miércoles, 24 de junio de 2009

Un matrimonio nefasto

A mediados del siglo XVI, la ciudad de Ginebra estaba de pleito con sus amos. Tanto el obispo de la ciudad como el Duque de Saboya le ponían freno al desarrollo del comercio - la actividad favorita de los ginebrinos - y les daban como a hijo ajeno con los impuestos. Hartos, pidieron ayuda a los suizos, que acudieron con mucho gusto a dar un mano a sus vecinos y corrieron en un tris a estos dos personajes. De paso, volaron también a los curas y Ginebra adoptó la Reforma. Al poco tiempo, apareció por ahí Juan Calvino, que era francés y abogado (una vez se encontró con un buitre, que le dijo: "qué suerte tienes, tú te los comes vivos"), pero se había hecho conocido como teólogo reformista. Calvino creía en la predestinación: desde la Creación ya estaba escrito quién se salvaría y quién se quemaría en el fuego eterno. Así, de arranque, pareciera que la moral no puede influir sobre el comportamiento, pero, bien mirado, ocurre lo contrario, porque actuar correctamente se interpretaba como señal de ser de los elegidos, así que todo el mundo andaba derechito. Además, la doctrina actuaba como una suerte de sistema inmunológico, porque la preocupación por salvarse convertían al ascetismo -ese conjunto de reglas y prácticas encaminadas a la liberación del espíritu y al logro de la virtud - y a la perseverancia en un evidente signo de formar parte de los elegidos. A más persecución, mayor santidad, pues.
Calvino se dedicó, con gran entusiasmo a colaborar con el reformador Farel a implantar un severo régimen moral, pero el partido libertino (término que tomó el significado de vicioso o desenfrenado por la contrapropaganda de Calvino) saltó hasta el techo y botó a los reformadores de Ginebra. Entonces, regresó el obispo católico y con él, los curas. Volvieron también la corrupción y la arbitrariedad, de manera que los comerciantes dieron marcha atrás, hicieron regresar a Calvino y le entregaron todo el poder.
Calvino implantó una teocracia: la asistencia a misa era obligatoria y la virtud se convirtió en ley. Se prohibió el baile, el juego, el trago, los cortes de pelo llamativos y la ropa indecente. La prostitución, el adulterio, la blasfemia y la idolatría se castigaban con la muerte. Lo que no prohibió Calvino fue el préstamo de dinero, a cambio de intereses. Los pastores se convirtieron en comisarios de la moral y patrullaban la ciudad en busca de pecadores, para tomarles declaración y expulsarlos de Ginebra. Contra lo que podríamos creer, la fama de Ginebra se extendió por toda Europa. Los viajeros quedaban encantados al comprobar que no había robos, ni asesinatos, ni violencia, ni putas. Más bien, contaban a su regreso, lo que reinaba era el cumplimiento del deber, la pureza y el ascetismo por medio del trabajo. Y es que, según Calvino, uno de los mandamientos de Dios era no desaprovechar el tiempo inútilmente, porque chambear como una bestia era síntoma de estar entre los elegidos. Si, de yapa, esa chamba daba dinero, ¿cómo no estar convencido?
El calvinismo calzaba como un guante a los intereses comerciales de Ginebra, al capitalismo en general y a esa búsqueda del éxito económico tan propia de nuestros tiempos.
El calvinismo hizo posible el matrimonio entre la religión y el dinero. ¿Quiénes son sus hijos?

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