caso. Él la persiguió tercamente. Le escribía, la llamaba por teléfono, le dejaba mensajes, la invitaba a salir. Ella, nada, como si oyera llover. Así pasaron tres meses, hasta que una noche él se plantó frente a su casa y no se movió hasta que Victoria salió y le habló desde el fondo de su corazón. Le pidió, le rogó encarecidamente que deje de buscarla, que le estaba causando un dolor muy grande. Le dijo que no podía estar con él, que nada le gustaría más, pero que era imposible que tuvieran algo, que le iba a hacer daño. Augusto quiso saber por qué. Insistió hasta la saciedad y le juró que no se iba a mover de ahí hasta que ella le explique sus razones. Finalmente, al verlo tan decidido, claudicó. Sin rodeos, brutalmente, confesó que era alcohólica.
Desde muy chica, le dijo, se tomaba los conchos de las copas cuando había reuniones en su casa. Luego, en la adolescencia, tomaba cerveza con sus amigos, y al poco tiempo también tomaba cuando estaba sola. Sus padres se dieron cuenta de la magnitud del problema una tarde, cuando la encontraron tirada en el baño, completamente borracha. Comenzó entonces un desfile por cuanto psicólogo, psiquiatra y especialista había en Lima. Algunos lograron mantenerla sobria unos meses y así, dando tumbos, consiguió terminar el colegio. Pero siempre volvía a tomar. Una copa era demasiado y mil no eran suficientes. Perdió trabajos, hizo papelones terribles y avergonzó a su familia, hasta que llegó a Alcohólicos Anónimos y logró controlar la enfermedad: ya llevaba tres años sin destapar una botella. Sin embargo - eso lo tenía muy claro - era incurable. No quería arrastrar a nadie con ella y mucho menos a Augusto, del que, admitió, se había enamorado. Así como se había detenido, podía comenzar a beber nuevamente. Augusto la abrazó y le habló con la mayor ternura del mundo. Estaba seguro de que el amor podía todo, que esos tres años se iban a convertir en toda la vida, porque a partir de ese instante nunca más iba a estar sola. "Te voy a proteger hasta de ti misma", le dijo y los dos lloraron, se besaron y etcétera. Un año después se casaron. Al poco tiempo nació Rafael y luego Pilar. Victoria parecía haber superado su grave problema. Eran felices.
Una noche de diciembre, días antes de Navidad, estaban desempolvando el nacimiento para ponerlo en la sala, cuando Victoria recibió una llamada de una antigua compañera de oficina, que la invitaba a un almuerzo al día siguiente, para verse y celebrar el fin de año. Victoria dudó, no dijo que sí, ni dijo que no. Después lo comentó con Augusto, que la animó a que vaya, pensando que le haría bien estar con sus amigos, a los que no veía desde hacía mucho tiempo. Victoria se convenció, justo cuando Pilar se acercaba con la imagen el Niño Jesús. Rafael tropezó con ella y la imagen cayó al suelo, haciéndose pedazos. La niña se sintió muy culpable y se puso a llorar. Victoria la consoló con dulce afecto y le prometió que al día siguiente, después del almuerzo al que la había sido invitada, regresaría a casa con una imagen nueva, más bonita, mejor.
Pero Victoria no regresó al día siguiente. Augusto supo, sin que nadie se lo diga, lo que había pasado: Victoria había vuelto a tomar. Pasaron los días y de Victoria no se sabía nada. Augusto la buscó por un tiempo, pregunto aquí, llamó a allá, sin ningún resultado. Pronto dejó de buscarla. ¿Para qué, si ya estaba advertido de lo que iba a pasar?
Rafael, por su parte, trataba de no dar muestras de inquietud, pero se traicionaba cada vez que escuchaba detenerse un auto frente a la casa. Corría a la ventana, para regresar inmediatamente a lo que estaba haciendo, sin ninguna expresión en el rostro.
En cuanto a Pilar, lo suyo era grave. Dejó de hablar, no pronunciaba palabra. Augusto hizo esfuerzos enormes para arrancarle siquiera una frase. No pudo. La espiaba para ver si hablaba sola, trataba de sorprenderla con súbitas e inesperadas preguntas, le hablaba de Victoria. Ningún resultado, Pilar seguía obstinadamente callada. Comenzó entonces - el destino es inevitablemente cíclico - un desfile por cuanto psicólogo, psiquiatra y especialista había en Lima. Todos fracasaron, Pilar seguía tan muda como un pez.
El tiempo pasó y nada cambió. Augusto conoció a Celia y poco a poco fue olvidando a Victoria. Llegado el momento, la llevó a su casa, para que conozca a los chicos. Celia, convenientemente enterada, fue muy discreta. Ni ese día, ni ningún otro día, trató de hacer hablar a la niña. Pero no se quedó con los brazos cruzados. Por su cuenta, empezó a buscar a Victoria. Estaba convencida de que Pilar volvería a hablar si encontraba a su madre. Contrató un detective, un ex policía que había trabajado en la búsqueda de personas desaparecidas, hasta que finalmente, el esfuerzo dio frutos. Victoria estaba internada en el Hospital Dos de Mayo, con una cirrosis terminal.
Sin contarle a Augusto, Celia fue a verla. Encontró un saco de huesos, una mujer destruida. Le explicó quién era, le contó sobre sus hijos, sobre la callada quietud de Pilar. Victoria la escuchó con reprimida emoción.
- Mira - le dijo -. ¿No ves cómo estoy? Mis hijos no pueden verme así.
Celia le habló de tratamientos modernos, de médicos mejores, de internarla en una clínica privada y hasta de la fuerza del amor, pero no logró convencerla. Victoria le pidió que cuide a sus hijos, que se case con Augusto y sea la madre de ellos. También le pidió que se vaya y que nunca, nunca, hable de esto con nadie, absolutamente con nadie. Celia se fue, prometiéndoselo.
Y cumplió su promesa. Con la misma discreción de siempre, se desvivió por los chicos, pero nunca intentó ocupar el lugar de Victoria. Cuando Navidad se acercaba, les propuso sembrar trigo en macetas de arcilla para el nacimiento. Rafael aceptó. Pilar se mostró indiferente. Y compraron trigo, y lo sembraron. Cada día, Celia y Rafael lo regaban, lo veían crecer. Pilar se acercó primero con curiosidad y luego participó en los cuidados, con algo que podría llamarse entusiasmo. Otro día, armaron el nacimiento, con cerros de cartón, lagunas de espejos, patos, corderos, burros, vacas de plástico. Celia buscó la imagen del Niño y, naturalmente, no la encontró. Sugirió comprar una y, de pronto, la niña gritó.
- ¡El Niño lo va a traer mi mamá!
Después corrió y se encerró en su cuarto. Cuando Augusto llegó, Celia se deshizo en disculpas, insistiendo en sus buenas intenciones. Quiso irse a su casa, pero Augusto la tranquilizó y le pidió que se quede. Sugirió salir a la calle, ir juntos, los cuatro, a ver los nacimientos de las iglesias del centro. Pensó que eso le haría bien a su hija, que ya era hora de que enfrente las cosas. Y salieron. Pilar se dejaba llevar, siempre en silencio. Visitaron iglesias y Pilar se dejaba llevar, siempre en silencio. De regreso, se detuvieron para cruzar la avenida Abancay. Había mucha gente, todos apurados, cargados de paquetes envueltos en papel de regalo, de panetones, de canastas con vinos, cocolates y duraznos al jugo. Un Papa Noel sudoroso tocaba su campanilla y de las tiendas se escuchaban los villancicos una y otra vez repetidos.
- ¡Mi mamá! - exclamó de pronto Pilar y cruzó la pista corriendo, justo en el momento que un ómnibus pasaba.
Un frenazo, gritos agustiados, y una mujer - una negra - que se lanza y empuja a Pilar, poniéndola a salvo. Más gritos, confusión, llantos. Augusto y Celia corrieron a abrazar a Pilar que nada tenía. Después de comprobar que estaba ilesa, Augusto dejó a la niña con Celia y se puso a buscar a su salvadora. No la encontró, nadie supo dar razón de nada, nadie la vio. A instancias de Rafael, decidieron buscarla. Fueron a una comisaría cercana, pero no había reporte de ningún accidente, de ninguna mujer herida. Les recomendaron ir al Hospital Dos de Mayo. Tal vez ahí la habían llevado.
En el hospital tampoco sabían nada. No había ninguna emergencia. Estaban por irse, cuando una enfermera, para sopresa de Augusto, reconoció a Celia.
- Usted vino hace unos meses, ¿no es cierto? - le dijo. Pobre señora, al día siguiente murió, pero le dejó este paquete.
Pilar corrió y le arrebató el paquete. Lo abrió con movimientos ansiosos. Era una una hermosa imagen del Niño Jesús.
- Vamos a la casa - ordenó. Tenemos que celebrar Navidad.
Los tres nos quedamos callados. Luego de un rato, me animé a preguntarles si había alguna explicación para algo tan raro.
- No tengo ninguna - respondió Augusto. Lo único que se me ocurre pensar es lo que Victoria decía: siempre es mejor estar cerca que lejos.

