domingo, 31 de mayo de 2009

María

Fools rush in, where angels fear to tread

Alexander Pope, cantado por Frank Sinatra


Se llamaba María. La vi entre la gente que caminaba apurada por San Francisco y adiviné que se dirigía exactamente adonde yo estaba parado. Me ofreció un paseo en el bus parrandero, para conocer la noche arequipeña y me alcanzó una tarjeta. La tomé sin verla, porque estaba mirando el chuzo que tenía en la cara. Era una cicatriz de línea muy fina, que le cruzaba el pómulo izquierdo. Se turbó, avergonzada. Me disculpé y me puse muy tonto, diciéndole que a mí, no me molestaba.

- A mí sí - me dijo. - Yo soy mujer.

Para cambiar rápidamente de tema, le expliqué que no estaba para buses ni para parrandas, que estaba cansado, que quería almorzar e irme a mi hotel.

- Yo termino a las siete, si quieres salimos a dar una vuelta y te cuento cómo - dejó la frase inconclusa, tocándose la mejilla.
- Nos encontramos aquí -contesté.

Se despidió dándome un ligero beso en la boca. Yo me fui, pensando que podría tener una buena historia entre manos, pero me estaba engañando. La verdad es que me atraen las locas y aquí había una Angie Jibaja en potencia, tal vez un escándalo y, con suerte, un par de balazos. Quién sabe lo que pueda pasar, me decía mi instinto. Mi imán para chifladas volvió a funcionar. Como canta Sinatra, tonto yo, me aviento en palomita ahí donde ni siquiera los ángeles se atreven a pisar.
A las siete, nos encontramos. Se había maquillado. Me hizo sentir importante. De arranque me contó que se había escapado de una comunidad terapéutica, que por el momento regresar no estaba en sus planes.

- ¿Pasta? - le pregunté.
- Ajá, PBC - confirmó -, estuve plantada tres años, pero en febrero recaí. Así pasa, pues.

Pensé que no había almorzado y la invité a comer un kebab. Mientras esperábamos el sánguche turco, me contó la historia del chuzo.

- Yo era campana de un cordelero - me dijo. - Él se trepaba a los techos y me aventaba la ropa. Después la vendíamos, o la cambiábamos por ketes, y fumábamos hasta el día siguiente. Una noche me entró la angustia y me fui con la ropa. Cuando estaba merqueándola, apareció esa mierda y ahí nomás me cortó - terminó muy tranquila, como si estuviera contándome como se contagió un resfriado.

- ¿Has parado mucho con choros? - le pregunté.

María sonrió, en lugar de decirme cojudo. Llegó el mozo y ella le agradeció de tal manera que - a juzgar por su cara - lo hizo sentirse el duque de Windsor. Si me conmovió su dignidad para no tragarse el kebab de un sólo mordisco, casi me hizo llorar cuando me contó que desde hacía meses moría por probar uno de esos. Le ofrecí otro, pero se negó. Quiso, a cambio, un café turco. Tenía mucha curiosidad por saber cómo era. Con el café, más reverencias al mozo, que flotaba en las nubes. Mientras lo saboreaba, con genuino placer, me contó muchas cosas y me regaló unos poemas y fábulas impresos con desaliño en papeles de varios colores.
- Son míos - admitió, disimulando su orgullo -. Folleteando, pues, así me gano la vida.
Más que lo que decía, yo prestaba atención a cómo lo decía. Se notaba que había tenido familia, que había aprendido a comer con tenedor y cuchillo, que algo había leído, pero también que la calle había dejado su impronta. Saliendo, me pidió un chocolate. Compré uno en La Ibérica, que le duró veinte cuadras. Cuando terminó de comerlo, arrugó la envoltura, hizo una bola y lo arrojó a la vereda. Le llamé la atención.

- Sólo fue una travesura - me respondió, sin mirarme a los ojos, muy irritada. Recogió la envoltura y la depositó en un tacho cercano. - ¿Todo el mundo tiene que decirme lo que tengo que hacer?

