miércoles, 24 de mayo de 2017


EL PALACIO DE BUCKINGHAM
William Wade subió con John Sheffield a la azotea del edificio de tres pisos que le había construido, cerró la puerta que traspasaron, arrojó la llave y, llevándolo hasta el borde, lo encaró:

-        Si no me pagas lo que me debes, me lanzo al vacío, pero te llevo conmigo.

De haber sido otro, Sheffield hubiera podido  llamar a su papá para que lo rescate. Sí, de haber sido Johnny Sheffield, el actor que encarnó a Boy, el hijo de Tarzán – un tercer Johnny, pero Weissmuller – en varias películas. No era Boy, pues, era el duque de Buckingham y el episodio no ocurrió en el siglo XX, como los films de Tarzán, sino en el siglo XVIII, durante el reinado de Ana, conocida por ser la última monarca de la dinastía Estuardo, por conseguir la anexión de Escocia a Inglaterra, mediante la severa y abusiva obstaculización de su comercio, y – tal vez menos importante, pero sin duda más interesante para mis queridos lectores – por ser tan gorda que sus sirvientes debían utilizar poleas para levantarla de la cama y porque fue enterrada en un ataúd del doble del tamaño habitual.

Fue la reina Ana quien nombró a Sheffield duque de Buckingham. Antes hubo otros. Uno de ellos Edward Stafford, III duque de Buckingham, dejó de llevar la cabeza encima de los hombros, gracias a las intrigas del cardenal Wosley, en el año 1521. Su decapitación fue tan sentida por algunos, que el emperador Carlos V – que no es el del vals criollo, por si acaso – exclamó: “A butcher´s dog has killed the finest Buck in England”, que significa “un perro carnicero ha asesinado al cisne más fino de Inglaterra”. El rey germano–español  hizo un juego de palabras entre “buck-in-England” y Buckingham. El escudo de los Buckingham mostraba un cisne con corona ducal, entre dos alas batientes. Nuestro Sheffield sobrevivió a tres matrimonios y murió en su cama, Esa cama estaba en el palacio que encargó, como dije, a William Wade, un arquitecto inglés nacido en Holanda. Wade era conocido por hacer casas de campo en Gran Bretaña y el duque creyó que le iba a aguantar el salto de pagarle en las famosas tres cuotas: tarde, mal y nunca. Ya sabemos cómo Wade consiguió que el duque honre sus obligaciones. Al margen de eso, lo que nos interesa es qué fue del palacio y cómo se convirtió en la residencia de la reina Isabel II, donde cada día se hace el cambio de guardia al son de temas como Dancing Queen, de ABBA, La Guerra de las Galaxias y últimamente con el tema de la serie Games of Thrones, cosa que no llama la atención a quienes hemos escuchado aquí, en la Plaza de Armas de Lima, a la banda de clarines de los Húsares de Junín entonar el tema de Superman, mientras se realizaba una ceremonia similar a mediodía.

La construcción del palacio

Wade demoró tres años en construir el palacio, un bloque principal de tres pisos, donde estaban las habitaciones principales, y dos alas que albergaban las piezas de servicio. Sheffield, además de político, era poeta, con lo que queda dicho cómo decoró el interior. Las habitaciones eran de yeso con incrustaciones lapislázuli azul y rosado, repletas de frescos y los jardines interiores llenos de estatuas y fuentes, mientras que algunos salones estaban decorados al estilo chino, muy de moda por la época.. El patio se abría al bosque de Saint James, la residencia real por entonces, dando la impresión de que era el gigantesco jardín de Buckingham House. Su propietario, arribista como nadie, hacía poco o nada para aclarar la confusión.