sábado, 8 de agosto de 2009

miércoles, 5 de agosto de 2009

Hiroshima

El 6 de agosto de 1945, a las ocho y quince de la mañana, hora de Japón, una bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima. Cien mil civiles - hombres, mujeres, niños - murieron. La ciudad quedó destruida. John Hersey, un periodista noteamericano, narra en su libro Hiroshima lo que pasó ese día, concentrándose en seis hibakushas. Es conveniente saber que para los japoneses, utilizar el término sobrevivientes, es decir resaltar el hecho de estar vivo, podía sugerir una ofensa a los sagrados muertos del holocausto nuclear, motivo por el que preferían utilizar la palabra hibakusha, que literalmente significa "persona afectada por la explosión".
A través de los testimonios de la señora Hatsuyo Nakamura, que al momento de la explosión estaba mirando por la ventana de su cocina a un vecino; del sacerdote alemán Wilhem Kleinsorge, quien leía la revista jesuita Stimen der Zeit (Voces del Tiempo); del doctor Terufumi Sasaki, que caminaba por el corredor de un hospital, llevando una muestra de sangre; del pastor de la Iglesia Metodista Kiyoshi Tamamoto, que descargaba una carretilla frente a la casa de un hombre rico; y del doctor Masakazu Fujii, que cruzaba las piernas, listo para dar la primera ojeada a su periódico, Hersey nos entrega un retrato sobrio y sin embargo tremendamente conmovedor de la tragedia.
Publicada en la revista The New Yorker un año después del suceso, la crónica nos muestra todo el horror imaginable (La señora Nakamura estaba de pie, mirando a su vecino, cuando todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto. No se dio cuenta de lo ocurrido a su vecino, los reflejos de madre le dirigieron hacia sus hijos. Había dado un paso - la casa estaba a 1,234 metros del centro de la explosión - cuando algo la levantó y la envió en volandas al cuarto vecino, sobre la plataforma de dormir, seguida de partes de su casa. Trozos de madera le llovieron encima cuando cayó al piso, y una lluvia de tejas la aporreó; todo se volvió oscuro, porque había quedado sepultada. Los escombros no la enterraron profundamente. Se levantó y logró liberarse. Escuchó a un niño que gritaba: "¡Mamá, ayúdame!", y vio a Myeko, la menor - tenía cinco años - enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse.) y aún el inimaginable (Regresando con el agua se perdió en un desvío alrededor de un tronco caído, y al buscar el camino entre los árboles escuchó una voz que venía desde los arbustos y le preguntaba: "¿Tiene algo de beber?". El padre Kleinsorge vio un uniforme. Pensando que se trataba de solamente un soldado, se acercó con el agua. Cuando entró en los arbustos se dio cuenta de que había unos veinte hombres, todos en el mismo estado de pesadilla: sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas, y el fluido de sus ojos derretidos resbalando por sus mejillas. Debieron estar mirando hacia arriba cuando estalló la bomba, tal vez fueran personal antiaéreo.)
Difícil, muy difícil concebir peor barbarie. Uno se pregunta cómo individuos de la misma especie capaz de pintar Almuerzo sobre la hierba o de escribir Guerra y Paz pueden cometer atrocidades así. Pareciera, pues que la civilización es sólo un barniz, y que debajo se encuentra el salvaje agazapado, listo para perpetrar una matanza que nos avergüenza a todos de nuestra condición. No obstante, la crónica de Hersey es esperanzadora y quizá en esto se encuentre su mayor valor.

lunes, 20 de julio de 2009

Niños y niñas

- ¡A mí, pásamela a mí - grita Santiaguito, mientras ve transitar la pelota de un lado a otro. Nadie se la pasará, hasta que llegue a los pies de Darío o a los míos, que somos los únicos capaces de conmovernos con sus lamentos. Los pases que le damos tienen que ser precisos, ni muy fuertes, para que pueda responderlos, ni muy lentos, para que los otros niños no puedan interceptarlos. Hemos terminado de almorzar y nos hemos trasladado al malecón, en Chorrillos. Además de Santiago, piedrón, ingenioso, parecido a su madre, están Illary - muero por esa niña - con su cara de luna y sus rizos de muñeca antigua; Esteban, insuperable en skate, con su camiseta del Bayern Münich encima; María, insufriblemente coqueta, martirizándome siempre con su negativa a darme un beso; Ramiro, flaco, cabezón, noble y candoroso, a despecho de sus doce años que se asoman a la adolescencia; Diego, con su timidez, sus anteojos y sus pelos trinchudos, y Jerónimo, condenado a ver el juego desde los brazos de Paola, porque recién cumplió un año, no hace ni un mes. Gonzalo, Rafael, Jaime y Carol, tampoco juegan con nosotros. Prefieren mirar el mar. Namasté y Vida acaban de irse. Me quedo, pues, con uno de los tres hijos que hoy almorzaron conmigo. Darío y yo somos futboleros, siempre lo fuimos. Desde chiquito lo llevaba al estadio. A la cancha, porque yo era periodista y, a la vez que hacía mi trabajo, le daba a mi hijo una vida envidiable, gracias al fútbol. Darío era el engreído de los y sobre todo de las reporteras gráficas, que lo retrataron con las estrellas de los 90. Recuerdo particularmente dos fotos: una con el gran Rivelino, en la que - no pude resistir la tentación - salgo yo también, y otra con el granítico Chumpitaz. El gran capitán y Darío, nadie más. Cuántos recuerdos en José Díaz, cuánto tiempo que no vamos, hijo querido. Nunca olvidaré una vez que, poco antes de comience el partido entre Alianza Lima y Sport Boys, el árbitro - creo que era Erasmo Mondoñedo - se acercó a Darío, que estaba al borde de la cancha conmigo, y le preguntó quién quería que ganase. Darío, naturalmente, dijo que el Boys. En el segundo tiempo se armó un lío y el equipo completo de Alianza se retiró de la cancha, ante el asombro de un estadio lleno. Pues bien, Darío nunca ha podido quitarse de la cabeza que el árbitro expulsó a los de Alianza para complacerlo.
Por eso, porque amamos el fútbol, porque hay que ser agradecido - así me enseñaron y así le enseñé - le metimos a esa pichanguita con los chicos. Lo de pichanguita es una exageración, porque no sólo había que cuidar que la pelota le llegue a Santiaguito, sino que - estábamos en la pista - había que vigilar el paso de los autos.
Eso de cuidar a los niños, e incluso eso de los niños, es un invento del siglo XVIII. Antes de eso, no eran otra cosa que adultos de pequeño tamaño, sin experiencia, ni conocimientos, ni tampoco dominio de sí mismos. La magia y la fantasía infantiles no eran tomadas en cuenta. No se hacía la menor distinción entre el mundo de los niños y el mundo de los adultos. Los juegos eran los mismos para todos y no se protegía la inocencia infantil de las diversiones o los chistes obscenos.
Fue Jean -Jacques Rousseau quien, queriéndolo o no, cambió esta manera de ver las cosas. A partir de la lectura de Emilio, las madres empiezan a dar de lactar a sus hijos (vuelven a hacerlo, en realidad) y se desarrolla la pedagogía. Más que eso todavía, la literatura descubre el mundo infantil como tema poético. Peter Pan será el pionero del nuevo ideal: no crecer. Se considera a los niños - y a las mujeres también, pero esa es otra historia - seres tan delicados, que hay que protegerlos de las groserías y, por supuesto, de cualquier alusión sexual.
Naturalmente, ninguna de esas reflexiones le interesaban a los chicos y a las chicas que jugaban con nosotros en el malecón. Sus intereses, más concretos, más terrenales, estaban en la pelota, el skate, la carcajada. Tengo para mí que la infancia es, más bien, una conquista de los niños, por la que han luchado durante siglos, muchas veces con ayuda adulta, es verdad. Para comprobar lo bueno de esta sociedad entre grandes y chicos, Santiaguito viene en mi ayuda, precisamente pidiéndole ayuda a su tío Mimí (o sea yo, para burla de las hermanas Harrison) contra "los zondis que vienen a atacarme". Después de unos segundos de vacilación, caigo en cuenta, al ver a María que se acerca a Santiaguito rígida, con los brazos extendidos, murmurando no sé qué cosas de ultratumba, que los zondis son los zombies, así que contraataco, la cargo y la alejo de su víctima.
Y la obligo, bajo severas amenazas, a por fin darme el beso tan negado.

sábado, 18 de julio de 2009

Dialogue avec mon jardinier

Un pintor de cierta fama en París, acabadito de separarse de su mujer, cínico y un poco amargado, se refugia en la casa del campo donde pasó su infancia. Apenas llegado, contrata a un jardinero, que resulta ser un antiguo amigo - olvidado ya - de la escuelita del pueblo. La película no es otra cosa que el encuentro de estos hombres, que ni siquiera tienen nombre. El jardinero llama Dupincel (Delpincel) al pintor, y el pintor Dujardin (Deljardín) al jardinero. Parece poco, pero Daniel Auteil y Jean-Pierre Darroussin, dos pesos pesados del cine francés, nos regalan una película entrañable, en la que cada uno nos transmite emociones de una manera distinta, muy personal, pero con la misma directa sutileza. Hay mucha complicidad entre los dos, lo que sin duda ayuda muchísimo a la relación entre sus personajes. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una película. No tiene ninguna pretensión, es sencilla, para nada retorcida.
La recomiendo calurosamente.

