lunes, 20 de julio de 2009

Niños y niñas

- ¡A mí, pásamela a mí - grita Santiaguito, mientras ve transitar la pelota de un lado a otro. Nadie se la pasará, hasta que llegue a los pies de Darío o a los míos, que somos los únicos capaces de conmovernos con sus lamentos. Los pases que le damos tienen que ser precisos, ni muy fuertes, para que pueda responderlos, ni muy lentos, para que los otros niños no puedan interceptarlos. Hemos terminado de almorzar y nos hemos trasladado al malecón, en Chorrillos. Además de Santiago, piedrón, ingenioso, parecido a su madre, están Illary - muero por esa niña - con su cara de luna y sus rizos de muñeca antigua; Esteban, insuperable en skate, con su camiseta del Bayern Münich encima; María, insufriblemente coqueta, martirizándome siempre con su negativa a darme un beso; Ramiro, flaco, cabezón, noble y candoroso, a despecho de sus doce años que se asoman a la adolescencia; Diego, con su timidez, sus anteojos y sus pelos trinchudos, y Jerónimo, condenado a ver el juego desde los brazos de Paola, porque recién cumplió un año, no hace ni un mes. Gonzalo, Rafael, Jaime y Carol, tampoco juegan con nosotros. Prefieren mirar el mar. Namasté y Vida acaban de irse. Me quedo, pues, con uno de los tres hijos que hoy almorzaron conmigo. Darío y yo somos futboleros, siempre lo fuimos. Desde chiquito lo llevaba al estadio. A la cancha, porque yo era periodista y, a la vez que hacía mi trabajo, le daba a mi hijo una vida envidiable, gracias al fútbol. Darío era el engreído de los y sobre todo de las reporteras gráficas, que lo retrataron con las estrellas de los 90. Recuerdo particularmente dos fotos: una con el gran Rivelino, en la que - no pude resistir la tentación - salgo yo también, y otra con el granítico Chumpitaz. El gran capitán y Darío, nadie más. Cuántos recuerdos en José Díaz, cuánto tiempo que no vamos, hijo querido. Nunca olvidaré una vez que, poco antes de comience el partido entre Alianza Lima y Sport Boys, el árbitro - creo que era Erasmo Mondoñedo - se acercó a Darío, que estaba al borde de la cancha conmigo, y le preguntó quién quería que ganase. Darío, naturalmente, dijo que el Boys. En el segundo tiempo se armó un lío y el equipo completo de Alianza se retiró de la cancha, ante el asombro de un estadio lleno. Pues bien, Darío nunca ha podido quitarse de la cabeza que el árbitro expulsó a los de Alianza para complacerlo.
Por eso, porque amamos el fútbol, porque hay que ser agradecido - así me enseñaron y así le enseñé - le metimos a esa pichanguita con los chicos. Lo de pichanguita es una exageración, porque no sólo había que cuidar que la pelota le llegue a Santiaguito, sino que - estábamos en la pista - había que vigilar el paso de los autos.
Eso de cuidar a los niños, e incluso eso de los niños, es un invento del siglo XVIII. Antes de eso, no eran otra cosa que adultos de pequeño tamaño, sin experiencia, ni conocimientos, ni tampoco dominio de sí mismos. La magia y la fantasía infantiles no eran tomadas en cuenta. No se hacía la menor distinción entre el mundo de los niños y el mundo de los adultos. Los juegos eran los mismos para todos y no se protegía la inocencia infantil de las diversiones o los chistes obscenos.
Fue Jean -Jacques Rousseau quien, queriéndolo o no, cambió esta manera de ver las cosas. A partir de la lectura de Emilio, las madres empiezan a dar de lactar a sus hijos (vuelven a hacerlo, en realidad) y se desarrolla la pedagogía. Más que eso todavía, la literatura descubre el mundo infantil como tema poético. Peter Pan será el pionero del nuevo ideal: no crecer. Se considera a los niños - y a las mujeres también, pero esa es otra historia - seres tan delicados, que hay que protegerlos de las groserías y, por supuesto, de cualquier alusión sexual.
Naturalmente, ninguna de esas reflexiones le interesaban a los chicos y a las chicas que jugaban con nosotros en el malecón. Sus intereses, más concretos, más terrenales, estaban en la pelota, el skate, la carcajada. Tengo para mí que la infancia es, más bien, una conquista de los niños, por la que han luchado durante siglos, muchas veces con ayuda adulta, es verdad. Para comprobar lo bueno de esta sociedad entre grandes y chicos, Santiaguito viene en mi ayuda, precisamente pidiéndole ayuda a su tío Mimí (o sea yo, para burla de las hermanas Harrison) contra "los zondis que vienen a atacarme". Después de unos segundos de vacilación, caigo en cuenta, al ver a María que se acerca a Santiaguito rígida, con los brazos extendidos, murmurando no sé qué cosas de ultratumba, que los zondis son los zombies, así que contraataco, la cargo y la alejo de su víctima.
Y la obligo, bajo severas amenazas, a por fin darme el beso tan negado.