El rey loco

El palacio fue heredado por su hijo Edward, muerto muy joven, a los diecinueve años, de manera que pasó a manos de su hermano Charles, quien, a poco de tomar posesión se vio enfrentado a problemas parecidos a los que atormentaron a su padre, es decir las deudas. Parte del terreno sobre el que estaba edificado el petit hôtel  era alquilado, pues el propietario era el rey. Las mensualidades venían atrasadas desde cuando John Sheffield vivía, y Jorge III, el monarca de ese tiempo le dejó muy claro al heredero que tenía que pagar, sí o sí. Charles no tuvo otro recurso que vendérsela al mismo Jorge III, quien – buena gente – se la regaló a su esposa, Carlota de Mecklenburgo. Según se decía, Jorge estaba recontra templado de otra, lady Sarah Lennox, pero le impusieron el matrimonio con Carlota. Hay que reconocer, sin embargo, que Jorge le fue fiel, a pesar de que la mujer era más fea que un calambre. Y esa no fue su única excentricidad. No es recordado por perder las colonias de Norteamérica, ni por haber derrotado a Napoleón. Pasó a la historia por estar más loco que una cabra. Hablaba con los árboles y con los patos de los estanques. Incluso estuvo cierta vez 58 horas – casi dos días y medio – hablando sin parar. No obstante, la pareja se dio el tiempo para concebir quince hijos, catorce de los cuales nacieron en el palacio de Buckingham. Lamentablemente, no pudieron hacer de este el lugar privado para gozar de sus placeres, entre los que destacaba nítidamente la música. Con los años, las alteraciones mentales del Rey se hicieron más agudas y tuvo que ser recluido en el palacio de Windsor. Hoy se sabe que el Rey Loco no era loco, sino que padecía una enfermedad llamada porfiria, que altera el metabolismo y envenena la sangre. Sea como fuere, su hijo Jorge fue Regente y a la muerte del padre reinó como Jorge IV. Ejerció la Regencia desde Buckingham y recurrió al arquitecto John Nash para los cambios que tenía planeados.

Un arquitecto complaciente

John Nash era famoso como urbanista de Londres y en especial por haber remodelado un palacio real en Brighton, una humilde aldea de pescadores puesta de moda – misma Asia, en Lima - por Jorge, quien inicialmente acudió para darse baños de mar, por prescripción médica. El nuevo rey era fanático de los interiores franceses e hizo trasladar desde el país galo finísimos muebles y porcelanas de Sèvres, que armonizaban muy bien con la fachada de piedra amarilla de Bath, ciudad inglesa fundada por los romanos y actualmente Patrimonio Cultural de la Humanidad, y con el famoso Marble Arch (Arco de Mármol) creado por Nash como entrada al espléndido patio central de Buckingham. Este hermoso arco de mármol de Carrara merece un párrafo aparte: Nash lo diseñó teniendo como modelo el arco triunfal de Constantino en Roma, para conmemorar la victoria sobre Napoleón en Waterloo. En 1851, el arco fue trasladado a su actual emplazamiento, en Hyde Park, cerca del lugar donde se ahorcaba a los condenados. La leyenda urbana dice que el arco fue trasladado porque era demasiado angosto para que lo atravesara el carruaje real, pero lo cierto es que el carruaje pasó por ahí durante la coronación de Isabel II, en 1953.

El palacio de Buckingham estaba quedando muy lujoso y llamativo, pero resultaba carísimo. Los costos habían superado en cuatro veces el presupuesto inicial de Nash y los gastos de mantenimiento eran sencillamente gigantescos. Durante una fiesta, por ejemplo, se necesitaban ni más ni menos que treinta sirvientes para mantener todas las velas encendidas. El rey era engreído y ostentoso. Pedía más y más modificaciones, más y más construcciones. Nash le decía que sí a todo, soñando con ser nombrado arquitecto real de Gran Bretaña. Lo que sucedió fue que Jorge IV murió sin hijos y sin estrenar el palacio y el Parlamento inglés nunca le otorgó el título al arquitecto.