martes, 14 de julio de 2009

Independencia

Una bodega enrejada, porque los choros la tuvieron de punto y una cosa es equivocarse y otra huevearse, ¿no es cierto? Al ladito, plumas con ojos, cincuenta modelos de plomos, un manual de pesca, corchas lenguaderas, cangrejeras, tanques, aletas y mucho más, todo certificado por una vida de experiencia, según anuncia el tío Moncloa en su tienda "Pesca Club", donde nunca hay clientes, pero sí amigos buscando buena conversación, con su traguito más. Junto a la tienda del tío, en la pared, un grafitti enorme: "Te amo, mi amor". Un borracho insensible orina justo abajo del mensaje y cuando paso yo, me dice que no se me ocurra decirle nada. Obediente, no le digo nada, pero igual me menta la madre y me amenaza con romperme la cara. Sigo mi camino, pensando en el que escribió eso en la pared. ¿Seguirá igual de alucinado o estará buscando una brocha para borrar su pública declaración? El borracho sigue gritando y yo, para no tentarme y responderle, me distraigo con un discreto portón. Es Miami, como elegantemente le decimos a la clínica esa, sólo para locos con billete.
- ¿Has visto a Fulano? Hace tiempo que no sé de él.
- Está en Miami.
- ¿El verídico?
- No seas cojudo, pues.
Y uno ya sabe que Fulano va a aparecer dentro de un tiempo, con cara de idiota, porque quemó cerebro a punta de meterse tanta cosa y que en Miami no hay Jack Nicholson que valga. Cruzo, pues, la pista, no vaya a ser que a alguien se le ocurra creer que me he escapado, y doy justo con la renovadora. En el mostrador, varios pares de tabas recién lustradas, con las puntas dobladas hacia arriba, esperan a sus dueños. Algunos las recogerán más tarde, otros mañana y otros caminarán descalzos unos días, porque están misios. Hay de todo, sí señor. Alcanzo a ver de reojo, un poco más atrás, la casa de don Juan, el patriarca de la cálida y hospitalaria familia Casusol. De reojo, digo, porque ya estoy sobre la panadería, la que también vende frutas, porque hay otra, a la vuelta de la esquina, que vende yuquitas fritas, porciones de tortas que nunca han sido enteras y exhibe - no sé por qué - cebiches y hamburguesas de plástico. Junto a la renovadora, la bodega de la señora Olga, que acostumbraba a publicar cada año su lista de morosos. Había uno que aparecía siempre - por Dios que no soy yo -, hasta que tachó su nombre: "se asó y pagó", escribió junto al tachón. Frente a Olga, un edificio nuevo, una colmena, un hormiguero que ha "dinamizado la economía" de la cuadra, según dirían Adam Smith, John Maynard Keynes o cualquiera de esos que se las saben todas sobre el mercado, la oferta y la demanda. A mí no me gusta el edificio, no se parece en nada a las quintas profundísimas que han echado abajo para construirlo, pero a nadie le importa lo que a mí me gusta, y mucho menos consultarme para la demolición. ¡Faltaba más! Unos pasos más allá de Olga, la joya de la corona: Denisse, el minimarket. Abarrotes, frutas, verduras, menestras, carne, trago, helados, pollos a la brasa, pan con chicharrón y café para llevar. Nadie, absolutamente nadie, podría adivinar que todo comenzó con una carretilla, ahí, en la pista, frente a donde ahora hay una farmacia que también es agente de Interbank, pero pura bamba, nomás, porque su aparato nunca lee las tarjetas, así que no puedes sacar ni medio y a caminar hasta el cajero que hay en la Plaza. Junto a la farmacia, la peluquería Sharon, donde hacen "laceado japonés", que no tengo ni la más pálida idea de lo que es, pero sospecho que debería escribirse "laciado japonés", porque el pelo es lacio, no laceo. La cosa es que doblando la esquina, hay una carnicería en la que también venden anticuchos, pero, sobre todo, es el lugar donde todo el mundo se empuja unas chelas, sea parado, sea sentado en las sillas amarillas, de plástico, que por ahí están repartidas. Ese es el lugar de los desayunos alemanes, porque desde las siete y media de la mañana hay parroquianos entonándose, para lo que el maldito día depare. Si avanzas hacia la otra esquina, pasas junto a un laberinto de tienduchas, una galería raquítica, donde venden una ropa horrible, láminas Huascarán, piñatas de cuatro soles y uno que otro adefesio más. Nunca he entrado ahí, pero sí a la farmacia del costado, donde te venden hasta heroína sin receta. ¡Cuántas noches sin dormir me ha ahorrado el farmacéutico con su desprecio hacia las normas de la DIGEMID!
Ese es mi barrio, el lugar donde cada mañana compro las naranjas para el jugo, donde compro un café tan caliente - y nada malo - que cuando llego a mi casa sigue quemando. A caballo entre Chorrilos y Barranco, nunca lo han visitado las chibolas y chibolos que desde el jueves la pegan de cualquier cosa en el Juano. Ellos no tienen nada qué hacer en la calle Independencia. Nada se les ha perdido por ahí.

viernes, 10 de julio de 2009

Que la calle no se calle

Una voz infantil me lleva a la ventana. Una niña - tres años, quizá cuatro - juega a la pelota con dos jóvenes mujeres. Una es su mama, sin acento, como se decía antes, su nana, como creo que dicen ahora. La otra, sospecho, trabaja en lo mismo, pero en una casa vecina. "Me voy a orinar de la risa, nomás", dice la nana, cuando la pelota hace sonar la alarma de un auto. La frase me hace sonreír, y desencadena en la niña una risa imparable. Es el sonido más hermoso del mundo.
Poco después, otro sonido. Es grave, pesado. Evoca aprensión. Es el ruido de la pelota que cae sobre el techo de un auto. El sonido se hunde en la lata y después se libera en una explosión. Cualquiera que ha jugado pelota en la pista - "¡Carro, carro, aguanta, no sigas, para la bola, cuñau!" - sabe qué significa ese ruido. Desata la misma sensación de alarma que otro sonido distinto, agudo, chillón: el de la pelota que se se estrella contra una ventana y rompe los vidrios. Y yo, que he jugado harto en la calle, imagino en este preciso instante a la Poto Loco saliendo furiosa de su casa, con la pelota en la mano, a mí y a mis patas corriendo en distintas direcciones, a Yanamango trepándose a un árbol, al pavazo que siempre se quedaba a pagar los platos - para el caso, vidrios- rotos.
En memoria de esos días, en recuerdo de Constantino y de Cecilia, que se fueron cuando todavía nos quedaban muchos vidrios por romper, algo que algún día escribí.
Era la época de Isabel Sarli y Libertad Leblanc. Del cine Buenos Aires en los Barrios Altos, del Mundo en La Victoria y de la cazuela del Orrantia. Época de comprar entradas con voz ronca y de entrar al cine mirando de frente a los ojos del administrador -bendita ingenuidad - para que pensara que teníamos veintiuno. De amanecerse en el Estadio para ver jugar al Santos, al Botafogo y a Lev Yashin, el mejor arquero del mundo. Bergman y Pelé mezclados, temporada internacional y fútbol callejero en el Olivar de San Isidro. Las dudas no existían, el futuro era futuro y las convicciones eran sólidas: Batman y Robin eran rosquetes, la política una cojudez sin nombre y el matrimonio inexcusable. Era también la época de Chanchín, un loco, un borracho, que solía dirigir el tránsito cerca de la Iglesia de la Virgen del Pilar, con su saco a rayas negras y amarillas, como la camiseta de Peñarol, su pito estridente, al que nadie hacía caso, y su pastosa voz de ronero, con la que escandalizaba hasta la raíz del pelo a las buenas tías que - en estado de gracia - salían de misa los domingos. En ocasiones, cuando una pared inexpugnable o la ira de un vecino daban por concluido algún partido, vagábamos por ahí, molestando a señoras y señoritas o jugando camote con la gorra de algún heladero, hasta que por casualidad, tropezábamos con el loco. Siempre atento al peligro, Chanchín no esperaba invitación para poner pies en polvorosa, pero su vacilante marcha y, tal vez, su necesidad de tener interlocutores - al fin y al cabo nosotros le dábamos bola - permitían que a los pocos metros lo alcanzáramos y rodeándolo, le exigiéramos un discurso. Recuerdo particularmente una mañana en que lo acosamos sin piedad. Presionado, Chanchín disertó largamente sobre la vida, el mundo, y los deberes ciudadanos. Impregnados de olor a ron de quemar, los nombres del general Odría y del arquitecto Belaunde se confundían con el Corazón de Jesús y con todas las mujeres que, sin excepción, lo habían traicionado, provocándonos carcajadas y alaridos escandalosos, que los transeúntes reprobaban al pasar. Al rato el loco se cansó y pidió cortésmente permiso para retirarse, sin considerar que nosotros no estábamos todavía satisfechos. Amenazando y maldiciendo, retrocedía, mientras nosotros lo animábamos a quedarse y continuar.
Ese necio tira y afloja se convirtió de pronto en una loca carrera que no terminó hasta que Chanchín se detuvo frente a un portón, que empezó golpear furiosamente. Al punto, la puerta se abrió y salieron dos o tres hombres en bividí, sudorosos coléricos. Atrás de ellos una señora gorda los conminaba, a gritos, a defender a su marido. Nos quedamos sorprendidos, alelados. Algo no encajaba en nuestros esquemas. No podía ser: Chanchín tenía mujer e hijos, era un ser humano. No sé si para todos fue lo mismo, pero yo quedé impactado. Y quizá todavía seguiría ahí parado, mirando la escena con una profunda expresión de idiota, de no haber sido porque una piedra, con 0tra clase de impacto, algo menos metafísico, me hizo recordar que tenía un par de piernas y que podía utilizarlas para desaparecer de ahí a una velocidad cercana a la de la luz. Ha pasado ahora el tiempo y me acuerdo todavía. Jamás he vuelto a molestar, así, a nadie. Algo cambió desde ese día. Ha pasado el tiempo, y en tardes como ésta, cuando el sol me quema la coronilla y compruebo que la calle es sólo la calle y no un lugar donde se vivía, termino preguntándome, ¿Dónde está Chanchín, dónde sus hijos? ¿Dónde está Rodrigo, el boliviano con su perro, que una noche me mordió la pierna y no la soltó por horas? ¿Y la laguna, los botes, el guardián? Las papas sancochadas con ají, el cebiche de pejerrey, ¿dónde se han metido? ¿Y Pepe Jamonada, echado en su cajón, con algodones en la nariz y yo sin poder entrar al velorio, porque tenía puesta una camisa roja? ¿Conservará la Poto Loco todas las pelotas que nos confiscó? ¿Habrá repuesto los vidrios de su casa? ¿Dónde está el negro Tito, que se metió de raya, pobre de él? ¿Y Nelson, el cholo Ponce, Colilla Esparza, Yanamango, dónde están? ¿El cardíaco Joselo, habrá muerto por fin? ¿Dónde están La Pinta, Cura Muñecas, Guanahaní? ¿Y el cretino de Conquistadores, seguirá advirtiendo todos los días que él solo amenaza una vez?
Y por último, te pregunto, hermano querido, ¿por qué te llevaste a Cecilia?