sábado, 18 de julio de 2009

Dialogue avec mon jardinier

Un pintor de cierta fama en París, acabadito de separarse de su mujer, cínico y un poco amargado, se refugia en la casa del campo donde pasó su infancia. Apenas llegado, contrata a un jardinero, que resulta ser un antiguo amigo - olvidado ya - de la escuelita del pueblo. La película no es otra cosa que el encuentro de estos hombres, que ni siquiera tienen nombre. El jardinero llama Dupincel (Delpincel) al pintor, y el pintor Dujardin (Deljardín) al jardinero. Parece poco, pero Daniel Auteil y Jean-Pierre Darroussin, dos pesos pesados del cine francés, nos regalan una película entrañable, en la que cada uno nos transmite emociones de una manera distinta, muy personal, pero con la misma directa sutileza. Hay mucha complicidad entre los dos, lo que sin duda ayuda muchísimo a la relación entre sus personajes. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una película. No tiene ninguna pretensión, es sencilla, para nada retorcida.
La recomiendo calurosamente.

martes, 14 de julio de 2009

Independencia

Una bodega enrejada, porque los choros la tuvieron de punto y una cosa es equivocarse y otra huevearse, ¿no es cierto? Al ladito, plumas con ojos, cincuenta modelos de plomos, un manual de pesca, corchas lenguaderas, cangrejeras, tanques, aletas y mucho más, todo certificado por una vida de experiencia, según anuncia el tío Moncloa en su tienda "Pesca Club", donde nunca hay clientes, pero sí amigos buscando buena conversación, con su traguito más. Junto a la tienda del tío, en la pared, un grafitti enorme: "Te amo, mi amor". Un borracho insensible orina justo abajo del mensaje y cuando paso yo, me dice que no se me ocurra decirle nada. Obediente, no le digo nada, pero igual me menta la madre y me amenaza con romperme la cara. Sigo mi camino, pensando en el que escribió eso en la pared. ¿Seguirá igual de alucinado o estará buscando una brocha para borrar su pública declaración? El borracho sigue gritando y yo, para no tentarme y responderle, me distraigo con un discreto portón. Es Miami, como elegantemente le decimos a la clínica esa, sólo para locos con billete.
- ¿Has visto a Fulano? Hace tiempo que no sé de él.
- Está en Miami.
- ¿El verídico?
- No seas cojudo, pues.
Y uno ya sabe que Fulano va a aparecer dentro de un tiempo, con cara de idiota, porque quemó cerebro a punta de meterse tanta cosa y que en Miami no hay Jack Nicholson que valga. Cruzo, pues, la pista, no vaya a ser que a alguien se le ocurra creer que me he escapado, y doy justo con la renovadora. En el mostrador, varios pares de tabas recién lustradas, con las puntas dobladas hacia arriba, esperan a sus dueños. Algunos las recogerán más tarde, otros mañana y otros caminarán descalzos unos días, porque están misios. Hay de todo, sí señor. Alcanzo a ver de reojo, un poco más atrás, la casa de don Juan, el patriarca de la cálida y hospitalaria familia Casusol. De reojo, digo, porque ya estoy sobre la panadería, la que también vende frutas, porque hay otra, a la vuelta de la esquina, que vende yuquitas fritas, porciones de tortas que nunca han sido enteras y exhibe - no sé por qué - cebiches y hamburguesas de plástico. Junto a la renovadora, la bodega de la señora Olga, que acostumbraba a publicar cada año su lista de morosos. Había uno que aparecía siempre - por Dios que no soy yo -, hasta que tachó su nombre: "se asó y pagó", escribió junto al tachón. Frente a Olga, un edificio nuevo, una colmena, un hormiguero que ha "dinamizado la economía" de la cuadra, según dirían Adam Smith, John Maynard Keynes o cualquiera de esos que se las saben todas sobre el mercado, la oferta y la demanda. A mí no me gusta el edificio, no se parece en nada a las quintas profundísimas que han echado abajo para construirlo, pero a nadie le importa lo que a mí me gusta, y mucho menos consultarme para la demolición. ¡Faltaba más! Unos pasos más allá de Olga, la joya de la corona: Denisse, el minimarket. Abarrotes, frutas, verduras, menestras, carne, trago, helados, pollos a la brasa, pan con chicharrón y café para llevar. Nadie, absolutamente nadie, podría adivinar que todo comenzó con una carretilla, ahí, en la pista, frente a donde ahora hay una farmacia que también es agente de Interbank, pero pura bamba, nomás, porque su aparato nunca lee las tarjetas, así que no puedes sacar ni medio y a caminar hasta el cajero que hay en la Plaza. Junto a la farmacia, la peluquería Sharon, donde hacen "laceado japonés", que no tengo ni la más pálida idea de lo que es, pero sospecho que debería escribirse "laciado japonés", porque el pelo es lacio, no laceo. La cosa es que doblando la esquina, hay una carnicería en la que también venden anticuchos, pero, sobre todo, es el lugar donde todo el mundo se empuja unas chelas, sea parado, sea sentado en las sillas amarillas, de plástico, que por ahí están repartidas. Ese es el lugar de los desayunos alemanes, porque desde las siete y media de la mañana hay parroquianos entonándose, para lo que el maldito día depare. Si avanzas hacia la otra esquina, pasas junto a un laberinto de tienduchas, una galería raquítica, donde venden una ropa horrible, láminas Huascarán, piñatas de cuatro soles y uno que otro adefesio más. Nunca he entrado ahí, pero sí a la farmacia del costado, donde te venden hasta heroína sin receta. ¡Cuántas noches sin dormir me ha ahorrado el farmacéutico con su desprecio hacia las normas de la DIGEMID!
Ese es mi barrio, el lugar donde cada mañana compro las naranjas para el jugo, donde compro un café tan caliente - y nada malo - que cuando llego a mi casa sigue quemando. A caballo entre Chorrilos y Barranco, nunca lo han visitado las chibolas y chibolos que desde el jueves la pegan de cualquier cosa en el Juano. Ellos no tienen nada qué hacer en la calle Independencia. Nada se les ha perdido por ahí.