Me sentí mal. Había actuado como si fuera el comisario del pueblo y había tocado quién sabe qué fibras dormidas. Me disculpé, pero no me hizo caso. Caminamos callados un trecho, hasta que, volteando una esquina, nos salió al paso un chico como de ocho o nueve años, llorando, con una caja de chicles en la mano. Se quejaba amargamente de que no había vendido nada, de que no podía llegar a su casa con las manos vacías, porque su mamá lo iba a botar. Me convertí - cuando no - en un flan, en una gelatina. Me comí el cuento enterito y me dispuse a comprarle toda la caja de chicles. María se interpuso entre el niño y el tonto, es decir yo.
- ¿Para quién es la plata? - le preguntó.
- Para la Virgen de Chapi - respondió el chico.
- ¿Ah sí? Dile a tu mamá que a la Virgen no le gusta que la utilicen para engañar a la gente. No te vamos a comprar nada. Arranca, nomás - le ordenó.
El niño dejó de llorar y siguió su camino. María y yo seguimos el nuestro, todavía en silencio. Al rato, se detuvo.
- Tengo un hijo con SIDA - me espetó. - Tiene que trabajar para comprar sus remedios.
- ¿Es gay? - volví a inscribirme en el registro de estúpidos.
- No sé. Sólo puedo decirte que Dios nos entregó a su hijo para borrar nuestros pecados. ¿Con qué derecho podría quejarme?
Yo, mudo como un pez. ¿Qué podía decirle? Seguimos caminando por la calle Álvarez Thomas. Ella, con la lengua muy suelta, pasó a hablar de otras cosas que me hicieron reír.
No me dejó salir solo del hotel. Insistió en acompañarme hasta la puerta, y se despidió como dueña de casa. Tampoco quiso aceptarme ni medio. Nos despedimos con las promesas de siempre. A diferencia de Joaquín Sabina, María no me robó el reloj, la cartera, ni tampoco el corazón. Me dejó, eso sí, una sensación de vacío. Estoy seguro de que nunca volveremos a vernos. No sé si seguirá folleteando, si regresará a la comunidad terapéutica o si, finalmente, terminará por huir de sí misma.

martes, 26 de mayo de 2009

Notre Dame en Pampa Blanca




Mick Jagger le pregunta a Angie cuándo desaparecerán las nubes, hasta dónde llegarán sin amor en sus almas y sin un centavo en los bolsillos. Ni el Chino Antenor ni yo decimos nada, como tampoco los bosques de sauces que se arriman a las faldas de los cerros, ni el potrillo que pasa junto a nosotros con trote altivo y distinguido, siguiéndole el paso a un tractor al que está amarrado. En la camioneta, cantan los Stones, interrumpidos de vez en cuando por Antenor, para señalarme un arado de disco, otro de vertedera, un perro de color extraño que se rasca al borde la carretera como si fuera lo último que hará en su vida, o a una gallina pinta que cacarea en su jaula, sobre lo más alto de un camión. Estamos en Chucarapi, un antiguo ingenio azucarero, donde la caña va cediendo cada vez más paso - el mercado, la agroexportación, ya saben - a los sembríos de alcachofas. En el pueblo, dejando atrás los campos de cultivo, una plazuela con pileta, donde un niño calato, de yeso, hace brotar agua de una botija, sin que le importe un pito exponerse al sol sin protector, lejos de los molles y los eucaliptos que me dan sombra a mí, pero ninguna a él. Después de un rato silencioso - cada uno con sus cosas - Antenor me anuncia una sorpresa. Regresamos a la camioneta y, al cabo de un rodeo, avanzado y retrocediendo por las pistas interrumpidas con autos y camiones que, a diferencia de nosotros, respetan la hora de la siesta, llegamos a Pampa Blanca. Ahí, una suerte de capilla, una iglesia pequeñita. Cómo no va a ser, si - cáiganse de espaldas - pretende ser una réplica en miniatura de Notre Dame, Nuestra Señora de París. Su constructor, un hacendado de apellido Lira, no olvidó ni los capiteles, ni las gárgolas, ni los frisos, ni tampoco las quimeras. Dentro, ocho columnas sostienen la nave, dándole esplendor a una hermosa imagen de la Virgen. A sus flancos, el baptisterio, la sacristía, y prácticamente nada más.
Hasta este momento - ya han pasado varias horas - conservo la sensación de gratitud por ese hermoso descubrimiento. No se me ocurre otra cosa que tratar de compartirlo y decir que, quizá, no sea suerte, sino terquedad por estar siempre con los ojos abiertos, por no rendirme nunca y, bueno, también por escoger seguir vivo.