Un monstruoso insulto a la nación

A Jorge lo sucedió Guillermo IV, quien no era, ni por asomo, pomposo y fatuo como su hermano. Al buen Wili le gustaba caminar solo, sin escolta, por la ciudad de Londres y mantuvo una larga relación con una actriz, plebeya naturalmente, llamada Dorothea  Bland, con la que tuvo diez hijos. Por razones políticas tuvo que casarse con la princesa Adelaida de Sajonia, a la que triplicaba en edad. De acuerdo con la sabiduría popular, que llamaba al palacio “un monstruoso insulto a la nación”, Guillermo se negó a ocuparlo. Más que eso, lo ofreció para que allí funcione el Parlamento, cuando un incendio destruyó su sede. La oferta fue declinada y, por el contrario, cuando se aprobó costear los gastos para terminar el palacio, decidió mudarse, en vista de que el platal que se gastó debía servir para algo. No pudo hacerlo, murió en 1837.

La reina Victoria

Alejandrina Victoria era nieta de Jorge III, el rey que estaba tronado, sobrina carnal de Jorge IV y de Guillermo IV, e hija de Eduardo, hermano menor de estos dos reyes anteriores, que no tenían descendencia legítima. Eduardo era un mujeriego impenitente, pero al pasar los años tiró pluma y se dio cuenta de que si tenía un hijo legítimo, éste tendría grandes posibilidades de convertirse en rey de Inglaterra, de modo que se casó volando con  la princesa alemana Victoria de Sajonia-Coburgo-Saalfeld. Para que no cupieran dudas sobre su matrimonio – hombre precavido vale por dos – se casó primero en Alemania y, por si las moscas, otra vez en Inglaterra. Aplicado, Eduardo se puso manos a la obra y poco tiempo después la dejó embarazada. Así nació Alejandrina Victoria, nombrada así por su padrino, el zar Alejandro de Rusia, y por su madre. Eduardo – piña – no pudo disfrutar de su éxito. Murió pocos meses después. La princesa Victoria, su madre, se consoló rápidamente con Sir John Conroy, su mayordomo, quien, al parecer no solo le hacía la cama, sino que también la deshacía, desde varios años antes. Conroy y su amante quisieron dominar a Victoria, pero ella les salió respondona y, a los 17 años se mudó al Palacio de Buckingham, manteniéndose lejos de su influencia. Un año después fue coronada como Victoria del Reino Unido y Buckingham se convirtió en la residencia oficial de la corona británica.

Un infierno helado

La experiencia de Victoria en Buckingham tuvo un comienzo desastroso. Empeñados en el lujo y la ostentación, John Sheffield y William Wade, su arquitecto, habían omitido cosas fundamentales. Como muestra, un botón: las cocinas eran subterráneas y sin ventilación. Además, como no se había tomado en cuenta que el río Tyburn, uno de los quince afluentes del Támesis, corría bajo ellas, las inundaba. ¿Más botones? Las habitaciones de servicio eran insuficientes y en cada una se hacinaban hasta ocho trabajadores. ¿Más? La calefacción no funcionaba y cuando se encendían las chimeneas, el humo cubría todo el palacio, de manera que eran apagadas de inmediato. A la Reina Victoria se le hubieran congelado las pelotas, de haberlas tenido. No las tenía, pero eran bien macha y nunca se quejó del frío, ni del humo, ni de las espantosas condiciones de servicio. Estaba decidida a borrar la impronta de sus frívolos sucesores, ofreciendo a su pueblo una imagen de austeridad y templanza, que sumadas a su rectitud moral y sus sólidos principios, le dieron a su largo reinado de 63 años y siete meses – el más largo del Reino Unido – el nombre de “época victoriana”.

Urgente, un arquitecto

Las cosas empezaron a cambiar en el palacio de Buckingham cuando Victoria se casó con su primo, Alberto de Sajonia-Coburgo en 1840. La boda fue propiciada por Leopoldo I de Bélgica y por su hermana, la madre de la Reina Victoria. Cosa rara, sintieron mutua atracción desde el día que se conocieron y tuvieron una relación muy armoniosa durante los 21 años de matrimonio.

