martes, 27 de octubre de 2009

Mis hoteles I (Ayacucho)

Viajaba a Ayacucho para un taller con periodistas. El avión de LcBusre era un jet pequeñito, para 12 pasajeros, sin espacio para baño, sin aeromoza y, por lo tanto, sin posibilidad de tomar un trago para calmar la ansiedad. Un vuelo tranquilo, sin más sobresaltos que los proporcionados por mi inquieta imaginación. Finalmente, aterrizamos y me puse el primero junto a la puerta, con ganas de pisar tierra lo más pronto posible. La puerta se abrió y me ofreció un insólito panorama: un batallón de soldados formaba frente a mí, en la pista. A su lado, una banda militar, los maestros prestos a tocar. En ese momento, recordé a mi entrañable amigo, el reportero gráfico - un abrazo, Chino, cuánto que no nos vemos - Walter Hupiú. Recordé que cierta vez Fujimori fue a Italia en visita oficial y el periódico en el que trabajábamos lo comisionó para cubrir la visita con sus excelentes fotografías. Naturalmente, Walter se la pegó la misma noche en que llegó y, naturalmente también, se quedó dormido. No pudo ser parte de la comitiva que acompañaba a Fujimori a su entrevista con el Papa en el Vaticano. Desesperado, podía perder la chamba, ¿cómo explicar su ausencia?, el Chino salió del hotel, pensando tomar un taxi y después ver cómo entraba a la audiencia. En la puerta, un auto oficial, con banderitas del Perú y de Italia incluidas. El chofer se ofreció a llevarlo y Walter, en menos tiempo del que me toma contarlo, ya estaba sentado en el asiento trasero. El auto partió, pero el tráfico romano era infernal y el auto avanzaba demasiado lentamente. El Chino, angustiado, sacó la cabeza por la ventanilla y, entonces, la gente que estaba en la calle lo vio. De noche, todos los gatos son pardos y para los italianos todos los chinos, Fujimori, así que empezaron a vitorearlo. Walter, que es más pendejo que las arañas, empezó a saludar con gestos presidenciales. Los transeúntes lo aplaudían, él seguía saludando. La policía empezó a abrirle camino y el Chino, mandatario por diez minutos, seguía agitando majestuosamente la mano a la multitud que acordonaba las veredas, hasta el Vaticano. Llegó a tiempo.
Pues bien, yo me acordé de esto y empecé a bajar la escalinata con andar y gestos presidenciales también. La banda arrancó a tocar la marcha de banderas y yo, sin saber todavía por quién me habían tomado, saludé orondo, feliz, majestuoso. Por un momento estuve tentado de imitar a Donald Sutherland cuando en Doce del Patíbulo pasa revista a las tropas que lo habían confundido con un general de dos estrellas, pero la sensatez se impuso y me dirigí veloz a recoger mi equipaje.
En el hotel me enteré de que había viajado conmigo el Vicario General castrense (o yo con él, creo), precisamente con rango de general. La aparatosa bienvenida era, claro, para él, no para mí, pero yo logré engañarlos durante un rato. Fue muy divertido. Era el hotel Universal, donde ya había estado antes. Lo recordaba muy bien, porque mi amigo Martín, que entonces pesaba 112 kilos, había roto dos veces el asiento del water y su gracia nos salió a razón de 50 soles por tapa. Esta vez no pasé la noche ahí. Apenas llegué, vi una bandada de cuervos, urracas, chivillos y otros pájaros de negro plumaje, que se paseaban por la recepción como Pedro por su jato. También había pingüinos. No era, por cierto, un congreso ornitológico, sino más bien uno eucarístico, o algo así. Por eso el hotel estaba lleno de curas y monjas, y por eso el importante vicario había llegado a Huamanga.
Incapaz de permanecer junto a tanto ministro de dios, me trasladé al Hostal Santa María, a pocas cuadras del Universal. Dormí tranquilo, sin curas ni monjas. Y también sin marcha de banderas.