lunes, 25 de mayo de 2009

El diablo, Papa Noel y Arequipa

La luna es un hilo curvado, un finísimo anzuelo de plata, colgado sobre el rojo encendido de la tarde que se despide para ir a jatear. El Misti, con nieve esta vez, me mira desde lo alto y entre el aeropuerto y la ciudad cae la noche. En la habitación del hotel, la iluminación de la catedral se mete por la ventana, recordándome que esta vez tengo que ver al demonio. Y compruebo que no es una broma. En el magnífico púlpito de encina, al lado derecho del altar mayor, está Lucifer. Es una serpiente enroscada a la columna que sostiene ese púlpito, mirando hacia arriba y apoyando su brazo sobre la frente cornuda, como protegiéndose de la luz multicolor que penetra por los vitrales. Tiene alas, parece un vampiro con rostro muy duro y ojos siniestros. Una viejita me cuenta que no hay otra iglesia en el mundo donde esté representado Satán. Yo le creo, no me parece imposible.
Saliendo, voy por San Francisco, atravieso el Fundo de Fierro y llego a la calle Ayacucho, donde está la venta de libros usados (¿leídos?). El señor Paulo Coelho es es el rey, omnipresente en todos los estantes, en todas las librerías. En su corte, Isabel Allende, Bryce Echenique, y el novelista. De pajes, los numerosos manuales de Excel y de Word. Yo, claro, busco otra cosa, pero no sé muy bien qué. Miro, rebusco, desordeno, husmeo, revuelvo. Me siento bien entre libros. Los conozco y creo que ellos a mí. Encuentro una ruma de selecciones antiguas. El año pasado, en esta misma tienda compré un ejemplar de Selecciones de marzo de 1953, el mes y el año en que nací. Me apenó no encontrar otro, fechado diez años después. Mis manos siguen sacando, apilando y, de paso, poniendo nervioso al propietario, que me mira irritado. Finalmente, doy con Gomorra, de Roberto Saviano, que desde hacía unos meses me coqueteaba desde los estantes de Íbero, en Larcomar, y que nunca había podido comprar. Recordé que Mario Vargas Llosa describió al libro, en El País, como un extraordinario reportaje sobre las mafias que operan en Nápoles y en toda la Campania, que se lee con tanta fascinación, como espanto e incredulidad. Sabía, además, que la camorra - la mafia napolitana - ha condenado a muerte a Saviano, obligándolo a vivir oculto, lo mismo que a Salman Rushdie los fundamentalistas del Islam. Ahora puedo comprarlo, porque la editorial Sir Francis Drake, con su logo de calavera cruzada de tibias lo ha puesto a mi disposición. Salgo contento, si no con mi pan, con mi libro bajo el brazo y me voy a comer. Paso junto a un restaurante de comida turca y me da por entrar - un guiño, Pamuk, Estambul -, pero advierto que no estoy para nostalgias y me decido por una tortilla de verduras con arroz blanco, en un chifa de la cuadra siguiente. Al terminar, muero por un puro. Fatigo las calles y nada. Me rindo y emprendo el regreso al hotel. Sin embargo, Arequipa es generosa conmigo y me tiene reservado un regalo: en una esquina, encuentro a un guachimán, conversando alegremente con Papa Noel. ¿Con Papa Noel? Sí, señor, Papa Noel con el disfraz completo, como si estuviéramos en diciembre y el chambeando, sólo que sin barba. Lo miro, él me mira un segundo y sigue su charla con el vigilante. Algo turbado, me voy. Mañana voy a regresar al mismo lugar para ver si vuelvo a encontrarlo.
Voy a tardar en dormir. Es que esas cosas sólo me pasan a mí.

domingo, 24 de mayo de 2009

La ortografía, ¿un mandarín?