viernes, 10 de julio de 2009

Que la calle no se calle

Una voz infantil me lleva a la ventana. Una niña - tres años, quizá cuatro - juega a la pelota con dos jóvenes mujeres. Una es su mama, sin acento, como se decía antes, su nana, como creo que dicen ahora. La otra, sospecho, trabaja en lo mismo, pero en una casa vecina. "Me voy a orinar de la risa, nomás", dice la nana, cuando la pelota hace sonar la alarma de un auto. La frase me hace sonreír, y desencadena en la niña una risa imparable. Es el sonido más hermoso del mundo.
Poco después, otro sonido. Es grave, pesado. Evoca aprensión. Es el ruido de la pelota que cae sobre el techo de un auto. El sonido se hunde en la lata y después se libera en una explosión. Cualquiera que ha jugado pelota en la pista - "¡Carro, carro, aguanta, no sigas, para la bola, cuñau!" - sabe qué significa ese ruido. Desata la misma sensación de alarma que otro sonido distinto, agudo, chillón: el de la pelota que se se estrella contra una ventana y rompe los vidrios. Y yo, que he jugado harto en la calle, imagino en este preciso instante a la Poto Loco saliendo furiosa de su casa, con la pelota en la mano, a mí y a mis patas corriendo en distintas direcciones, a Yanamango trepándose a un árbol, al pavazo que siempre se quedaba a pagar los platos - para el caso, vidrios- rotos.
En memoria de esos días, en recuerdo de Constantino y de Cecilia, que se fueron cuando todavía nos quedaban muchos vidrios por romper, algo que algún día escribí.
Era la época de Isabel Sarli y Libertad Leblanc. Del cine Buenos Aires en los Barrios Altos, del Mundo en La Victoria y de la cazuela del Orrantia. Época de comprar entradas con voz ronca y de entrar al cine mirando de frente a los ojos del administrador -bendita ingenuidad - para que pensara que teníamos veintiuno. De amanecerse en el Estadio para ver jugar al Santos, al Botafogo y a Lev Yashin, el mejor arquero del mundo. Bergman y Pelé mezclados, temporada internacional y fútbol callejero en el Olivar de San Isidro. Las dudas no existían, el futuro era futuro y las convicciones eran sólidas: Batman y Robin eran rosquetes, la política una cojudez sin nombre y el matrimonio inexcusable. Era también la época de Chanchín, un loco, un borracho, que solía dirigir el tránsito cerca de la Iglesia de la Virgen del Pilar, con su saco a rayas negras y amarillas, como la camiseta de Peñarol, su pito estridente, al que nadie hacía caso, y su pastosa voz de ronero, con la que escandalizaba hasta la raíz del pelo a las buenas tías que - en estado de gracia - salían de misa los domingos. En ocasiones, cuando una pared inexpugnable o la ira de un vecino daban por concluido algún partido, vagábamos por ahí, molestando a señoras y señoritas o jugando camote con la gorra de algún heladero, hasta que por casualidad, tropezábamos con el loco. Siempre atento al peligro, Chanchín no esperaba invitación para poner pies en