He estado muchas veces en Huamanga, pero hay una que tengo grabada. Era febrero y se celebraban los carnavales. Yo tenía que entrevistarme - también con Martín - con unos alpaqueros en una comunidad a cinco mil metros de altura. Nuestro enlace era un ingeniero ayacuchano que debía proporcionarnos una camioneta y guiarnos. No lo conocíamos, sólo teníamos su dirección. Llegamos a su casa. No estaba. Su mujer nos dio explicaciones confusas y nos pidió que regresáramos por la tarde. Aprovechamos el tiempo para recorrer la ciudad, que era un jolgorio. Las comparsas, que eran legión, desfilaban alegremente por las calles, cada una con su banda. Las Diabladas, los Negritos de no sé dónde, las Pallas y cuanto bailarín folclórico existe llenaban de colorido a Huamanga. Por todas partes música, gritos, bulla, borrachos alegres.
Por la tarde, regresamos a casa del ingeniero, pero de él, ni la tos. Más explicaciones confusas, más música, más baile, más borrachos alegres, más bulla. Fue una noche difícil. Nadie dormía en Huamanga. Yo tampoco. Más música, más bailes, los borrachos más borrachos, más alegres. A la mañana siguiente, más de lo mismo. Decidimos entonces alquilar una camioneta por nuestra cuenta y partimos hacia las alturas. Parecía un descanso. No bulla, no música, no bailes, menos borrachos, menos alegres y más silenciosos. Pero los cinco mil metros sobre el nivel del mar también hicieron lo suyo. Y el frío. Y la nieve. Todo era blanco, blanco como la nieve, je, je. Los pies también tiritaban cuando se hundían al caminar. Yo pensaba en el ejército de Napoleón en Rusia. Para colmo, entré a una bodega y no tuve mejor ocurrencia que agarrar una rama que encontré sobre el mostrador. Era ortiga. Hay que pasar por la experiencia para saber lo que es poner esa planta maldita en contacto con la piel. Fue como un choque eléctrico, seguido de un ardor inenarrable, que me duró varias horas. Con ortiga o sin ortiga, el trabajo se hizo y por la noche regresamos a Huamanga. Más bulla, más de todo lo que ya saben. Y el ingeniero, vuélvete.
Tampoco pudimos dormir esa noche. Era sábado y había más música, más baile, más bulla. Los borrachos estaban más borrachos que nunca. Más alegres, también. Todo igual, excepto que había cuetones (que suenan más fuerte que los cohetones), castillos y fuegos artificiales. Se hizo de día y mis párpados, de plomo, se cerraban para vover a abrirse con la música, la bulla, los borrachos, etcétera, etcétera. Fuimos a tomar desayuno al New York, un local en el que servían café en unas lindas tacitas con imágenes de Nueva York - yellows cabs, el Empire State, el Central Park - de un gusto exquisito. Ahí conocí a un simpático mocoso. Se llamaba Rommel, era lustrabotas y quería ser astronauta. Un ayacuchano pisando Marte, pensaba, de camino a casa del ingeniero. Esta vez lo encontramos. Estaba borracho. nos invitó a acompañarlo a bailar con su comparsa. Su comparsa, la explicación de su ausencia. Rechazamos cortésmente la invitación. Lo cortés no quita lo cansado y nosotros queríamos descansar. ¿Descansar?, dijo el ingeniero, están bien cojudos, maestros. Y claro que estábamos bien cojudos. ¿Cómo no?, si ya no recordábamos la última vez que dormimos. A todo esto, claro, seguía la música, el baile, la bulla y los borrachos ya no podían más de borrachos. Pero - todo el mundo lo sabe - no hay mal que dure cien años. Terminaba el domingo y también el carnaval. Poco a poco, todo se fue apagando, hasta los borrachos. Nos fuimos al hotel a dormir un poco, porque nuestro vuelo salía al día siguiente, temprano. De pronto, más bulla, más música. al borde de la locura, salimos a la calle a ver qué pasaba. ¿Acaso no había terminado el maldito carnaval? Sí, pero no para todos. Una comparsa desfilaba por la calles cercanas al hotel. Era la comparsa de los gays de Huamanga, que impedidos de desfilar junto al resto de los huamanguinos, desafiaban valientemente la discriminación abusiva, cuando toda la ciudad dormía. Nos gustó el gesto y los acompañamos durante un rato. Y los aplaudimos.
Y después nos fuimos a dormir.