Darío, Marina

La infancia es la patria del hombre.
Rainer María Rilke
Darío
- Apúrate - me dijo el chino Romaña, al tanto que abría la puerta de la sala de partos.
Yo me apuré y lo seguí.
- Cámbiate rápido, porque está por nacer - me ordenó.
Lo obedecí, apurándome con tanto esmero, que metí las dos piernas en la misma pernera del pantalón verde esterilizado. No tuve tiempo de corregir el error, por que Romaña prácticamente me llevó de la oreja. Yo lo seguía, dando saltitos ridículos, hasta que finalmente pude vestirme como lo hace la gente. Recién en ese momento cobré conciencia, pude ver bien dónde estaba. Las enfermeras - tres o cuatro - preparaban todo, para lo que - así me pareció - era inminente.
De pronto, un gemido dio la señal de partida en la sala. Comenzaron la agitación, los correteos. Una enfermera puso la incubadora al costado de la cama.
- ¡Vamos, vamos, ya viene! - gritó el Chino Romaña.
Yo miré hacia el único sitio donde debía mirar. Una cabecita húmeda se asomaba apenas. Mi corazón, mil latidos por minuto. Apareció su cabeza, vi sus ojos cerrados, su nariz achatada, su boca en una mueca. No lo podía creer. Después, casi como alguien que se lanza a una piscina, cayó en los brazos del Chino Romaña. Lo miré, temblando. Jamás había sentido una sensación parecida. No puedo describirla, no tiene comparación con nada que haya vivido. Después miré el reloj de pared. Eran las doce y veinte del día. Hace exactamente 25 años.
Marina
Cuando llegó a la casa era tan chiquita, que dormía en un cajón de la cómoda. Yo no me cansaba de mirarla, me reía de sus pelos trinchudos, de los ruiditos que hacía. De alguna manera, ella me hablaba. No sé cómo, no sé por qué, nos extendimos los brazos y nos convertimos en un padre y su hija. Yo puedo dar fe de que los lazos del corazón son tan fuertes como los lazos de sangre. O será, tal vez, que Marina - nadie más terca que ella - se obstinó en ocupar el lugar más alto en mis afectos. Recuerdo muy bien cómo se empeñaba en no pisar las rayas de la vereda, cuando caminábamos de la mano y ella no tenía ni siquiera dos años. A veces, yo por apurado, la arrastraba, sin dejarla satisfacer su manía. Ella forcejeaba para soltarse de mí. Cuando lo conseguía, regresaba corriendo al punto de partida y volvía a recorrer el camino, de la manera que ella quería. Eso será, digo. Qué caminos habrá desandado, para encontrarse conmigo. Feliz cumpleaños, hijita de mi alma.

martes, 7 de julio de 2009

Escribir

Todo el mundo sabe que Julio Ramón Ribeyro fumaba como un murciélago cuando escribía y que Hemingway escribía de pie, pero muy pocos que lo hacía con mocasines. William Faulkner - otro con su altar en mi utopía personal - no podía poner ni una coma sobre el papel, si antes no se metía un buen huaracazo de whisky entre pecho y espalda, y el mexicano Alfonso Reyes rabiaba cuando su familia le reprochaba que se pasaba el día sentado, cuando, en realidad, caminaba de un lado a otro, parando sólo para escribir unas líneas, también de pie.
Volviendo a Hemingway, cuando me enteré de que siempre dejaba una idea inconclusa, para tener algo que retomar al día siguiente, intenté copiar el método, pero en ese preciso instante se me acabaron las ideas para el día. Ni qué decir del siguiente, pues. Y es que cada uno es cada uno - caduno, caduno, decía mi hija Vida, cuando era chica - y nadie puede escribir como otro, porque escribir es algo muy personal, a menos que te conformes con la mediocridad de la imitación, pero eso es otra cosa, muy distinta a escribir. Mientras a algunos la inspiración les brota a partir de la angustia, de la pobreza, del dolor, otros prefieren la libertad económica. Para Faulkner esa condición era fundamental. Por eso reconocía que el mejor trabajo de su vida fue el de administrador de un burdel. El ambiente era silencioso, había dinero, mujeres, comida, trago y un techo bajo el que dormía.
Cortázar, el entrañable doble gigante de la literatura, prefería escribir en los cafés. En un café escribió Rayuela. Después, eligió lugares tranquilos: los aviones, la casa de un amigo, los hoteles. Qué distinto a García Márquez, incapaz de escribir en un hotel. Se dice que Baudelaire fumaba opio para escribir. No sé si es verdad o no. Cuando lo leo, daría la impresión de que sí, que escribía stone. ¿Y qué hay de Dickens, otro de mi ídolos queridos? Según leí, se apasionaba tanto con sus personajes, que lloraba y reía mientras escribía. No lo dudo, porque puedes sentir su corazón en cada uno de sus libros.
Hay quienes prefieren el día, hay quienes las noches. Aldous Huxley sólo escribía en las mañanas, lo mismo que T.S. Elliot - todavía recuerdo el pesado trabajo sobre él, en el diplomado del año pasado -, que no resistía más de tres horas, porque se cansaba al toque. Henry Miller, el de los Trópicos, trabajaba, cuando joven, desde la medianoche hasta el amanecer. Después, cuando vivió en París, por las mañanas. Miller escribía a máquina y corregía con lapicero. Hemingway hacía las dos cosas con lápiz y Faulkner nunca corregía. Neruda escribía a máquina, hasta que se rompió un dedo. A partir de ese momento, a mano. Vargas Llosa, trabaja - ha confesado - dos horas, hasta que la mano se le acalambra y pasa a la computadora.
Un caso curioso es del Octavio Paz, que diferencia entre prosa y poesía. Poesía - dijo - se escribe en cualquier sitio. La prosa, en un sitio tranquilo, aunque sea en el baño, pero siempre con un diccionario al lado.
Borges, cuando veía, escribía en un cuaderno. Sus textos están constantemente interrumpidos con dibujos. ¿A quién le extraña que la mayoría sean tigres?
Y ahora, yo. No es que pretenda compararme con los monstruos de arriba, pero, al fin y al cabo también escribo, así que me hago un lugarcito entre ellos. El primer cuento que escribí en mi vida, tal vez a los seis o siete años, me trajo problemas. No recuerdo el tema, pero sí que mi abuelo me llamó la atención, creyendo que lo había copiado de algún sitio. Debe haber tenido algo bueno el cuento, digo yo, para que mi querido abuelo piense que no era mío. Poco después - eso es lo que recuerdo - escribí otro, sobre unas mujeres aladas que servían de base a una mesa de la casa. De alguna manera, el cuento era erótico. Lo sé, porque todavía pueden verse las huellas de mis dientes en los pezones de esas mujeres. La mesa está en casa de mi madre. Y precisamente fue ella la que leyó otro de mis cuentos infantiles. Tenía una clarísima influencia de Agatha Christie. Trataba sobre un hombre que había reunido a un grupo de personas, diciéndoles que iba a matar a todos y que nadie podía salir de la casa. Los personajes se pasaban todo el cuento discutiendo cómo hacer para escaparse, hasta que a uno se le ocurrió sencillamente abrir la puerta y salir. Me parece que no le gustó mucho a mi mamá. Creo que hizo algunos comentarios de compromiso y se olvidó del tema. Después de eso, un vacío en mi memoria, hasta otro cuento, cuando ya estaba en la universidad. Era sobre un hombre que dedicó su vida a incendiar tiendas de electrodomésticos, después de que un embargo provocado por la imposibilidad de pagar las cuotas de una refrigeradora lo llevara a la locura.
Todos esos y los que no recuerdo, los escribí a mano, con buena letra, porque tenía profesora particular de caligrafía Palmer. Después, a máquina, pero ya no cuentos, sino guiones para la televisión. El primero fue Calígula, el Ángel Vengador. Hasta ahora no puedo creer que lo escribiera a máquina. No podría repetirlo. Mi primera computadora fue un generoso regalo de mi hermano Alberto, en un noble intento para que mi vida no siguiera dando tumbos. Todo lo demás ha sido tecleando esa y otras. Ahora no puedo escribir de otra manera.
¿Por qué escribo? No lo sé, exactamente. Escribo de día, de noche, de madrugada, en mi casa, en mi oficina. Prefiero hacerlo cuando estoy contento. Triste, me cuesta un mundo. Escribir, lo dijo Yeats, es un oficio solitario y sedentario. Es una necesidad, una manera de conectarme con la vida, un pretexto para gritar que estoy aquí, que no estoy pintado en la pared. A veces es una angustia, a veces una obligación, un mensaje, una señal.
Y también cumplir una promesa.