Conmovido por el estoico y mudo sufrimiento de su esposa, el príncipe consorte Alberto se dedicó a la búsqueda de un arquitecto eficiente y responsable, que tomara a su cargo las tan necesarias reformas del palacio de Buckingham. Encontró a Edward Blore, que era amigo de Walter Scott – el autor de Ivanhoe – y conocido por haber trabajado en la abadía de Westminster, la iglesia anglicana donde tradicionalmente empiezan y terminan los monarcas británicos, pues allí son coronados y también sepultados. Blore solucionó los desastres domésticos de Wade y se dio maña para convertir el incómodo palacio en una cómoda residencia. Blore fue quien retiró el Arco de Mármol y creó un ala más, dándole el aspecto cuadrado que presenta hoy.  Ayudó su talento, pero también la venta de muchos de los antiguos muebles existentes. Alberto no solo promovió reformas estructurales, se empeñó también en modificar las centenarias costumbres del funcionamiento de la casa, que pasaban, por ejemplo, porque un hombre ponía leña en las chimeneas y otro las encendía; uno limpiaba la parte interior de los cristales y otro, la exterior. La familia real vivió ahí hasta la muerte del príncipe Alberto, cuando la Reina Victoria, guardando riguroso luto, se retiró a la isla de Wight, dejando atrás la sala de baile construida por el arquitecto Sir James Pennethorne, inaugurada con motivo de la finalización de la guerra de Crimea, que fue la primera estancia del palacio en tener luz eléctrica. Después de dos años de retiro, Victoria fue convencida por sus ministros para regresar a Buckingham, pero se mantuvo tan fiel a la memoria de su marido, que no movió ni un mueble. Todas las mañanas, los empleados dejaban la ropa del príncipe Alberto sobre su cama, como si este fuera a vestirse. Así quedaron las cosas, hasta la ascensión al trono de Eduardo VII, el hijo mayor de Victoria y Alberto.

Tiempos modernos

Con la llegada del siglo XX – Eduardo fue coronado en 1902 – se abrieron las ventanas del palacio y entraron frescos vientos de renovación. Eduardo VII hizo redecorar el palacio al estilo Belle Époque, con tonos crema y dorados. Recordemos que la tendencia de la época era optimista y ambiciosa con respecto al futuro. La confianza se basaba en una fe ciega en la ciencia. La arquitectura se hizo notar en los bulevares, los cafés y los cabarets de las capitales europeas. Eduardo, con su fama de viajero y de playboy, no fue ajeno a estas influencias, pero su reinado fue breve – hemos dicho que el de Victoria fue larguísimo – y murió en 1910. Fue el único rey inglés nacido y muerto en Buckingham. Lo sucedió su hijo, Jorge V, quien estuvo en el trono durante la Primera Guerra Mundial. El palacio no sufrió daños en esta contienda, pero la colección real de tesoros fue trasladada a Windsor, donde estaría más protegida. Antes de la guerra se contrató a Aston Webb, arquitecto, presidente de la Real Academia e hijo de un pintor, conocido sobre todo por el diseño de la entrada del Museo Alberto y Victoria, el más grande del mundo de artes decorativas, y considerado en sí mismo una obra de arte. Webb cambió la fachada anterior por una de blanquísima piedra de Portland, una isla inglesa que no se debe confundir con las ciudades de Estados Unidos, por más que el edificio de las Naciones Unidas en Nueva York fuera construido con la misma piedra caliza que el palacio. Al iniciarse la Primera Guerra Mundial, una multitud eufórica se congregó en la plazoleta frente al palacio, dando inicio a una costumbre que se mantiene hasta hoy. Durante la guerra, Jorge V y su esposa dieron ejemplo de austeridad a su pueblo, sirviendo a sus invitados un huevo o un filete de pescado para comer y té o limonada para beber. Jorge V murió en 1936, en medio de gran popularidad, entre otras cosas, por abrir los jardines del palacio para frecuentes desayunos – que se realizaban, misteriosamente, por las tardes – a los que asistían destacados ciudadanos. Precisamente, el primer ministro laborista Ramsay McDonald fue, en 1924, el primer hombre que se atrevió a comparecer en traje de calle, y no de gala, ante el Rey.