martes, 20 de octubre de 2009

Mejor cerca que lejos

Para mi hermanita, que ya no está y la extraño.
Conocí a Augusto hace tres años, cuando lo que pasó ya no era más que un recuerdo del que yo, entonces, no sabía nada. Augusto era funcionario de una empresa para la que yo hacía consultorías. Cierta vez tuve una discrepancia con un gerente sobre el argumento de una radio novela que estaba escribiendo para ellos y Augusto me apoyó. Por más que lo niegue hasta ahora, se la jugó por mí. Nada le hubiera costado quedarse callado, pero no lo hizo. Metió su cuchara, discutió, estuvo a un tris de pelearse y terminó inclinando la balanza a mi favor. Más sorprendido que agradecido - confieso –, lo invité a almorzar. Aceptó el almuerzo, pero ningún tipo de agradecimiento. Dijo que yo hubiera hecho lo mismo de haber estado en su sitio, y prácticamente me obligó a que lo acompañara a su casa para conocer a su familia.
Celia, su esposa, me hizo sentir como si nos conociéramos de toda la vida. Los chicos, Rafael, que tenía nueve años, y Pilar, de siete, me adoptaron sin mayor trámite. La verdad es que Tex Avery ayudó mucho. Yo tenía en mi laptop unas películas suyas de dibujos animados. Tex Avery, para los que no saben, fue el inventor de los lobos a los que se les caía la mandíbula hasta el suelo y les saltaban los ojos con resortes, mientras aullaban cuando se cruzaban con esas pin ups como las que dibujaba el arequipeño Vargas en los Playboy de los cincuenta. Se las mostré a los chicos, no sin miedo de que se aburrieran, porque eran más viejas que andar a pie. No se aburrieron. Se rieron como locos. A Pilar le fascinaron las de los tres chanchitos – yo tenía varias versiones, incluyendo una en que el lobo era Hitler –, quiso verlas una y otra vez. Después de eso me otorgaron el título honorífico de tío de cariño. Yo – mis hijos ya son adultos y mis nietos no viven en Lima – correspondía su afecto generoso de la mejor manera posible, con paseos al Parque de las Leyendas y al zoológico de Huachipa, excursiones al barrio chino para comer siu may y siu kay, visitas relámpago al centro de Lima para ver la llama en la estatua de San Martín, largas caminatas por el malecón de Chorrillos, donde les contaba episodios de la Guerra del Pacífico, y comprándoles libros, muchos libros, que Rafael devoraba con avidez. A veces cocinábamos juntos y - no podía ser de otro modo - dejábamos la cocina hecha un desastre. Celia nunca se molestó y eso, que las catástrofes eran de por lo menos 8 grados en la escala de Richter. Cuando yo le decía que no se preocupara, que nosotros íbamos a limpiar, me tapaba la boca, diciéndome que calladito me defendía mejor, que me fuera al parque con Rafael y Pilar, o a ver televisión o donde fuere, pero que no friegue, que de la cocina se encargaba ella.
Los fines de semana, cuando los niños dormían, Augusto, Celia y yo conversábamos hasta la madrugada. Hablábamos de libros, de películas y, cuando Celia lo permitía, de fútbol. A veces fumábamos marihuana y no parábamos de reírnos de la menor tontería. Siempre discutíamos apasionadamente. Celia y yo preferíamos mil veces a Nicholson que a Hoffman. Augusto y Celia me enfurecían diciendo que Natalie Portman era más hermosa que Romy Schneider y los tres creíamos que Harrison Ford era un buen actor y que Nicholas Cage era un cojudo a la vela.
Los dos eran cultos e inteligentes, pero ella era brillante. Tenía una manera especial de contar las cosas, yendo siempre al centro del asunto, de un modo que yo no había conocido antes. Ambos tenían un sentido del humor extraordinario. Se reían mucho de sí mismos, de la misma manera que yo me reía de mí. Realmente nos queríamos mucho. La pasábamos bien.
Una noche - yo había llevado a los chicos al fútbol y Celia los estaba acostando - le dije a Augusto que no podía haber encontrado una madre mejor para sus hijos.

- Celia no es su mamá – me dijo.

Me quedé helado y no sé durante cuánto tiempo me hubiera quedado así, de no haber sido porque Celia entró a la sala en ese momento. Una mirada le bastó para darse cuenta de todo.