martes, 30 de junio de 2009

Las muecas de los monos

Estoy en mi casa comiendo una manzana;
de repente llaman a la puerta.
Me sorprendo, me extraño, me asombro,
me dirijo a la puerta,
abro y miro,
¿y quién está ahí afuera?
¡Yo!
Dietrich Schwanitz, Cultura
Muchas veces, antes que para aprender, para descansar, para despejarme la cabeza, leo. Desde hacía varios días - semanas, más bien - un tomo de la colección Obras Maestras, de Editorial Iberia: Comedias de William Shakespeare, me hace quecos desde el librero que está en mi cuarto. Había leído, no recuerdo dónde, que Shakespeare es el mayor poeta y dramaturgo que ha conocido el mundo, después de Dios, y como nunca lo había leído en serio, después de almuerzo, canjeándola por una siesta, puse Medida por Medida al alcance de mis ojos, para ver si era verdad tanta belleza.
Preocupado por la corrupción en la ciudad, el Duque de Viena reimplanta una severa ley, olvidada durante muchos años. Para hacerla cumplir, elige al ministro Angelo y él desaparece misteriosamente. La primera víctima, Claudio, es condenado a muerte. La novicia Isabel acude a Angelo, suplicando perdón para su hermano, pero lejos de despertar la compasión del ministro, enciende su lujuria. Angelo le propone entonces un intercambio: la libertad del hermano, por el sacrificio de su castidad. Isabel lo manda al diablo, pero Fray Ludovico - que en realidad es el Duque disfrazado - le aconseja que finja aceptar el trueque. La cita se produce, pero el Duque envía a Mariana, la antigua novia de Angelo, vilmente abandonada por interés, en lugar de Isabel. Ignorante de todo esto, el ministro Angelo cree haber logrado lo que quería, pero no cumple su palabra y ordena ejecutar a Claudio. Entonces aparece el Duque, ya sin disfraz, descubre que Claudio no ha sido ejecutado y obliga a Angelo a casarse con Mariana. Todos felices.
Shakespeare es un maestro de la concentración del lenguaje, de los textos que irradian sentido puro. En Medida por Medida podemos leer:
Pero el hombre, el hombre orgulloso,
vestido de un poquito de autoridad,
ignora lo que tiene más seguro,
(su alma de espejo), y como un mono enfurecido,
hace unas muecas tan locas ante el alto cielo,
que los ángeles lloran, cuando nuestras penas
les harían morirse de risa.
Sí, pues, cuando Shakespeare presenta a la autoridad como un traje (vestido de un poquito de autoridad), como un disfraz, convierte al mundo en un teatro y refleja, por medio del lenguaje, a todo el universo: ángeles, monos, hombres, el teatro mismo, la risa y el llanto, el cielo y la tierra, para enseñarnos la arrogancia del que ocupa un cargo, del que abusa del poder.
Naturalmente, para entender esto en toda su dimensión hay que leer la comedia entera, pero solamente con este verso ya se alivia la depresión, se desvanece el mal humor y uno da gracias por estar vivo y no ocupar cargo alguno.
Salvo, claro, mejor parecer.

Una lucha

Hoy, finalmente, parecía que la vida daba tregua, que dejaba de apretar. Pero no sería así. Una llamada de mi hija Kika me despertó, cerca de la una y media. Su voz era un hilo, apenas podía respirar. Después de once años, un ataque severo de asma. Los mismos fantasmas que causaron su estado me tomaron por asalto. Era imposible pensar en otra cosa. Intentando disimular los nervios, la recogí de su casa y la llevé a la clínica Ricardo Palma. Mientras el médico la revisaba, yo caminaba de un lado a otro, controlando mi angustia, hasta que entró a Emergencias un muchacho de unos 25 años, acompañado de su madre. El muchacho - mientras la madre explicaba algo sobre un abuso de la policía, que yo no lograba oír bien - franqueaba todas las puertas que encontraba a su paso, abriendo caños, tomando lapiceros, jugueteando con los estetoscopios y los tensiómetros que había por ahí. Una enfermera le llamó la atención y la firmeza de su tonó gatilló un exagerada reacción de la madre, que la acusó de ser una víbora maldita. La locura - como si me hiciera falta - había entrado a la clínica. Mecánicamente, sin pensarlo, me acerqué al lugar de dónde provenían los gritos de la señora. Aferraba una almohada contra su pecho y miraba a la enfermera con un odio visceral. El hijo, como si estuviera en otro sitio, sin ninguna expresión. Así, sin dejar de insultar, la mujer tomó a su hijo de la mano y ambos desaparecieron. Afortunadamente no tuve tiempo para ponerme peor de como estaba. El médico me llamó para decirme que era indispensable internar a Kika, me dijo que tenía los bronquios muy congestionados y una infección respiratoria. Entre tanto, Kika temblaba - escalofríos, la fiebre le subía y se quejaba de una taquicardia causada por el broncodilatador que le habían aplicado. La tranquilicé y al poco rato la llevaron a su cuarto. Habían pasado dos horas desde que llegamos y ella me decía que me vaya a descansar, pero yo no quería irme hasta que le bajara la temperatura y le pasara la taquicardia. Al cabo de un rato, pude despedirme y me fui. Solo ya, en la calle, por los nervios, por el miedo, por el cansancio, por Cecilia, me puse a llorar. Me lamenté de estar solo, de no poder llamar a nadie a esa hora, de que nadie me esperase en casa, de que Namasté haya regresado al Cusco esa mismísima tarde. Así, me fui resbalando hacia el peligroso camino de la autoconmiseración, un camino que - lo sé perfectamente - no te lleva a ningún buen puerto. Supe, felizmente, detenerme a tiempo, cuando pensé que Kika solamente me tenía a mí. ¿Qué hubiera pasado si yo no hubiera estado en la disposición de ayudarla? Entonces, con mayor claridad que nunca, comprendí que la vida es una lucha. Esa lucha entre Eros y Tánatos, entre las pulsiones del amor y las pulsiones de la muerte. Algunos - y algunas - abandonan esa lucha y prefieren volver a la quietud, que es lo mismo que la tumba. Otros, y otras, claro, pase lo que pase, seguimos en la brega. El convencimiento se transformó entonces en gratitud. Son casi las seis y al escribir también estoy luchando.