En nuestro idioma son necesarios los signos de apertura de exclamación o de interrogación en las frases de esa naturaleza. ¡Qué bacán! ¡No me la pierdo!, por ejemplo.
En otras lenguas, no son necesarios los signos de apertura. El inglés o el francés, por citar a los que tenemos más cerca, tienen recursos sintácticos y morfológicos especiales que señalan a tiempo la cadencia musical de la construcción interrogativa o exclamativa. El lector, pues, está avisado con tiempo. Sin embargo, cada vez con más frecuencia, constato que poca bola se le está dando a los signos de apertura: Qué bacán! No me la pierdo! Noto también la sobreabundancia de los signos de cierre: Qué bacán!! No me la pierdo!! Y hasta he visto un Feliz cumpleaños!!!! Pareciera que a mayor cantidad de palitos con su puntito abajo, mayor entusiasmo, mayor felicidad. ¿Cuál será el límite?
He discutido sobre estos temas con algunos profesores con los que me reuno para tratar de mejorar la calidad de la enseñanza de lenguaje en algunas escuelas de Chorrillos. Unos concluyen en que la razón se encuentra en cierto servilismo hacia el idioma inglés. (En San Genaro, donde está el colegio que nos acoge, permítanme la digresión, no falta los Restaurante's, ni los Gym's).
Otros opinan que esto se debe al vertiginoso ritmo de vida moderno, que nos apura, que nos hace sentir su aliento en la nuca, obligándonos a suprimir signos, letras, sílabas y palabras, porque nadie tiene tiempo para escribir correctamente. Total, dicen, la cosa es que nos entiendan, trayéndome a la memoria uno de los lemas de mayo del 68, en París: "La ortografía es un mandarín".
Y no sé qué decirles. Creo que tienen razón, pero también que no la tienen. Entonces leo, rebusco aquí y allá, y - a riesgo de parecer pretencioso - diría que investigo, y encuentro una declaración de Gabriel García Márquez, en la que pide que simplifiquemos la gramática, antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. "Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites ente la ge y la jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima, ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué con nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?".
Su discurso está construido con una gracia insuperable y en sus alegatos se mezclan la picardía y la elegancia. No cabe duda, además, acerca de las buenas intenciones del Premio Nobel colombiano. No obstante, algunos han hecho notar que si cambiamos las normas ortográficas, nuestros hijos nunca encontrarán familiares los millones de libros que se han publicado hasta ahora en nuestro idioma y por tanto, no podrán disfrutarlos. ¿Tendremos que quemarlos?, se pregunta un lingüista.
Para muestra, un botón. Así quedaría el comienzo de Cien Años de Soledad, de acuerdo a los criterios de su propio autor:
"Muchos años despues, frente al peloton de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendia abia de recordar aquella tarde remota en que su padre lo yebo a conocer el yelo. Macondo era entonces una aldea de beinte casas de barro y cañabraba construidas a la orilla de un rio de aguas diafanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes, como güebos prehistoricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecian de nombre, y para mencionarlas abia de señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de jitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuebos imbentos. Primero llebaron el iman. Un jitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrion, que se presento con el nombre de Melquiades, izo una truculenta demostracion publica de lo que el mismo llamaba la octaba marabilla de los sabios alquimistas de Macedonia".
García Márquez no quería esto, cuando dijo lo que dijo. Puedo poner mi mano al fuego, como también ya puedo el martes, responder a mis profesores, graduados con esfuerzo, mal pagados y, como si esto fuera poco, formados - no por culpa de ellos - con deficiencias alarmantes.
Nuestra lengua no es una máquina con piezas desmontables. No podemos sacar una palabra aquí, eliminar un signo allá, alegremente, porque estaríamos retirando ladrillos a una construcción milenaria en la que cada cosa tiene su por qué. Al hablar, al escribir, comunicamos ideas, expresamos sentimientos, reflejamos un espíritu común. Hacerlo correctamente es mucho más que una obligación. Es un acto solidario.