A Jorge V lo sucedió Eduardo VIII. Es de sobra conocida su incapacidad para cumplir con las obligaciones que acarreaba su cargo. Engreído, irresponsable, saco largo y amigo de los nazis, abdicó luego de 326 días de reinado – el más corto de la historia inglesa – para casarse con la norteamericana Wallis Simpson. A pesar de su fugaz paso por Buckingham, Eduardo se dio el lujo de hacer llegar al palacio la televisión, de construir una cancha desquash y de reemplazar al personal antiguo por “caras más jóvenes”.

En vista de la renuncia, ascendió al trono su hermano, Jorge VI – el tartamudo de la película -, quien tuvo que paparse a Hitler y a la Segunda Guerra Mundial durante su período. El palacio de Buckingham fue alcanzado nueve veces por las bombas alemanas. Un policía de servicio fue la única víctima mortal. Los daños materiales fueron pocos, si no contamos la destrucción de la capilla del palacio. El Rey y su esposa, María, recuperaron la popularidad que habían perdido con las estúpidas frivolidades de Eduardo. Lo hicieron soportando la cruenta guerra mundial a punta de coraje. Su hija mayor, Isabel, de 25 años, estaba de visita oficial en Kenia, cuando se enteró de la muerte de su padre.

Otra vez en la azotea

 Isabel regreso más rápido que volando a Gran Bretaña. Fue coronada y se instaló, con su esposo Felipe de Edimburgo, en el palacio de Buckingham. Desde muy temprano, Isabel mostró una gran apertura hacia sus súbditos, utilizando la televisión como medio de aproximación. Su matrimonio fue televisado, lo mismo que su coronación. Las cámaras entraron por primera vez a Buckingham en 1969, cuando mostraron a la familia real en la intimidad. Los súbditos británicos tuvieron el interesantísimo privilegio de ver a Felipe friendo salchichas en la cocina. Esa apertura ha traído problemas para la seguridad de la Reina. El 9 de julio de 1982, Isabel se despertó y lo primero que vio fue a un hombre sentado al borde de la cama. Sin perder la calma, llamó por teléfono a la Policía y durante los veinte minutos que tardaron en llegar los agentes, conversó tranquilamente con el hombre. Se enteró así que se llamaba Michael Fagan, que, igual que ella, tenía cuatro hijos y que acababa de salir de un hospital psiquiátrico, donde estuvo recluido por cortarse las venas con una botella rota, luego de descubrir que su mujer le sacaba la vuelta.

Cuando Isabel II cumplió sus bodas de oro como monarca del Reino Unido, un millón de personas fueron al palacio de Buckingham para participar en las celebraciones. En esa ocasión, Brian May, el guitarrista y compositor de la legendaria banda de rock Queen – que también es astrofísico – tocó God Save the Queen, el tradicional himno inglés. Lo hizo con su guitarra Red Special, construida por él mismo, tocándola desde la azotea del palacio, la misma donde estuvo a punto de morir John Sheffield, el primer habitante de Buckingham. Como sabemos, se salvó por un pelo. Su tocayo, Boy, el hijo de Tarzán, si murió de una caída. El 15 de octubre de 2010, a los 79 años, se cayó de una escalera, cuando podaba un árbol en el jardín de su casa, en Chula Vista, California. En el palacio de Buckingham ni se enteraron.

martes, 23 de mayo de 2017


ALGODÓN

Santiaguito era un niño peruano que nunca estaba conforme con nada. En el colegio, cuando daba un buen examen, se enojaba porque algún compañero lo había dado mejor y si una niña lo miraba con interés, protestaba, diciendo que al del costado lo había mirado una más bonita. Cuando metía un gol, porque le gustaba mucho el fútbol, se quejaba de que hubiera podido patear más fuerte, o de que la jugada podría haber sido más bonita. No se contentaba con nada.