jueves, 25 de junio de 2009

Los libros, la televisión

Yo estoy celoso de la primera palabra de esta oración
De una carta a la revista Scientific American.
Los niños ven televisión antes de aprender a leer, pero la cultura sigue vinculada a los libros o, al menos, a la escritura. ¿Por qué las imágenes de la televisión no pueden transmitir cultura? ¿Por qué uno no puede empezar a formarse viendo televisión? ¿Qué tiene de especial la escritura? Dietrich Schwanitz - un catedrático alemán, harto de que sus estudiantes digan que las momias eran los habitantes de Egipto y que las pirámides eran las montañas que separan a Francia de España - nos da un explicación en su libro La Cultura. La cosa es más o menos así, con mi aderezo, naturalmente.
Los textos escritos se estructuran alrededor de temas, en tanto que en la comunicación oral el sentido del discurso depende de la corriente energética que produce su propia dramaturgia. La diferencia de ritmo entre lo escrito y lo oral permite estructurar el sentido, porque la escritura reproduce el orden lógico del pensamiento en la secuencia de los elementos de la oración y, por tanto, lo controla. Además, frente a una oración compleja, hay que esperar que aparezca el predicado:
- Miguel, que como ya sabes, tiene muy buena vista, ayer a las siete de la mañana, cuando pasaba por la Avenida Grau en la 52 B...
- ¿Qué pasó?
- Espera - dice la escritura, y sigue:
- ... en la 52 B, que estaba repleta, lo que a esa hora no es nada raro, aunque esto sólo ocurre los días de semana...
Estás a punto de estrangular a la escritura, pierdes el control de los nervios y gritas:
- ¡¿Qué pasó, imbécil?! ¿Qué hizo Miguel? Dímelo de una vez, te lo suplico.
- Se encontró un sol.
Hasta que nos den la información, tenemos que retener cada uno de los elementos y sólo al final podremos captar el sentido, teniendo en cuenta todas las palabras anteriores. Esto provoca una tensión que debemos aprender a soportar. Para los que no tienen mucha práctica, esta tensión resulta muy desagradable, y precisamente de esto se quejan los maestros de todo el mundo: el nivel de tolerancia de los niños ante la frustración ha ido disminuyendo cada vez más, hasta el punto de que ya no soportan la demora de los procesos de formación de sentido. Los niños no pueden concebir una clase como un proceso de aprendizaje, sino como un entretenimiento.
Como respuesta, los ministerios de Educación han reducido progresivamente el valor de la expresión escrita en la escuela, sin advertir que, a la vez, están reduciendo la función más específica de la escuela frente a la familia. La consecuencia es que solamente siguen adquiriendo el hábito de leer y escribir los niños en cuyas familias estas actividades son corrientes, es decir, los niños de las capas cultas de la burguesía, donde se limita el consumo de la televisión y se procura que sean los libros los que satisfagan fundamentalmente la necesidad infantil de fantasía.
En realidad, los niños sólo deberían ver televisión cuando la lectura haya dejado de ser una actividad penosa y se haya convertido en un placer. De lo contrario, la lectura resultará fastidiosa durante toda su vida. Sólo leerán lo que les manden, y de mala gana.
Así, las políticas de educación y su cómplice, la televisión, están creando dos clases de personas: las que leen con frecuencia, absorben información constantemente y estructuran mejor sus ideas; y las que leen sólo cuando se ven obligadas a hacerlo, no logran concentrarse y cualquier texto que vaya más allá del "bang" y "boing" de los cómics les resulta una auténtica complicación.
Estas personas, como no pueden comprender a los que aman la lectura, terminan desconfiando de ellos. Piensan que el mundo de los libros ha sido creado exclusivamente para mortificarlos y provocarles remordimientos de conciencia. Su déficit de lectura, así como su hostilidad hacia los textos afectan también su estilo de expresión oral y no se explican porqué tienen tan poco reconocimiento de los demás. Como resultado, evitan el más mínimo contacto con el mundo de los lectores y, poco a poco, se van hundiendo en el pantano de un nuevo analfabetismo.
Conozco a muchos que no leen o lo hacen de mala gana, cuando por alguna circunstancia deben hacerlo. Otros alegan no tener tiempo y a no pocos les "encanta la lectura, pero la vista, hermano...". Todos ellos deberían plantearse seriamente superar su aversión a la lectura y ejercitarse empezando por temas que sean de su interés, novelas eróticas incluidas. Deben ejercitarse para mantener en forma su espíritu, lo mismo que si estuvieran corriendo o montando bicicleta. Deben dedicarle diariamente un tiempo determinado, hasta que acaba por convertirse en hábito.
En cuanto a los niños y a los maestros, en eso estamos, trabajando con mucho entusiasmo. Ya les rendiré cuentas a ustedes.

miércoles, 24 de junio de 2009

Un matrimonio nefasto

A mediados del siglo XVI, la ciudad de Ginebra estaba de pleito con sus amos. Tanto el obispo de la ciudad como el Duque de Saboya le ponían freno al desarrollo del comercio - la actividad favorita de los ginebrinos - y les daban como a hijo ajeno con los impuestos. Hartos, pidieron ayuda a los suizos, que acudieron con mucho gusto a dar un mano a sus vecinos y corrieron en un tris a estos dos personajes. De paso, volaron también a los curas y Ginebra adoptó la Reforma. Al poco tiempo, apareció por ahí Juan Calvino, que era francés y abogado (una vez se encontró con un buitre, que le dijo: "qué suerte tienes, tú te los comes vivos"), pero se había hecho conocido como teólogo reformista. Calvino creía en la predestinación: desde la Creación ya estaba escrito quién se salvaría y quién se quemaría en el fuego eterno. Así, de arranque, pareciera que la moral no puede influir sobre el comportamiento, pero, bien mirado, ocurre lo contrario, porque actuar correctamente se interpretaba como señal de ser de los elegidos, así que todo el mundo andaba derechito. Además, la doctrina actuaba como una suerte de sistema inmunológico, porque la preocupación por salvarse convertían al ascetismo -ese conjunto de reglas y prácticas encaminadas a la liberación del espíritu y al logro de la virtud - y a la perseverancia en un evidente signo de formar parte de los elegidos. A más persecución, mayor santidad, pues.
Calvino se dedicó, con gran entusiasmo a colaborar con el reformador Farel a implantar un severo régimen moral, pero el partido libertino (término que tomó el significado de vicioso o desenfrenado por la contrapropaganda de Calvino) saltó hasta el techo y botó a los reformadores de Ginebra. Entonces, regresó el obispo católico y con él, los curas. Volvieron también la corrupción y la arbitrariedad, de manera que los comerciantes dieron marcha atrás, hicieron regresar a Calvino y le entregaron todo el poder.
Calvino implantó una teocracia: la asistencia a misa era obligatoria y la virtud se convirtió en ley. Se prohibió el baile, el juego, el trago, los cortes de pelo llamativos y la ropa indecente. La prostitución, el adulterio, la blasfemia y la idolatría se castigaban con la muerte. Lo que no prohibió Calvino fue el préstamo de dinero, a cambio de intereses. Los pastores se convirtieron en comisarios de la moral y patrullaban la ciudad en busca de pecadores, para tomarles declaración y expulsarlos de Ginebra. Contra lo que podríamos creer, la fama de Ginebra se extendió por toda Europa. Los viajeros quedaban encantados al comprobar que no había robos, ni asesinatos, ni violencia, ni putas. Más bien, contaban a su regreso, lo que reinaba era el cumplimiento del deber, la pureza y el ascetismo por medio del trabajo. Y es que, según Calvino, uno de los mandamientos de Dios era no desaprovechar el tiempo inútilmente, porque chambear como una bestia era síntoma de estar entre los elegidos. Si, de yapa, esa chamba daba dinero, ¿cómo no estar convencido?
El calvinismo calzaba como un guante a los intereses comerciales de Ginebra, al capitalismo en general y a esa búsqueda del éxito económico tan propia de nuestros tiempos.
El calvinismo hizo posible el matrimonio entre la religión y el dinero. ¿Quiénes son sus hijos?

lunes, 22 de junio de 2009

Una eternitud

Gabriel García Márquez inventó, en un almuerzo con periodistas y escritores, el neologismo eternitud. Según dijo para explicarlo, no se puede querer a alguien para toda la eternidad, sino para toda la eternitud, porque este concepto se diferencia de eternidad, en que en este segundo caso no se puede mantener vivo un sentimiento cuando uno ya se ha muerto. Inventar una palabra - un neologismo - no es fácil y hay que tener talento para que pegue, como eternitud, que se acomoda de manera limpia y hermosa a nuestro idioma. Ocurre, sin embargo, que a veces hasta las lenguas muertas admiten neologismos. El Vaticano - único estado del planeta que tiene el latín como lengua oficial - necesitaba tratar en sus documentos religiosos algunos nuevos hallazgos, pecados y problemas de la sociedad. Para eso, ha tenido que incorporar palabras como motocicleta (birota automataria), ovni (res inexplicata volans), playboy (iuvenis voluptuarius), champú (capitalavium), slalom (descensio flexuosa), spot (intercalatum laudativum nuntium), mirón (obscena observandi cupido) y water (cella intima).
Y no es un chiste.

domingo, 21 de junio de 2009

Gracias

"Papá". Nadie se lo había dicho antes. La palabra, lo mismo que un conjuro, tal como una frase de las mil noches y una noche, despertó emociones novísimas, inéditas, que él no pudo, no supo, no quiso controlar. Cada día salía corriendo del trabajo para verla. Cuando había sol, sentía el reflejo dorado de su pelo mucho antes de llegar a casa. Cuando no había sol, lo sentía igual, porque no lo veía con los ojos, sino con el corazón. La sacaba de la cuna, se abrazaban, se besaban, jugaban, se reían con carcajadas que parecían brotar de un manantial, surgir de una cascada. "Papá", escuchaba él y con la carne de gallina inventaba todos los pretextos para que ella repita la palabra. Luego la sacaba a la calle, haciéndola cabalgar sobre sus hombros y así cruzaban la quebrada de Armendáriz, subiendo y bajando de un extremo a otro, de Miraflores a Barranco. Su aventura secreta, eso era. Cómplices los dos, acordaron sin hablar no contarlo a nadie, porque se suponía que estaban haciendo algo peligroso. Ella fue su primera hija, por más que la biología y los papeles dijeran lo contrario. Después, siguió desafiando a lo establecido, marchó a contramano y ganó otras hijas. También tuvo hijas e hijos propios. Descubrió que no existía ninguna diferencia, que el amor por todos era el mismo, pero también que estaba muy lejos de ser el mejor de los padres, que con el amor no basta. Ahora sabe que para ser padre, se tiene que haber sido hijo y él nunca lo fue. Por eso se está construyendo solo. Poco a poco, ladrillo a ladrillo, con un esfuerzo que lo llena de orgullo, así como se llena también de inmensa gratitud cuando es incluido en esa bellísima lista interminable, que mucho más que hablar de él, habla de la nobleza, la poesía y la sensibilidad de la mujer que la escribió.

sábado, 20 de junio de 2009

Hombres libres, libertad.