viernes, 22 de mayo de 2009

Darío

Si vamos a creerle a Erich Fromm, el amor del padre a su hijo es completamente distinto al de la madre. Ella es el hogar, es la naturaleza. El padre es el pensamiento, representa las cosas hechas por el hombre, el orden y la ley, pero también los viajes, la aventura. Frente a Darío, me resulta muy difícil identificarme con estos arquetipos. Quiero ser su suelo y a la vez su océano, iluminarle el camino, ser su sólida columna. Quiero acompañarlo en la interminable tarea de dominar a esos impetuosos caballos - así imaginaban los griegos a nuestras pulsiones más profundas - que tratan de llevarnos al abismo. Quiero llorar con él cuando eso toque, sin fingir que somos rudos, y, mucho más, reír, reír con él todos los días. Quiero estar con él, pero también dejarlo sólo. Quiero abrazarlo sin que se incomode, boxear con él, jugar juntos un partido, gritar un gol suyo, regresar caminando del estadio, escuchar a los Beatles toda la noche. Quiero volver a llevarlo al Parque de las Leyendas, hacerle otra vez el nudo de la corbata para su primer tono de quince, ver una y otra vez El Padrino, pasar más vacaciones en la playa. Quiero protegerlo, pero también que me proteja. Admirarlo, como él a veces me ha admirado.

Tercera Guerra Mundial

Con desenfadada ironía, Umberto Eco nos cuenta, en L'espresso, un mal sueño, una pesadilla en la que se anuncia lo que de ningún modo se desea. Eco sueña que se ha desencadenado la tercera guerra mundial. No una guerrita - dice - como la segunda, en la que sólo murieron cincuenta millones de personas, sino una de verdad, como la tecnología nos permite hacer en estos tiempos: enormes zonas devastadas por las radiaciones, al menos la mitad de la población mundial desaparecida, hambre, epidemias. En dos platos, algo bien hecho, realizado por generales competentes y responsables, a la altura de la época.
Naturalmente - Eco reconoce su egoísmo -, en su sueño se salvan su familia, sus amigos. Viven en una zona del planeta donde la situación no es tan infausta, pero, claro, no hay televisión, no hay teléfonos y mucho menos Internet. Alguna comunicación se hace con viejas radios y se consigue algunas horas de luz, gracias a paneles solares reparados a la buena de Dios. Con esa escasa iluminación, en su sueño, Eco leerá viejos cuentos de hadas a sus nietos - recordemos que no hay televisión -o les explicará cómo era el mundo antes de la guerra. A cierta hora del día - continúa - se reunirán junto a la radio para escuchar novedades de otras zonas y se enterarán de que la tía tiene ciática, pero sigue bien, a través del retorno a las palomas mensajeras.
Refugiados en el campo, es posible que la aldea haya mantenido en pie una escuela. En ese caso, Eco enseñaría gramática e historia. Geografía no, para qué, si ya nada es como antes. Tal vez quede todavía el patio de la parroquia para jugar fútbol con una pelota de trapo, y quién sabe si no se recupera un antiguo fulbito de mano del sótano de la iglesia. Es posible, también, que el cura haya mandado al carpintero que fabrique una mesa de ping-pong, que resultará, para los jóvenes, mucho más apasionante y creativo que los videojuegos del pasado.
Se comerá mucha verdura - el sueño es largo - y, en vista de su vocación multiplicadora, no faltarán los conejos. Los domingos, puede ser, un pollo.
Tampoco faltará el viejo médico del pueblo - sin ecografías ni cámaras hiperbáricas -, como tampoco los paseos, todos vestidos al calor de grandes chaquetones pasados de moda. Florecerán sobre las colinas los molinos de viento, que también serán útiles para que los ancianos expliquen la historia de Don Quijote y los niños descubran que es extraordinariamente hermosa. Y los jóvenes desmotivados - me he reído mucho acá - se consolarán aspirando vapores de manzanilla, diciendo que están estonazos. Finalmente, como consecuencia, surgirá de nuevo la lectura, porque los libros sobreviven a casi todos los desastres.
Preocupado por la posibilidad de que su sueño pueda ser premonitorio, Eco ha visitado a un amigo suyo, que practica la adivinación. El amigo le ha dicho que su pesadilla anuncia algo espantoso, pero que el horror podría evitarse conteniendo nuestro consumo, evitando la violencia sin implicarnos demasiado en la de otros, y paladeando de vez en cuando antiguos ritos y costumbres pasados hoy de moda, porque, al fin y al cabo, hoy también se puede apagar el televisor y la computadora, y, en lugar de de tomar un vuelo a no sé que exótico lugar, se pueden contar cosas junto al fuego.
Cuánta humana poesía. Y qué lejos del panfleto.