- ¿Ya le contaste? – preguntó.
- Estaba esperándote – respondió Augusto.

Lo que sigue es la historia que entre los dos relataron. A veces discrepaban, confrontaban detalles y se ponían de acuerdo después. Otras veces hablaba él y callaba ella, o contaba ella y escuchaba él. He compuesto la historia de la mejor manera posible, pero no he agregado ni quitado nada. Pueden creerla, o pueden pensar que soy un mentiroso, que la he inventado. No me importa, igual la voy a contar.

La primera esposa de Augusto, la madre de Rafael y Pilar, se llamaba Victoria. Se conocieron en casa de unos amigos. Augusto se enamoró de Victoria en cuanto la vio, pero ella no le hacía caso. Él la persiguió tercamente. Le escribía, la llamaba por teléfono, le dejaba mensajes, la invitaba a salir. Ella, nada, como si oyera llover. Así pasaron tres meses, hasta que una noche él se plantó frente a su casa y no se movió hasta que Victoria salió y le habló desde el fondo de su corazón. Le pidió, le rogó encarecidamente que deje de buscarla, que le estaba causando un dolor muy grande. Le dijo que no podía estar con él, que nada le gustaría más, pero que era imposible que tuvieran algo, que le iba a hacer daño. Augusto quiso saber por qué. Insistió hasta la saciedad y le juró que no se iba a mover de ahí hasta que ella le explique sus razones. Finalmente, al verlo tan decidido, claudicó. Sin rodeos, brutalmente, confesó que era alcohólica.
Desde muy chica, le dijo, se tomaba los conchos de las copas cuando había reuniones en su casa. Luego, en la adolescencia, tomaba cerveza con sus amigos, y al poco tiempo también tomaba cuando estaba sola. Sus padres se dieron cuenta de la magnitud del problema una tarde, cuando la encontraron tirada en el baño, completamente borracha. Comenzó entonces un desfile por cuanto psicólogo, psiquiatra y especialista había en Lima. Algunos lograron mantenerla sobria unos meses y así, dando tumbos, consiguió terminar el colegio. Pero siempre volvía a tomar. Una copa era demasiado y mil no eran suficientes. Perdió trabajos, hizo papelones terribles y avergonzó a su familia, hasta que llegó a Alcohólicos Anónimos y logró controlar la enfermedad: ya llevaba tres años sin destapar una botella. Sin embargo - eso lo tenía muy claro - era incurable. No quería arrastrar a nadie con ella y mucho menos a Augusto, del que, admitió, se había enamorado. Así como se había detenido, podía comenzar a beber nuevamente. Augusto la abrazó y le habló con la mayor ternura del mundo. Estaba seguro de que el amor podía todo, que esos tres años se iban a convertir en toda la vida, porque a partir de ese instante nunca más iba a estar sola. "Te voy a proteger hasta de ti misma", le dijo y los dos lloraron, se besaron y etcétera. Un año después se casaron. Al poco tiempo nació Rafael y luego Pilar. Victoria parecía haber superado su grave problema. Eran felices.
Una noche de diciembre, días antes de Navidad, estaban desempolvando el nacimiento para ponerlo en la sala, cuando Victoria recibió una llamada de una antigua compañera de oficina, que la invitaba a un almuerzo al día siguiente, para verse y celebrar el fin de año. Victoria dudó, no dijo que sí, ni dijo que no. Después lo comentó con Augusto, que la animó a que vaya, pensando que le haría bien estar con sus amigos, a los que no veía desde hacía mucho tiempo. Victoria se convenció, justo cuando Pilar se acercaba con la imagen el Niño Jesús. Rafael tropezó con ella y la imagen cayó al suelo, haciéndose pedazos. La niña se sintió muy culpable y se puso a llorar. Victoria la consoló con dulce afecto y le prometió que al día siguiente, después del almuerzo al que la había sido invitada, regresaría a casa con una imagen nueva, más bonita, mejor.
Pero Victoria no regresó al día siguiente. Augusto supo, sin que nadie se lo diga, lo que había pasado: Victoria había vuelto a tomar. Pasaron los días y de Victoria no se sabía nada. Augusto la buscó por un tiempo, pregunto aquí, llamó a allá, sin ningún resultado. Pronto dejó de buscarla. ¿Para qué, si ya estaba advertido de lo que iba a pasar?