polvorosa, pero su vacilante marcha y, tal vez, su necesidad de tener interlocutores - al fin y al cabo nosotros le dábamos bola - permitían que a los pocos metros lo alcanzáramos y rodeándolo, le exigiéramos un discurso. Recuerdo particularmente una mañana en que lo acosamos sin piedad. Presionado, Chanchín disertó largamente sobre la vida, el mundo, y los deberes ciudadanos. Impregnados de olor a ron de quemar, los nombres del general Odría y del arquitecto Belaunde se confundían con el Corazón de Jesús y con todas las mujeres que, sin excepción, lo habían traicionado, provocándonos carcajadas y alaridos escandalosos, que los transeúntes reprobaban al pasar. Al rato el loco se cansó y pidió cortésmente permiso para retirarse, sin considerar que nosotros no estábamos todavía satisfechos. Amenazando y maldiciendo, retrocedía, mientras nosotros lo animábamos a quedarse y continuar.
Ese necio tira y afloja se convirtió de pronto en una loca carrera que no terminó hasta que Chanchín se detuvo frente a un portón, que empezó golpear furiosamente. Al punto, la puerta se abrió y salieron dos o tres hombres en bividí, sudorosos coléricos. Atrás de ellos una señora gorda los conminaba, a gritos, a defender a su marido. Nos quedamos sorprendidos, alelados. Algo no encajaba en nuestros esquemas. No podía ser: Chanchín tenía mujer e hijos, era un ser humano. No sé si para todos fue lo mismo, pero yo quedé impactado. Y quizá todavía seguiría ahí parado, mirando la escena con una profunda expresión de idiota, de no haber sido porque una piedra, con 0tra clase de impacto, algo menos metafísico, me hizo recordar que tenía un par de piernas y que podía utilizarlas para desaparecer de ahí a una velocidad cercana a la de la luz. Ha pasado ahora el tiempo y me acuerdo todavía. Jamás he vuelto a molestar, así, a nadie. Algo cambió desde ese día. Ha pasado el tiempo, y en tardes como ésta, cuando el sol me quema la coronilla y compruebo que la calle es sólo la calle y no un lugar donde se vivía, termino preguntándome, ¿Dónde está Chanchín, dónde sus hijos? ¿Dónde está Rodrigo, el boliviano con su perro, que una noche me mordió la pierna y no la soltó por horas? ¿Y la laguna, los botes, el guardián? Las papas sancochadas con ají, el cebiche de pejerrey, ¿dónde se han metido? ¿Y Pepe Jamonada, echado en su cajón, con algodones en la nariz y yo sin poder entrar al velorio, porque tenía puesta una camisa roja? ¿Conservará la Poto Loco todas las pelotas que nos confiscó? ¿Habrá repuesto los vidrios de su casa? ¿Dónde está el negro Tito, que se metió de raya, pobre de él? ¿Y Nelson, el cholo Ponce, Colilla Esparza, Yanamango, dónde están? ¿El cardíaco Joselo, habrá muerto por fin? ¿Dónde están La Pinta, Cura Muñecas, Guanahaní? ¿Y el cretino de Conquistadores, seguirá advirtiendo todos los días que él solo amenaza una vez?
Y por último, te pregunto, hermano querido, ¿por qué te llevaste a Cecilia?

