miércoles, 25 de noviembre de 2009

El peor de todos

Lucy vivió hace entre 3,9 y 3 millones de años. Fue una joven de 1,05 m. de estatura y unos 30 kilos de peso. Aunque - lo mismo que tú y que yo (sobre los choferes de combi y los que dirigen la televisión peruana tengo serias dudas) - pertenecía al género Homo, no era humana. Era, ella no lo sabía, una Australopithecus afarensis. Del estudio de su esqueleto, así como del de los restos de otros ejemplares encontrados, se ha podido establecer una serie de características de los homínidos de esa época, características que nosotros, los Homo sapiens, hemos heredado. La primera, es la condición de bípedos, que está indubitablemente establecida por la anatomía de la cadera y la rodilla, regiones directamente vinculadas con la marcha. Se sabe también que sus piernas eran del mismo tamaño que sus brazos y que sus pulgares tenían la suficiente longitud como para manipular con precisión todo tipo de objetos. Otra característica de la anatomía del Australopithecus tiene mucho interés. Resulta que la vagina de las hembras de esa especie tenía una orientación ventral – hacia delante – y no dorsal – hacia atrás – como los demás mamíferos. Esto determinó dos de los rasgos más singulares de la especie humana: hizo el parto más complicado y permitió la cópula – variantes exquisitas al margen – cara a cara. Respecto a lo primero, podemos deducir que la complejidad del parto generó la necesidad de ayuda, la que, naturalmente, provenía de otras hembras. En cuanto a lo segundo, el coito face to face posibilitó las relaciones afectivas duraderas.
La cooperación solidaria entre las mujeres y la relación entre sexo y amor son rasgos exclusivamente humanos, que bien pudieron comenzar a gestarse en la época de Lucy, pero también, de algún modo, pudieran contarse dentro de los orígenes del lenguaje.
Al respecto, hace poco más de un año, el antropólogo Robert McCarthy, de la Universidad Atlántica de Florida, conmocionó a los científicos del planeta entero al presentar la reconstrucción sonora de la voz de un neandertal. Utilizando una computadora y un sintetizador, McCarthy generó el sonido de la letra “e” (sonido en inglés), tal como – según McCarthy, por supuesto – la pronunciaba el neandertal. Para quienes quieran escucharlo, el enlace: www.fau.edu/explore/media/FAU-neanderthal.wav.
Lo que hizo McCarthy fue tratar de encontrar la ubicación de la laringe, la lengua y el hueso hioides, en los neandertales. A partir de eso diseñó una especie de simulador para recrear el sonido. Sin embargo, simular no es lo mismo que reconstruir la anatomía y el funcionamiento de la garganta, lo que ya es harina de otro costal. La lengua, la laringe y las cuerdas vocales están hechas de tejido blando y por lo tanto no fosilizan. Antes que desanimarse, los paleoantropólogos buscaron en la base del cráneo y en el hueso hioides las claves necesarias, pero luego de estudiar decenas de cráneos y numerosos hioides, llegaron a la conclusión de que tampoco era posible reconstruir el aparato fonador con ese método. Se aproximaron entonces al problema por otra ruta: el camino del oído.
Como sabemos, en el oído se encuentran los huesos más pequeños del cuerpo humano, es decir el martillo, el yunque y el estribo. Esos huesitos, junto con el tímpano y el conducto auditivo externo, se encargan de transmitir las ondas sonoras del aire, desde el exterior hasta el oído interno. Al hacerlo, filtran acústicamente los sonidos que transmiten, potenciando unas frecuencias y anulando otras. Debido a esto, las llamadas de los chimpancés, por ejemplo, son acústicamente muy sencillas y contienen poca información, ya que las ramas y las hojas de la selva – su hábitat – distorsionan el sonido, motivando que el filtro de sus huesos del oído lo limite a una banda estrecha. En los humanos, por el contrario, la banda de frecuencia es mucho más ancha y de mayor sensibilidad. Nuestro oído está sintonizado a la voz de nuestros semejantes. Al estudiar el oído de los neandertales, se ha comprobado que oían como nosotros, lo que permite deducir que fueron capaces de hablar también como nosotros.
Finalmente, como concluye una publicación especializada que leí, resulta significativo que la mejor aproximación al origen del lenguaje se haya dado no a través del órgano que emite la voz, sino del que la percibe. Es como si fuese necesario recordarnos que la capacidad de escuchar al otro nos hace tan o más humanos que la capacidad de hablar.
Y en eso, como me dijera mi querido hermano Chino esta misma tarde, yo soy el peor de todos.