Ben Vautier es un artista plástico italiano bastante popular, que tiene la manía compulsiva de firmar todo, cualquier cosa, como si fuera arte. Para él, da lo mismo que se trate de una gallina, algo que ocurre en un armario o un zapato. Todo es arte. Me entero, gracias a La Revista de Occidente, que una de sus obras más peculiares consiste en una serie de certificados, garantías de que personas comunes y corrientes han recibido una patada en el culo: "Por la presente se certifica que yo, Benjamin Vautier, le he dado una patada en el trasero al señor X, y que esta patada debe considerarse una obra de arte". Yo no sé que tenía en la cabeza Vautier cuando hizo tal cosa. No sé si se la creía, o si estaba burlándose de los que sin esperar una segunda invitación, se ponían en cuatro para recibir su certificado. Lo que sé es que en Italia y, cómo no, aquí, hay muchos que, usando frases que ni el mismo Cantinflas entendería, corren a declarar que, efectivamente, una patada en el culo es una obra de arte.
Mucha razón tenía Indro Montanelli - tal vez el más grande de los periodistas italianos, autor de una, para mí, entrañable Historia de los Griegos -, cuando escribió lo que se puede perfectamente aplicar también a nuestro país: "En Italia lo que falta no es la libertad; faltan los hombres libres".

miércoles, 17 de junio de 2009

"Sapallaymi kjarin ruakani"

"Solito me hice hombre". Así puede traducirse, libremente, esta frase, que mi abuelo puso como epígrafe de su diario. La escribió así, en quechua, porque nació en Chachapoyas, que es una ciudad serrana y no selvática. Se llamaba Miguel Rubio Lynch. Tenía, pues, tanto de la poética melancolía del hombre andino, como del fuego celta y la rebeldía de los irlandeses. Vino a Lima a los 14 años, siguiendo la encarecida recomendación de una señora amiga de la familia ("cuélgate de la cola del caballo de tu papá, si es necesario, pero vete a Lima") y aquí se quedó. Su intención era estudiar medicina, pero terminó de militar, porque era eso, o regresar a Chachapoyas. He leído, con un nudo en la garganta, cuánto y cómo extrañaba a su familia. A su padre no volvió a verlo más. Seis años después de que lo dejara en Lima, murió. Para entonces, mi abuelo era teniente y estudiaba, además, en la Escuela de Ingenieros, gracias a un permiso que buscó y obtuvo personalmente del presidente Piérola. Cuento esto, porque en su última noche, mi bisabuelo tomó una copita de vino con mi bisabuela. "Brindemos por los ingenieros", dijo, y murió horas después. Y sí, solito, en Lima, Miguel se hizo hombre y si la tristeza no lo abandonó nunca, la rebeldía - una injusticia - lo llevó a dejar el ejército, y el fuego a trabajar como una bestia para casarse, porque se había enamorado y consideraba que no podía ofrecerle a Angélica, mi abuela, lo que él creía indispensable.
Hacerse hombre - o hacerse mujer, es lo mismo -, ¿qué significa eso? Sigmund Freud decía que un adulto debe ser capaz de amar y de trabajar.
Saber si se es capaz o no exige una honestidad a toda prueba.

domingo, 14 de junio de 2009

Más de lo mismo

Nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética.
HONORÉ DE BALZAC, Gillete
Cuenta Kenneth Clark que cuando Auguste Rodin recibió el encargo de esculpir el monumento a Balzac, sólo sabía de él - para efectos del trabajo, se entiende - que era bajo, gordo y que trabajaba siempre en bata. Acostumbrado a trabajar del natural, esto representó un problema para el artista. Balzac había muerto muchos años antes. No había, pues, manera de que pose para la escultura. Sabía también que debía darle un aire de inmensidad, transmitir el poder de su imaginación, esa que dominó toda una época y a la vez la trascendió. Como todos los genios, Rodin encaró la tarea de una manera muy personal. Hizo primero cinco o seis figuras de un hombre gordo desnudo, para encontrar así el sentido de la realidad física de Balzac. Durante meses, el artista contempló las esculturas, hasta que escogió una. Hecha la elección, la cubrió con unos paños eculpidos: la famosa bata. Consiguió con eso darle a la escultura tanto movimiento como monumentalidad. Para muchos, el resultado es la escultura más grandiosa del siglo XIX, e incluso desde Miguel Ángel, según algunos. Pero los contemporáneos de Rodin no la vieron así. Por el contrario, se horrorizaron, se escandalizaron, se rasgaron las vestiduras (en la antigüedad el acto de rasgarse las vestiduras fue una manifestación de sincero dolor. Frente a una gran desgracia ocurrida a un ser querido, sus allegados y servidores se echaban ceniza en el pelo y se desgarraban la ropa. Tanto en los funerales judíos como en los griegos, los deudos hacían público de ese modo su desesperación. La costumbre es mencionada por Homero y se repite varias veces en la Biblia). Las multitudes se apiñaban alrededor de la escultura. Levantaban los puños amenazadores, insultaban a Rodin, lo acusaban de tramposo, de estafador. Todos coincidían en que la postura era imposible, en que debajo de esa bata no podía existir ningún cuerpo. Rodin, sentado cerca, sabía que de un sólo martillazo podría destruir la bata, dejando a la vista el cuerpo. No lo hizo, sin embargo. Sabía también que el verdadero enfurecimiento de la gente estaba en la sensación que provocaba la escultura, la sensación de poder tragárselos a todos, de que sus opiniones le importaban un bledo. Porque Balzac era así y Rodin había captado su espíritu. Con su prodigiosa comprensión de los resortes de la acción humana, se burlaba de los valores convencionales y desafiaba las opinones de moda. Deberíamos contagiarnos de ese espíritu y desafiar también a las fuerzas que amenzan mutilar nuestra humanidad. Hablo de las mentiras, de los tanques y los gases lacrimógenos, pero también de las ideologías, de las encuestas de opinión, de la furia irracional y de muchas cosas más que, desafortunadamente, siguen siendo parte de nuestra vida cotidiana.

sábado, 13 de junio de 2009

Así que eso era...

A diferencia de los otros mamíferos, los seres humanos nacemos desvalidos. Sin los cuidados de nuestros padres - de los adultos - no sobreviviríamos ni media hora sobre la corteza terrestre. Al parecer, el período de gestación debería durar 21 meses, para estar medianamente protegidos por nuestros propios medios. ¿Por qué, entonces, nos adelantamos tanto para nacer? ¿Cuál es el apuro? Básicamente, porque si nos demoramos más tiempo, creceríamos mucho y, sencillamente, no podríamos salir al exterior por el estrecho canal del parto. Este hecho está vinculado al cerebro - "mi segundo órgano favorito", confiesa Woody Allen - y representa a la vez una tremenda ventaja para su desarrollo.
Doce días después de la fecundación, comienza el desarrollo del cerebro y una vertiginosa división de células, que originan hasta cincuenta mil nuevas neuronas por minuto. Cuando nacemos, ya están presentes todas las que vamos a tener durante nuestra vida. Sin embargo, el cerebro crece hasta cuadruplicarse en los primeros cuatro años de vida, alcanzando hasta el 95% de tamaño su tamaño final. ¿Qué es lo que crece, entonces? Son los axones, los - digamos - cables que conectan a las neuronas entre sí. Esa explosión de complejidad es decisiva para el desarrollo del cerebro y tiene que producirse afuera porque, como dije, dentro no hay espacio. Pero sobre todo, porque la única manera de que el cerebro pueda intensificar sus conexiones es mediante la interacción con un entorno complejo, con sus semejantes. De este modo se explica también la prolongada infancia de los humanos, que necesitamos largo tiempo de amigable convivencia con nuestros padres, para que el cerebro - hay excepciones, naturalmente, llamados bestias pardas, tabas, corchos, y otras lindezas - evolucione a plenitud. Si las tensiones sexuales comenzaran temprano y los jóvenes machos alcanzaran rápidamente la madurez y el tamaño suficiente como para enfrentar a los adultos, la cosa se pondría color de hormiga.
Ahora me explico por qué he pasado hoy una tarde tan bonita: estuve con una sietemesina, pues. Como salió antes a la luz, tuvo más tiempo para desarrollar conexiones, para incrementar su sentido del humor, para ser encantadora.