Cuando cumplió once años, sus padres le regalaron una bicicleta y ¿qué creen?, en lugar de agradecerles y correr a montarla, como cualquier otro chico haría, se quejó de que el vecino tenía una montañera mejor, con más luces y no sé qué otras cosas. Su papá y su mamá se preocuparon mucho, porque aunque era cierto que Santiago era un buen chico, con ese defecto difícilmente podía ser feliz. ¿Cómo iba a serlo, si a cada momento encontraba un pretexto para renegar y lamentarse? Esa noche, cuando Santiaguito se acostó, hablaron mucho sobre el tema. Finalmente, acordaron que, si sacaba buenas notas, el papá lo llevaría a Nueva York, aprovechando un viaje de negocios que debía hacer durante las vacaciones escolares de Santiago. De esa manera, pensaban ellos, su hijo iba a darse cuenta de que no le faltaban ocasiones para disfrutar y así terminaría de una vez por todas con la  desagradable costumbre que tenía.



Al escuchar la noticia, Santiaguito estuvo a punto de decir que no era justo, que a su primo lo habían llevado a Disney World y por qué a él solo a Nueva York, pero, por más envidiosillo que fuera, no tenía un pelo de tonto, así que cerró bien la boca y desde ese día se puso a estudiar día y noche, para ganarse el viaje. Y se lo ganó. Papá e hijo partieron y tuvieron un viaje muy agradable. Santiago sólo se quejó del jugo de naranja, por que su vaso tenía menos que el de su papá, y del avión, que le pareció más pequeño que el que vio aterrizar cuando estaba esperando para subir al suyo. Apenas pisaron el aeropuerto Kennedy, en Nueva York, el niño empezó a transformarse. Estaba con la boca abierta, mirando las larguísimas terminales, las luces, las tiendas, la gran cantidad de gente caminando de aquí para allá y muchas otras cosas que ni siquiera había imaginado. Del hotel, no se diga nada. Se quedó como un bobo, con los ojos clavados en el altísimo edificio y sólo cuando su papá lo jaló del brazo atinó a entrar. En la habitación, todo era lujo y elegancia, todo una maravilla, algo nunca visto. Tan contento estaba, con cuánta admiración se refería hasta a los más mínimos detalles, que su papá llegó a creer que se había curado. Pero no podía ser verdad tanta belleza:



-        Papá, ¿por qué en el Perú no tenemos hoteles como este? ¿Y el aeropuerto? ¿Te fijaste? No es justo, el nuestro parece de juguete, comparado con el de aquí – dijo Santiago, con una expresión tan agria, que parecía estar tomando vinagre directamente de la botella.



-        En el Perú tenemos cosas muy lindas, Santiago – contestó el papá, tratando de dominar su decepción -, fíjate, por ejemplo, en...



Pero Santiaguito no lo dejó terminar. Siguió quejándose de esto y de lo otro, hasta hartar a su padre.



-        Mira – le dijo –, tú y yo vamos a tener una conversación muy seria cuando regrese de una reunión. Espérame y no salgas a de la habitación hasta que llegue. ¿Entendido?



-        Sí, papá, como tu digas – contestó el niño y se fue a mirar por la ventana.



Cuando el padre se marchó, unas ideas muy atrevidas cruzaron por la cabeza de Santiago. ¿Por qué se iba a quedar encerrado en el hotel, si los amigos suyos que habían viajado salían todo el día a pasear y a conocer sitios bonitos? No, de ninguna manera, ¿acaso él era un niñito? ¡No! Ya tenía once años y podía hacer lo que le diese la gana. Saldría un par de horas y estaría a tiempo en el hotel para el regreso de su papá. Nunca se iba a dar cuenta. Cinco minutos después, ya estaba en la calle, mirando los rascacielos, las grandes avenidas, los autos que pasaban veloces por las gigantescas autopistas y, cómo no, quejándose, lamentándose y volviendo a quejarse de que en el Perú todo era una porquería. Caminó, pues, sin rumbo fijo, alejándose cada vez más del hotel, hasta que se perdió. Más furioso que asustado, le dio una tremenda patada a una lata que estaba tranquila en la vereda, sin meterse con nadie.