Darío, Marina

La infancia es la patria del hombre.
Rainer María Rilke
Darío
- Apúrate - me dijo el chino Romaña, al tanto que abría la puerta de la sala de partos.
Yo me apuré y lo seguí.
- Cámbiate rápido, porque está por nacer - me ordenó.
Lo obedecí, apurándome con tanto esmero, que metí las dos piernas en la misma pernera del pantalón verde esterilizado. No tuve tiempo de corregir el error, por que Romaña prácticamente me llevó de la oreja. Yo lo seguía, dando saltitos ridículos, hasta que finalmente pude vestirme como lo hace la gente. Recién en ese momento cobré conciencia, pude ver bien dónde estaba. Las enfermeras - tres o cuatro - preparaban todo, para lo que - así me pareció - era inminente.
De pronto, un gemido dio la señal de partida en la sala. Comenzaron la agitación, los correteos. Una enfermera puso la incubadora al costado de la cama.
- ¡Vamos, vamos, ya viene! - gritó el Chino Romaña.
Yo miré hacia el único sitio donde debía mirar. Una cabecita húmeda se asomaba apenas. Mi corazón, mil latidos por minuto. Apareció su cabeza, vi sus ojos cerrados, su nariz achatada, su boca en una mueca. No lo podía creer. Después, casi como alguien que se lanza a una piscina, cayó en los brazos del Chino Romaña. Lo miré, temblando. Jamás había sentido una sensación parecida. No puedo describirla, no tiene comparación con nada que haya vivido. Después miré el reloj de pared. Eran las doce y veinte del día. Hace exactamente 25 años.
Marina
Cuando llegó a la casa era tan chiquita, que dormía en un cajón de la cómoda. Yo no me cansaba de mirarla, me reía de sus pelos trinchudos, de los ruiditos que hacía. De alguna manera, ella me hablaba. No sé cómo, no sé por qué, nos extendimos los brazos y nos convertimos en un padre y su hija. Yo puedo dar fe de que los lazos del corazón son tan fuertes como los lazos de sangre. O será, tal vez, que Marina - nadie más terca que ella - se obstinó en ocupar el lugar más alto en mis afectos. Recuerdo muy bien cómo se empeñaba en no pisar las rayas de la vereda, cuando caminábamos de la mano y ella no tenía ni siquiera dos años. A veces, yo por apurado, la arrastraba, sin dejarla satisfacer su manía. Ella forcejeaba para soltarse de mí. Cuando lo conseguía, regresaba corriendo al punto de partida y volvía a recorrer el camino, de la manera que ella quería. Eso será, digo. Qué caminos habrá desandado, para encontrarse conmigo. Feliz cumpleaños, hijita de mi alma.

