martes, 30 de junio de 2009

Una lucha

Hoy, finalmente, parecía que la vida daba tregua, que dejaba de apretar. Pero no sería así. Una llamada de mi hija Kika me despertó, cerca de la una y media. Su voz era un hilo, apenas podía respirar. Después de once años, un ataque severo de asma. Los mismos fantasmas que causaron su estado me tomaron por asalto. Era imposible pensar en otra cosa. Intentando disimular los nervios, la recogí de su casa y la llevé a la clínica Ricardo Palma. Mientras el médico la revisaba, yo caminaba de un lado a otro, controlando mi angustia, hasta que entró a Emergencias un muchacho de unos 25 años, acompañado de su madre. El muchacho - mientras la madre explicaba algo sobre un abuso de la policía, que yo no lograba oír bien - franqueaba todas las puertas que encontraba a su paso, abriendo caños, tomando lapiceros, jugueteando con los estetoscopios y los tensiómetros que había por ahí. Una enfermera le llamó la atención y la firmeza de su tonó gatilló un exagerada reacción de la madre, que la acusó de ser una víbora maldita. La locura - como si me hiciera falta - había entrado a la clínica. Mecánicamente, sin pensarlo, me acerqué al lugar de dónde provenían los gritos de la señora. Aferraba una almohada contra su pecho y miraba a la enfermera con un odio visceral. El hijo, como si estuviera en otro sitio, sin ninguna expresión. Así, sin dejar de insultar, la mujer tomó a su hijo de la mano y ambos desaparecieron. Afortunadamente no tuve tiempo para ponerme peor de como estaba. El médico me llamó para decirme que era indispensable internar a Kika, me dijo que tenía los bronquios muy congestionados y una infección respiratoria. Entre tanto, Kika temblaba - escalofríos, la fiebre le subía y se quejaba de una taquicardia causada por el broncodilatador que le habían aplicado. La tranquilicé y al poco rato la llevaron a su cuarto. Habían pasado dos horas desde que llegamos y ella me decía que me vaya a descansar, pero yo no quería irme hasta que le bajara la temperatura y le pasara la taquicardia. Al cabo de un rato, pude despedirme y me fui. Solo ya, en la calle, por los nervios, por el miedo, por el cansancio, por Cecilia, me puse a llorar. Me lamenté de estar solo, de no poder llamar a nadie a esa hora, de que nadie me esperase en casa, de que Namasté haya regresado al Cusco esa mismísima tarde. Así, me fui resbalando hacia el peligroso camino de la autoconmiseración, un camino que - lo sé perfectamente - no te lleva a ningún buen puerto. Supe, felizmente, detenerme a tiempo, cuando pensé que Kika solamente me tenía a mí. ¿Qué hubiera pasado si yo no hubiera estado en la disposición de ayudarla? Entonces, con mayor claridad que nunca, comprendí que la vida es una lucha. Esa lucha entre Eros y Tánatos, entre las pulsiones del amor y las pulsiones de la muerte. Algunos - y algunas - abandonan esa lucha y prefieren volver a la quietud, que es lo mismo que la tumba. Otros, y otras, claro, pase lo que pase, seguimos en la brega. El convencimiento se transformó entonces en gratitud. Son casi las seis y al escribir también estoy luchando.

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