-        Todo el mundo tiene un plano para no perderse, menos yo, claro – dijo en voz alta, y se dispuso a meterle otro puntapié a la lata, para mandarla a volar más lejos, cuando notó que de adentro salía humo de un color muy extraño. Curioso, se acercó a la lata y pegó un salto cuando de ella salió un extraño hombre, con un turbante y la barba muy, muy larga.



-        Gracias – dijo el extraño hombre, estirándose, como si despertara de un largo sueño -, esta lata no era de mi talla, estaba muy incómodo.



-        ¡Un genio! – exclamó Santiago, asombrado -.



-        ¿Eugenio? No. Me llamo Alí Al - Rashid. Soy un genio, una hechicera me encerró hace años – respondió el hombre de la lata.



-        ¡Lo sabía! – se apuró a renegar Santiago –. Entre todos los genios, me tenía que tocar uno sordo. ¿Por qué no le pasó a Aladino? ¿Por qué a mí? No es justo.



El genio le explicó que no era sordo, después de tantos años sin escuchar una voz humana, tenía que acostumbrarse, le dijo, pero no lo convenció. Santiago ya estaba tomado por su pesimismo de siempre.



-Seguramente también te has olvidado de cómo se hace para cumplir los deseos de los que te liberan. Te apuesto lo que quieras a que has perdido tus poderes. De todos los niños del mundo, el único que se encuentra a un genio, soy yo, y ¿para qué? ¡Para nada!



-        Te equivocas – le dijo el genio -, ni me he olvidado, ni he perdido mis poderes –.



-        ¡Entonces escucha mis deseos! – gritó el niño, pero su entusiasmo le duró muy poco –. Ah... ahora me vas a decir que ya no es como antes, que ya no son tres deseos, sino uno solamente. Más que fijo que acaban de inaugurar ese método, justo cuando es mi turno, ¿no?



-        No, Santiago. Como verás, conozco tu nombre sin que me lo hayas dicho, así que mis poderes están intactos. Lo que pasa es que ya no cumplimos deseos, en eso tienes razón, hemos cambiado de método.



-        ¡Ahí está! ¿Ya ves? ¡Métete a tu lata, inútil! – le ordenó Santiago, de muy mal humor.



-        Si quieres, encantado. Ya me estás resultando un poco pesado, tú. A ver, sólo por divertirnos... ¿qué deseos pedirías? – le preguntó el genio.



-        En primer lugar – le respondió, sin pensarlo dos veces – pediría que mi país sea como este, que sea moderno, que tenga rascacielos más altos que los acá, con hoteles lujosos y...



El genio lo interrumpió, haciendo un gesto con la mano. Lo miró fijamente y movió la cabeza varias veces, con expresión de fastidio.



-        Un quejumbroso... ¡eso sí se llama mala suerte! Siglos de siglos encerrado y cuando por fin salgo, me encuentro con uno que no está contento con nada... tú eres peruano, ¿no es cierto? – le dijo.



-        Sí. ¿Por eso no quieres concederme mis deseos? – preguntó Santiago.



-        No seas necio, muchacho, más bien me llama la atención que, siendo del Perú, te quejes tanto – respondió el genio, con cierta tristeza.



-        ¿Por qué? ¿Qué tenemos en el Perú que pueda compararse con esto? - preguntó el niño, señalando las calles, los autos, los edificios, la gente y todas las cosas que lo habían impresionado.



-        En este momento vas a saber por qué – le respondió el genio, irritado, y a continuación movió ambos brazos en círculo. - ¡Chazam! – exclamó con voz cavernosa.



Santiago estaba listo para burlarse, cuando empezó a sentir un ariecillo frío que le puso la carne de gallina. Sin dejar de mirar al genio, cruzó los brazos, como para protegerse del viento y en ese momento se dio cuenta de que... ¡estaba desnudo! Para ser exactos, digamos que no lo estaba completamente, porque conservaba los zapatos y la correa, que le bailó unos segundos en la cintura y luego se deslizó hasta detenerse en el suelo. Asustado y muerto de vergüenza, corrió a esconderse tras un tacho de basura y, oculto tras él, pudo ver un espectáculo insólito en la calle. La gente corría de un lado a otro, buscando dónde esconderse. Los conductores de los automóviles frenaban bruscamente, las sirenas de los patrulleros ululaban sin ton ni son y los policías trataban de poner orden hasta que se percataban que también estaban desnudos, como todos los demás, y se sumaban al caos, haciendo sonar sus silbatos como si fueran árbitros de fútbol que se hubieran vuelto locos. Todos tenían, como Santiago, los zapatos puestos y algunos se tropezaban con sus correas, rodando por el suelo. Sólo los niños pequeños estaban como si nada, gozando de lo lindo con el loquerío.