jueves, 21 de mayo de 2009

Marlis

Mi hija Marlis ha salido hace unas horas hacia Ollantaytambo, para atender su primer parto sola, sin supervisión, sin ayuda. Ella es partera rural. Hasta el momento - lo sé porque acabo de hablar con Franco, su esposo - todo está bien. No puedo imaginar un acto más valiente. Confío en que no haya problemas, en que mi queridísima hija, traiga al mundo a un niño o a una niña que tenga una vida intensa, larga y feliz.
Yo la admiro y la respeto como a nadie.

martes, 19 de mayo de 2009

Amor Silente

Tengo la suerte de vivir en una calle hermosa. Es como el brazo apacible de un furioso río de automóviles, que, sensible al ruido, se separa hasta terminar en el acantilado, mirando al mar. Al lado opuesto de ese río hay otra calle, más hermosa todavía. Las poncianas extienden sus ramas desde lo alto, a ambos lados de la pista. Los álamos y las moreras, intercalados entre ellas como intrusos, le dan un aspecto singular. La calle tiene casas antiguas, con ventanas reticuladas - celosías, pues -, para mirar sin ser mirado. Portones de madera fina, altas paredes, jardines interiores que sólo se adivinan, rejas amistosas, y hasta un mirador azul pastel que le da un aire señorial. Cuando la niebla desdibuja los contornos, regala una atmósfera entre romántica y fantasmal que de algún modo inexplicable me conmueve. Cada noche, en mis paseos por ahí, veo a una pareja, al pie de una ponciana. Ni el muchacho ni la chica llegan a los veinticinco años. Nunca los he visto besarse, ni decirse palabras cariñosas. Sólo se miran, de tal forma, que provoca agradecerles. Pareciera que no quisieran perder el poco tiempo que tienen para verse y trataran de retenerse en la memoria. Pareciera que fueran clandestinos, callados por la fuerza de una imposición. Pareciera que la palabra pudiera separarlos y se aman con los ojos. Pareciera, digo, porque anoche descubrí la verdad y se acabó la magia. Mientras me acercaba a ellos, los veía gesticular, muy exaltados. Él movía los brazos vehementemente, como si quisiera alzar vuelo. Ella bajaba la mirada y, de pronto, en un arrebato, lo acusaba agitando el dedo índice contra su nariz. Pasé junto a ellos y no escuché ni una palabra. Imposible, porque eran sordomudos.
Para ellos, como dijo no sé quién, el amor también puede ser una cosa que termina con ambulancias y patrulleros parados en la puerta.