martes, 7 de julio de 2009

Escribir

Todo el mundo sabe que Julio Ramón Ribeyro fumaba como un murciélago cuando escribía y que Hemingway escribía de pie, pero muy pocos que lo hacía con mocasines. William Faulkner - otro con su altar en mi utopía personal - no podía poner ni una coma sobre el papel, si antes no se metía un buen huaracazo de whisky entre pecho y espalda, y el mexicano Alfonso Reyes rabiaba cuando su familia le reprochaba que se pasaba el día sentado, cuando, en realidad, caminaba de un lado a otro, parando sólo para escribir unas líneas, también de pie.
Volviendo a Hemingway, cuando me enteré de que siempre dejaba una idea inconclusa, para tener algo que retomar al día siguiente, intenté copiar el método, pero en ese preciso instante se me acabaron las ideas para el día. Ni qué decir del siguiente, pues. Y es que cada uno es cada uno - caduno, caduno, decía mi hija Vida, cuando era chica - y nadie puede escribir como otro, porque escribir es algo muy personal, a menos que te conformes con la mediocridad de la imitación, pero eso es otra cosa, muy distinta a escribir. Mientras a algunos la inspiración les brota a partir de la angustia, de la pobreza, del dolor, otros prefieren la libertad económica. Para Faulkner esa condición era fundamental. Por eso reconocía que el mejor trabajo de su vida fue el de administrador de un burdel. El ambiente era silencioso, había dinero, mujeres, comida, trago y un techo bajo el que dormía.
Cortázar, el entrañable doble gigante de la literatura, prefería escribir en los cafés. En un café escribió Rayuela. Después, eligió lugares tranquilos: los aviones, la casa de un amigo, los hoteles. Qué distinto a García Márquez, incapaz de escribir en un hotel. Se dice que Baudelaire fumaba opio para escribir. No sé si es verdad o no. Cuando lo leo, daría la impresión de que sí, que escribía stone. ¿Y qué hay de Dickens, otro de mi ídolos queridos? Según leí, se apasionaba tanto con sus personajes, que lloraba y reía mientras escribía. No lo dudo, porque puedes sentir su corazón en cada uno de sus libros.
Hay quienes prefieren el día, hay quienes las noches. Aldous Huxley sólo escribía en las mañanas, lo mismo que T.S. Elliot - todavía recuerdo el pesado trabajo sobre él, en el diplomado del año pasado -, que no resistía más de tres horas, porque se cansaba al toque. Henry Miller, el de los Trópicos, trabajaba, cuando joven, desde la medianoche hasta el amanecer. Después, cuando vivió en París, por las mañanas. Miller escribía a máquina y corregía con lapicero. Hemingway hacía las dos cosas con lápiz y Faulkner nunca corregía. Neruda escribía a máquina, hasta que se rompió un dedo. A partir de ese momento, a mano. Vargas Llosa, trabaja - ha confesado - dos horas, hasta que la mano se le acalambra y pasa a la computadora.
Un caso curioso es del Octavio Paz, que diferencia entre prosa y poesía. Poesía - dijo - se escribe en cualquier sitio. La prosa, en un sitio tranquilo, aunque sea en el baño, pero siempre con un diccionario al lado.
Borges, cuando veía, escribía en un cuaderno. Sus textos están constantemente interrumpidos con dibujos. ¿A quién le extraña que la mayoría sean tigres?
Y ahora, yo. No es que pretenda compararme con los monstruos de arriba, pero, al fin y al cabo también escribo, así que me hago un lugarcito entre ellos. El primer cuento que escribí en mi vida, tal vez a los seis o siete años, me trajo problemas. No recuerdo el tema, pero sí que mi abuelo me llamó la atención, creyendo que lo había copiado de algún sitio. Debe haber tenido algo bueno el cuento, digo yo, para que mi querido abuelo piense que no era mío. Poco después - eso es lo que recuerdo - escribí otro, sobre unas mujeres aladas que servían de base a una mesa de la casa. De alguna manera, el cuento era erótico. Lo sé, porque todavía pueden verse las huellas de mis dientes en los pezones de esas mujeres. La mesa está en casa de mi madre. Y precisamente fue ella la que leyó otro de mis cuentos infantiles. Tenía una clarísima influencia de Agatha Christie. Trataba sobre un hombre que había reunido a un grupo de personas, diciéndoles que iba a matar a todos y que nadie podía salir de la casa. Los personajes se pasaban todo el cuento discutiendo cómo hacer para escaparse, hasta que a uno se le ocurrió sencillamente abrir la puerta y salir. Me parece que no le gustó mucho a mi mamá. Creo que hizo algunos comentarios de compromiso y se olvidó del tema. Después de eso, un vacío en mi memoria, hasta otro cuento, cuando ya estaba en la universidad. Era sobre un hombre que dedicó su vida a incendiar tiendas de electrodomésticos, después de que un embargo provocado por la imposibilidad de pagar las cuotas de una refrigeradora lo llevara a la locura.
Todos esos y los que no recuerdo, los escribí a mano, con buena letra, porque tenía profesora particular de caligrafía Palmer. Después, a máquina, pero ya no cuentos, sino guiones para la televisión. El primero fue Calígula, el Ángel Vengador. Hasta ahora no puedo creer que lo escribiera a máquina. No podría repetirlo. Mi primera computadora fue un generoso regalo de mi hermano Alberto, en un noble intento para que mi vida no siguiera dando tumbos. Todo lo demás ha sido tecleando esa y otras. Ahora no puedo escribir de otra manera.
¿Por qué escribo? No lo sé, exactamente. Escribo de día, de noche, de madrugada, en mi casa, en mi oficina. Prefiero hacerlo cuando estoy contento. Triste, me cuesta un mundo. Escribir, lo dijo Yeats, es un oficio solitario y sedentario. Es una necesidad, una manera de conectarme con la vida, un pretexto para gritar que estoy aquí, que no estoy pintado en la pared. A veces es una angustia, a veces una obligación, un mensaje, una señal.
Y también cumplir una promesa.