-        ¿Qué has hecho? – preguntó Santiago, escandalizado, mientras, con una mano atrás y otra adelante, se cubría como podía -. ¿Qué has hecho?



-        Nada – contestó el genio, doblándose de la risa -. Estoy dándote una lección.



-        ¿Qué clase de lección es esa? ¿Te parece bonito desnudar a la gente? ¿Qué voy a aprender con todo esto?



-        Vas a aprender a no quejarte de las maravillas que tienes, Santiago. Lo único que he hecho es desaparecer un regalo que el Perú le dio al mundo, una cosa que, gracias a los antiguos peruanos, permite que la gente pueda usar medias, calzones, calzoncillos, pantalones y camisas – dijo el genio.



Santiago, colorado como un tomate, no salía de su asombro.



-        ¿Qué tiene que ver el Perú? ¿De qué estás hablando?



-        ¡Del algodón! – contestó triunfalmente el genio - ¿No sabías que el       algodón es originario del Perú, y que fueron los antiguos peruanos quienes lo domesticaron y aprendieron a hacer hermosas telas, mucho más bonitas que la ropa que tenías puesta? Entonces tampoco sabes que la fibra de algodón Pima es una de las más finas del mundo, y es peruana, también.



-        No sabía – confesó Santiago, ruborizándose más, todavía, hasta que su cara tomó el aspecto de un farol.



-        ¡Chazam! – Repitió el genio, y todo volvió a la normalidad.



Santiago se palpó varias veces el cuerpo y se tocó la ropa apretándola muy fuerte, no vaya a ser que sus ojos lo engañaran. Una vez convencido, salió de su escondite. Su mirada ya no era altanera y sus modales habían mejorado mucho.



-        Señor  - dijo con humildad –, quiero regresar al hotel... no sé dónde está,  estoy perdido.



-        Ese deseo te lo puedo conceder, Santiago. Cierra los ojos – le dijo el        genio, también muy amablemente.



Cuando el papá regresó al hotel, encontró a su hijo durmiendo. Lo movió con delicadeza, hasta despertarlo.



-        ¡Papá! – se emocionó Santiago – ¡No sabes lo que me ha pasado!



-        Sí sé – dijo el papá -. Te aburriste de esperarme y te quedaste dormido.



-        No, papá. La verdad es que te desobedecí y salí a la calle. Caminé un montón y me perdí... entonces, pateé una lata y...



El papá le acarició la cabeza y sonrió.



-        No me vengas con cuentos, ya sospechaba yo que no ibas a hacerme caso, así que dejé encargado en la recepción que no te dejen salir solo. Antes de subir pregunté por ti y me dijeron que no te moviste de la habitación.



-        ¿Entonces cómo sé que el algodón es originario del Perú? A ver, dime, pues – le dijo Santiago, incorporándose de un salto.



-        Porque te lo han enseñado en el colegio, o quizá lo has leído en un libro  y has soñado con eso – contestó tranquilamente el papá.



Santiago se quedó callado, pensando que era inútil discutir y bastante confundido. Pasaron los días y disfrutó mucho de Nueva York, apreciando lo que tenía que apreciar, sin hacer odiosas comparaciones. Durante el vuelo de regreso, cuando el avión estaba por aterrizar, pudo ver por la ventanilla los extensos campos de algodón de la costa peruana, y se emocionó mucho.



-        El Perú es muy hermoso, papá – exclamó -. Nunca más voy a quejarme por gusto.



Y cumplió su promesa.