sábado, 8 de agosto de 2009

miércoles, 5 de agosto de 2009

Hiroshima

El 6 de agosto de 1945, a las ocho y quince de la mañana, hora de Japón, una bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima. Cien mil civiles - hombres, mujeres, niños - murieron. La ciudad quedó destruida. John Hersey, un periodista noteamericano, narra en su libro Hiroshima lo que pasó ese día, concentrándose en seis hibakushas. Es conveniente saber que para los japoneses, utilizar el término sobrevivientes, es decir resaltar el hecho de estar vivo, podía sugerir una ofensa a los sagrados muertos del holocausto nuclear, motivo por el que preferían utilizar la palabra hibakusha, que literalmente significa "persona afectada por la explosión".
A través de los testimonios de la señora Hatsuyo Nakamura, que al momento de la explosión estaba mirando por la ventana de su cocina a un vecino; del sacerdote alemán Wilhem Kleinsorge, quien leía la revista jesuita Stimen der Zeit (Voces del Tiempo); del doctor Terufumi Sasaki, que caminaba por el corredor de un hospital, llevando una muestra de sangre; del pastor de la Iglesia Metodista Kiyoshi Tamamoto, que descargaba una carretilla frente a la casa de un hombre rico; y del doctor Masakazu Fujii, que cruzaba las piernas, listo para dar la primera ojeada a su periódico, Hersey nos entrega un retrato sobrio y sin embargo tremendamente conmovedor de la tragedia.
Publicada en la revista The New Yorker un año después del suceso, la crónica nos muestra todo el horror imaginable (La señora Nakamura estaba de pie, mirando a su vecino, cuando todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto. No se dio cuenta de lo ocurrido a su vecino, los reflejos de madre le dirigieron hacia sus hijos. Había dado un paso - la casa estaba a 1,234 metros del centro de la explosión - cuando algo la levantó y la envió en volandas al cuarto vecino, sobre la plataforma de dormir, seguida de partes de su casa. Trozos de madera le llovieron encima cuando cayó al piso, y una lluvia de tejas la aporreó; todo se volvió oscuro, porque había quedado sepultada. Los escombros no la enterraron profundamente. Se levantó y logró liberarse. Escuchó a un niño que gritaba: "¡Mamá, ayúdame!", y vio a Myeko, la menor - tenía cinco años - enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse.) y aún el inimaginable (Regresando con el agua se perdió en un desvío alrededor de un tronco caído, y al buscar el camino entre los árboles escuchó una voz que venía desde los arbustos y le preguntaba: "¿Tiene algo de beber?". El padre Kleinsorge vio un uniforme. Pensando que se trataba de solamente un soldado, se acercó con el agua. Cuando entró en los arbustos se dio cuenta de que había unos veinte hombres, todos en el mismo estado de pesadilla: sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas, y el fluido de sus ojos derretidos resbalando por sus mejillas. Debieron estar mirando hacia arriba cuando estalló la bomba, tal vez fueran personal antiaéreo.)
Difícil, muy difícil concebir peor barbarie. Uno se pregunta cómo individuos de la misma especie capaz de pintar Almuerzo sobre la hierba o de escribir Guerra y Paz pueden cometer atrocidades así. Pareciera, pues que la civilización es sólo un barniz, y que debajo se encuentra el salvaje agazapado, listo para perpetrar una matanza que nos avergüenza a todos de nuestra condición. No obstante, la crónica de Hersey es esperanzadora y quizá en esto se encuentre su mayor valor.