viernes, 12 de junio de 2009

Civilización

Kenneth Clark cierra su libro Civilización reflexionando sobre la vida, de un modo verdaderamente conmovedor. En ningún momento de la historia, dice, los artistas estuvieron tan aislados de la sociedad y del pensamiento oficial, como en su época estuvieron los impresionistas. Su uso del color para enfocar sensualmente el paisaje no tiene conexión alguna con las corrientes intelectuales de la época. En sus mejores años, los que van de 1865 a 1885, los llamaron locos o, en el mejor de los casos, los ignoraron, como si estuvieran, claro, pintados en la pared. Cézanne, tal vez el más grande de todos ellos, se refugió en Aix-en-Provence para poder pintar como quería. Su exilio, su voluntario exilio, fue imitado por muchos otros, pero uno, Auguste Renoir, se quedó en París. Renoir era pobre y no pintaba ni a ricos ni a importantes, pero - de eso no cabe duda - era feliz. Al respecto, Clark nos recuerda que antes de hacer sombrías generalizaciones sobre los años finales del siglo XIX - se refiere a las penalidades de los pobres, al lujo asfixiante de los ricos y todo el rollo que ustedes saben - sería conveniente recordar que dos de los cuadros más bellos de esa época son Les Canotiers y Le bal de le Moulin de la Galette (Los Remeros y Baile en el Molino de la Galette, nada les va a costar verlos en Internet). Ambos son de Renoir y su tema no es ni la conciencia reavivada, ni el materialismo heroico, ni Marx, ni Nietzche, ni Freud. Solamente un grupo de seres humanos - hombres y mujeres - pasando un buen rato.
También conviene saber que los impresionistas no buscaron la popularidad. Más bien se expusieron al ridículo público, aunque al final la alcanzaron de algún modo. Tal vez todos, excepto Vincent van Gogh, que, irónicamente, la quiso con ansias. Van Gogh tenía el corazón dividido entre su vocación de pintor y la de predicador. Sentía, como San Francisco de Asís, la obligación de compartir la pobreza con la gente más olvidada y miserable y si abandonó ese modo de vida no fue por no poder soportar las penalidades del pobre, sino por su invencible y hondísima necesidad de pintar. Y Van Gogh pintó, pintó y pintó, hasta que la intensidad de sus sentimientos lo volviera loco.
La intensidad de los sentimientos, la urgente necesidad de expresarse, la locura. Cuando leo sobre esto, vuelvo a leer, y otra vez leo, empiezo a desasosegarme y entonces dejo el libro. Me voy al malecón, a un tiro de piedra de mi casa, para mirar la bahía, las luces de Chorrillos y su cruz a mi izquierda, las de La Punta a mi derecha. Me lleno de ese paisaje - mi favorito, pronto intentaré pintarlo con palabras - y, junto con Kenneth Clark, empiezo de nuevo a creer que el orden es mejor que el caos y la creación mejor que la destrucción. Creo también que es mejor la moderación que la violencia y el perdón mucho mejor que la revancha, así como que el conocimiento es mil veces preferible a la ignorancia y la solidaridad humana vale más que la ideología. Mágicamente, me reconcilio conmigo mismo. Será, tal vez, que ahí, en el lugar desde donde miro el mar por las noches, algún dios tiene su morada.

martes, 9 de junio de 2009

El corazón es un instrumento de muchas cuerdas (reparación de una torpeza)

A lo largo de las calles de París avanzaban con estruendo los toscos y trágicos carros de la muerte. Seis carretas llevaban el vino del día a la guillotina... Seis carretas rodaban a lo largo de las calles. Vuélvelas a lo que eran antes, Tiempo, tú que eres un poderoso mago, y se verán las carrozas de monarcas absolutos, los equipajes de nobles feudales, los vestidos de rutilantes jezabeles, las iglesias que no son la casa de mi padre, sino guaridas de ladrones, las chozas de millones de hambrientos campesinos.
CHARLES DICKENS, Historia de Dos Ciudades.
Charles Dickens murió un día como hoy, 9 de junio, en 1870. "El corazón humano es un instrumento de muchas cuerdas - escribió - y el perfecto conocedor de los hombres sabe hacer vibrar todas, como un buen músico". Dickens, qué duda cabe, supo hacer vibrar las mías y más que eso, me ayudó en momentos muy difíciles, cuando el ángel de la desesperación me había visitado y no se iba, cuando los gatos que viven en mi azotea se desaforaron y trajinaban día y noche, sin descanso. Ahí, justo ahí, apareció primero su Historia de Dos Ciudades, luego David Copperfield, Grandes Esperanzas, La Tienda de Antigüedades, y otros de sus libros, para iluminarme - rescatarme - con sus acontecimientos increíbles, sus extraordinarias coincidencias y sus entrañables personajes -Nicholas Nickleby, Pip, Wilkins Micauber, el doctor Manette y su hija Lucía, Charles Darnay, y hasta Ebenezer Scrooge, de su célebre Canción de Navidad - pero, sobre todo, con su empatía por los hombres y mujeres comunes y corrientes, los ciudadanos de a pie, y su inquebrantable fe en que, al final, el bien siempre gana, aunque para eso haya que recurrir a formas inesperadas, inverosímiles.
Charles Dickens escribió sobre y para los humillados, los abandonados y les - ¿nos? - dio una salida mucho más que digna, a través de su copiosa y a la vez tierna imaginación. No podía ser de otra manera, porque él mismo tuvo que trabajar como un esclavo desde los doce años, cuando encarcelaron por deudas a su padre, y supo sacudirse de ese karma, para destacar la vida de los pobres olvidados, como también utilizar su poderosa ficción contra injusticias y desigualdades, convirtiéndose al final de su vida en un ídolo literario de la humanidad entera.
En su epitafio se lee que "fue un simpatizante del pobre, del miserable, y del oprimido; y con su muerte, el mundo ha perdido a uno de los más grandes escritores ingleses". Yo recomiendo a cualquiera que se haya sentido en algún momento tomado por la angustia, que lea a Dickens y se acoja a su cálido embrujo.
Me lo vas a agradecer.

lunes, 8 de junio de 2009

Tres mujeres de Borges

Es el amor. Tendré que ocultarme o huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única...
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo...
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz,
la esperanza y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles...
El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo.
JORGE LUIS BORGES: "El Amenazado", El oro de los tigres.
Durante las seis últimas horas de su vida, Jorge Luis Borges repasó la literatura universal - la gran pasión de su vida - con Jean Pierre Bernés, su traductor al francés. Después, recitó el padrenuestro en sajón antiguo, a continuación en inglés, luego en francés y finalmente lo pronunció en español tres veces, antes de caer en un coma del que no se despertaría más. Sin embargo, mucho se ha especulado sobre otro tipo de pasiones, sobre las mujeres de su vida. Meses antes de su muerte, en Ginebra, el mismo Bernés le había preguntado: "¿Quién es Borges? ¿Cervantes, el Quijote o Alonso Quijano?". Borges respondió inmediatamente: "Los tres". Me pregunto ahora: ¿y sus Dulcineas, quiénes fueron? Para responder, viene en mi ayuda Mario Paoletti, a través de un interesante artículo de la Revista de Occidente.
De acuerdo a Paoletti, Borges amó a muchas mujeres, a las que consideraba únicas, a las que veía "igual que como Dios nos ve". Sin embargo, casi ninguna de ellas lo amó, a pesar de lo que les ofreció:

Te ofrezco pobres calles, desesperados crepúsculos, la luna de los desarrapados suburbios.
Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria. Te ofrezco lo que pueda haber en mis libros, lo que pueda haber de hombría y humor en mi vida.
Te ofrezco la entraña de mi ser, que de algún modo he preservado.
Te ofrezco explicaciones de ti misma.
Te puedo dar mi corazón, mis tinieblas, el hambre de mi soledad.

Sí, pues, muchas mujeres le dolieron en todo el cuerpo a Borges, pero, ¿tuvo novias? Paoletti nos dice que sí, que tuvo tres. Esas tres mujeres fueron Concepción Guerrero, Cecilia Ingenieros y Estela Canto.
Borges tenía veintidós años. Concepción - Conchita - dieciséis, ojos negros y una larga trenza, negra, también. "Cuando yo la abrazo, ella se estremece", le cuenta Borges a un amigo íntimo. Viaja a Europa y se queda casi un año ("trescientos días como trescientas paredes"). A su regreso, Conchita se ha cortado la trenza. Las relaciones se enfrían. Rompen y no vuelven a verse.
Cecilia y Jorge Luis se conocieron en una reunión. Ella vivía cerca de su casa, era hija del filósofo José Ingenieros y, lo mismo que a él, le gustaba caminar. Entre 1941 y 1943, hacen largos paseos, se conocen, planean viajar a Europa y casarse allí. Que el propio Borges cuente el resto:

"Yo estaba perdidamente enamorado de ella. Nos casaríamos en Europa, esa era la idea. Pero un día nos encontramos en una confitería del centro y Cecilia me dijo:
- Dentro de dos semanas me voy a Europa.
- Nos vamos, querrás decir - la corregí yo.
- No, me voy sola. He decidido no casarme contigo.

Ahí se acabó el noviazgo. Cecilia, que era bailarina, no se fue a Europa. Se fue a Estados Unidos, estudió con Martha Graham - la Picasso de la danza moderna -, luego dejó el baile, se casó y se dedicó a la egiptología. Se dice que Borges escribió Emma Zunz para complacerla.
Con Estela Canto, Borges tuvo su noviazgo más largo. Se enamoraron en 1945. Ella era morena, esbelta, de ojos negros, de clase baja y de izquierda. Recitaba de memoria a George Bernard Shaw, uno de los santos del altar de Borges. Él le propuso matrimonio y ella le exigió probar antes su compatibilidad sexual. No resultó y se separaron. Estela se casó y se divorció tres años después. En 1955, intentó reconquistarlo, sin ningún éxito. Tal vez por eso, Estela comienza a beber fuerte. Durante los años 80 empiezan a verse nuevamente, a menudo. En una de esas citas ocurre un hecho trágico: Estela, con graves problemas económicos, le pide permiso para vender el manuscrito de El Aleph, que él le había regalado y dedicado. Le comenta, además, que su esposo le había recomendado que espere a la muerte del escritor, "porque entonces esos papeles valdrían diez veces más". Borges la escucha en silencio y después replica: "Si yo fuese un caballero, en este momento iría al toilette y se oiría un disparo". Finalmente, Estela vendió el manuscrito a una famosa casa londinense de remates, por 25, 760 dólares.
Joaquín Sabina tiene razón. A veces gana el que pierde a una mujer.