lunes, 18 de mayo de 2009

La letra "i" es pequeña

Sólo por complementar lo que escribía ayer, una pregunta: ¿por qué a nuestro idioma le da por vincular el sonido "i" con lo chiquito?
Nimio, milimétrico, ínfimo, ridículo, miniatura, infantil, minucia, disminuir, miseria, microbio...
Y otra más: ¿por qué la "a" y la "o" tienen que ver, más bien, con lo grande?
Descomunal, farónico, grandilocuente, megalómano, ampuloso, aparatoso...

domingo, 17 de mayo de 2009

Ocho y nueve

Solemnes, serios, hasta se diría misteriosos, los especialistas llaman Insomnio de Conciliación a ese dar vueltas en la cama sin poder agarrar el sueño. Lo diferencian así del Insomnio de Despertares Múltiples - abrir los ojos como platos, súbitamente, dormirse al rato, volver a abrirlos poco después, jatear, despertarse nuevamente, y seguir así la noche entera, hasta la desesperación - y del Insomnio de Despertar Precoz, es decir confundirse con los gallos y despertarse a las tres de la mañana, no para cantar, sino para no hacer nada, porque, ¿a esa hora, qué?
Este servidor y el Insomnio de Conciliación son viejos amigos. Anoche, decidí no luchar contra él. En lugar de prender la luz y retomar el libro que - él sí, qué suerte - dormía a pierna suelta al costado de mi cama, me puse a recordar y a reflexionar un poco sobre otras cosas que estuve leyendo en estos días, para que aparezca el sueño como quien no quiere la cosa. Vinieron entonces a mi mente algunos caprichos del idioma, consignados por el presidente de la agencia de noticias EFE. ¿Por qué - se pregunta Grijelmo - hay tantas coincidencias entre "nueve" y "nuevo"? Ojo, que no solamente en español: nine y new en inglés, neuf y neuf en francés, nou y nou en catalán, neun y neu en alemán, nove y novo en portugués, nove y nuevo en italiano, ni y ny en noruego y hasta nava y na'va en sánscrito. Cuando leía, recuerdo, me pasé de vivo y pensé que la respuesta, claro pues, estaba en que todos esos idiomas provenían de troncos comunes. ¿Ah sí - me dijo Grijelmo, unas líneas más abajo -, y qué me dices de nueve y nuevo sean bederatzi y berri en euskera? Y si no te gusta el nueve - siguió después -, probemos con el ocho. Eight-night, en inglés, huit-nuit, en francés, buit-nit, en catalán, otto-notte, en italiano, acht-nacht, en alemán, oito-noite, en portugés...
Me apabulló y, como consecuencia, me quedé dormido.

sábado, 16 de mayo de 2009

Romy y yo

Pocas personas saben que yo soy el único, el verdadero viudo de Romy Schneider. Me enamoré de ella cuando era la emperatriz Sissi. Durante años, toleré que Alain Delon, Yves Montand, Michel Piccoli y Marcello Mastroianni aprovecharan la oscuridad del cine para besarla. Yo sabía que, en realidad, ella sólo me quería a mí, pero así era su chamba, qué íbamos a hacer. La amé en silencio, hasta el día en que se fue al cielo (en otro sitio no puede estar), el 29 de mayo de 1982. Mucho alcohol, Romy, muchas pastillas. Un dolor insoportable.
Por algún tiempo intenté consolarme con Katherine Ross, pero Dustin Hoffman, ese recién graduado que trancó la puerta de la iglesia con la cruz, se la llevó. Como si no bastara con eso, Paul Newman y Robert Redford también andaban dando vueltas por ahí, así que le metí un piquito y le dije chau, nos vemos.
Estuve tranquilo mucho tiempo, hasta que la semana pasada vi, en el “El Gran Golpe” – pésimo título para una excelente película –, a Saffron Burrows. Fue como el rayo que le cayó a Michael Corleone cuando vio a Apollonia Vitelli en los campos de Sicilia. No la voy a describir, porque no puedo, la tarea excede mis posibilidades. Mientras estaba buscando su teléfono en Internet para invitarla a comer un cebiche, me enteré de que es lesbiana. Vive, desde hace cinco años, con Fiona Shaw, la tía Petunia de Harry Potter, ni más ni menos.
Confimado, entonces: Para piñas, yo. El día que llueva sopa, voy a estar con un tenedor en la mano.

jueves, 14 de mayo de 2009

El Hombre Quieto

Anoche vi, una vez más, "El Hombre Quieto". John Wayne está templado de Maureen O'Hara. Ella también, pero se hace la del calzón con blondas y mira para otro lado. Pero John Wayne es John Wayne, pues, así que se pone su mejor terno y va a pedir su mano al hermano mayor, como corresponde en Irlanda, donde esto ocurre. El hermano no atraca. Lo detesta, porque Wayne ha comprado las tierras de la viuda Tillane, que él quería comprar. También quiere a la viuda, pero la tía, ni hablar. Entonces, porque cuando llueve todos se mojan, el bróder, picón, no da su brazo a torcer. Así se plantea la única historia de amor filmada por el legendario John Ford. Entrañable película, simpática, graciosa, inteligente, y por momentos intensa. Si eso no les basta, veánla solamente por la memorable mechadera en la que John Wayne y Victor McLaglen (el bróder) atraviesan el pueblo de punta a punta, gomeándose de alma. Como son irlandeses, sólo se detienen en el bar, para tomarse unas chelas, conversar un ratito y después seguir abollándose.
Mi mamá estaba viéndola el día del estreno, pero tuvo que salir corriendo del cinema. Llegó con las justas a la clínica y al poco rato nací. Mi relación con el cine es, pues, muy tempranera y si no pudo hacer de partero por minutos, sí de paraguas. De paraguas, digo, porque cuando había tormenta, me refugiaba en un cine. A los cowboys no les mandaban tareas para la casa, ni tenían libretas de notas. No los castigaban sin salir los domingos y además, mataban a todos los malos y como las huevas, no pasaba nada.

domingo, 10 de mayo de 2009

Les mots font l’amour
André Breton
A veces - más de las que quisiera - me siento pintado en la pared, ninguneado por la vida. Imitando a Janis Joplin, le pido a Dios que me compre un Meche, para salir a dar una vuelta en este domingo que se acaba, pero el puta, como si oyera llover, no me hace caso. Raymond Chandler duerme su sueño eterno sobre mi mesa de noche, junto a los traficantes de naufragios que inventó Stevenson, los mitos griegos de Robert Graves, una aburrida historia de la Edad Media, que el sarcástico Montanelli no ha sabido contar bien, y la huella de Viernes, que el plomo de Crusoe acaba de descubrir con verdadero espanto. Y me ha llovido sobre mojado, porque olvidé Carretera, de Cormac McCarthy en casa de una amiga, así que me he quedado, por esta noche, sin un libro apasionante y a la vez perturbador. Por razones que ahora no vienen al caso - otra vez será, dijo Leonardo Favio - Carretera me ha tocado el bobo. Un padre y su pequeño hijo recorren un territorio devastado por un holocausto nuclear que acaba de ocurrir, ahorita nomás. La madre los ha abandonado, convencida de que la muerte es lo único que queda. Padre e hijo siguen su camino hacia el sur, llevando un carrito como los de Metro o Wong, donde guardan lo poco que han podido recoger para comer, para abrigarse. Para colmo, los pocos sobrevevientes son caníbales, que si los ven, se los almuerzan crudos. Se dirigen al mar, escapando de un frío que es - según palabras de McCarthy - "capaz de agrietar las piedras". El papá tiene un revólver con dos balas. Acaba de disparar una de ellas, sobre un caníbal que se les venía encima y le ha dado instrucciones al niño sobre lo que debe hacer con la única que queda, en caso de que a él le pasara algo. Hasta ahí he llegado. No se dejen engañar por lo mal que cuento yo las cosas. El libro es un poema.
Terminando de escribir, pensando que alguien va a leerme, ya no me siento pintado en la pared. Gracias a quien fuere.