Rafael, por su parte, trataba de no dar muestras de inquietud, pero se traicionaba cada vez que escuchaba detenerse un auto frente a la casa. Corría a la ventana, para regresar inmediatamente a lo que estaba haciendo, sin ninguna expresión en el rostro.
En cuanto a Pilar, lo suyo era grave. Dejó de hablar, no pronunciaba palabra. Augusto hizo esfuerzos enormes para arrancarle siquiera una frase. No pudo. La espiaba para ver si hablaba sola, trataba de sorprenderla con súbitas e inesperadas preguntas, le hablaba de Victoria. Ningún resultado, Pilar seguía obstinadamente callada. Comenzó entonces - el destino es inevitablemente cíclico - un desfile por cuanto psicólogo, psiquiatra y especialista había en Lima. Todos fracasaron, Pilar seguía tan muda como un pez.
El tiempo pasó y nada cambió. Augusto conoció a Celia y poco a poco fue olvidando a Victoria. Llegado el momento, la llevó a su casa, para que conozca a los chicos. Celia, convenientemente enterada, fue muy discreta. Ni ese día, ni ningún otro día, trató de hacer hablar a la niña. Pero no se quedó con los brazos cruzados. Por su cuenta, empezó a buscar a Victoria. Estaba convencida de que Pilar volvería a hablar si encontraba a su madre. Contrató un detective, un ex policía que había trabajado en la búsqueda de personas desaparecidas, hasta que finalmente, el esfuerzo dio frutos. Victoria estaba internada en el Hospital Dos de Mayo, con una cirrosis terminal.
Sin contarle a Augusto, Celia fue a verla. Encontró un saco de huesos, una mujer destruida. Le explicó quién era, le contó sobre sus hijos, sobre la callada quietud de Pilar. Victoria la escuchó con reprimida emoción.
- Mira - le dijo -. ¿No ves cómo estoy? Mis hijos no pueden verme así.
Celia le habló de tratamientos modernos, de médicos mejores, de internarla en una clínica privada y hasta de la fuerza del amor, pero no logró convencerla. Victoria le pidió que cuide a sus hijos, que se case con Augusto y sea la madre de ellos. También le pidió que se vaya y que nunca, nunca, hable de esto con nadie, absolutamente con nadie. Celia se fue, prometiéndoselo.
Y cumplió su promesa. Con la misma discreción de siempre, se desvivió por los chicos, pero nunca intentó ocupar el lugar de Victoria. Cuando Navidad se acercaba, les propuso sembrar trigo en macetas de arcilla para el nacimiento. Rafael aceptó. Pilar se mostró indiferente. Y compraron trigo, y lo sembraron. Cada día, Celia y Rafael lo regaban, lo veían crecer. Pilar se acercó primero con curiosidad y luego participó en los cuidados, con algo que podría llamarse entusiasmo. Otro día, armaron el nacimiento, con cerros de cartón, lagunas de espejos, patos, corderos, burros, vacas de plástico. Celia buscó la imagen del Niño y, naturalmente, no la encontró. Sugirió comprar una y, de pronto, la niña gritó.
- ¡El Niño lo va a traer mi mamá!
Después corrió y se encerró en su cuarto. Cuando Augusto llegó, Celia se deshizo en disculpas, insistiendo en sus buenas intenciones. Quiso irse a su casa, pero Augusto la tranquilizó y le pidió que se quede. Sugirió salir a la calle, ir juntos, los cuatro, a ver los nacimientos de las iglesias del centro. Pensó que eso le haría bien a su hija, que ya era hora de que enfrente las cosas. Y salieron. Pilar se dejaba llevar, siempre en silencio. Visitaron iglesias y Pilar se dejaba llevar, siempre en silencio. De regreso, se detuvieron para cruzar la avenida Abancay. Había mucha gente, todos apurados, cargados de paquetes envueltos en papel de regalo, de panetones, de canastas con vinos, cocolates y duraznos al jugo. Un Papa Noel sudoroso tocaba su campanilla y de las tiendas se escuchaban los villancicos una y otra vez repetidos.
- ¡Mi mamá! - exclamó de pronto Pilar y cruzó la pista corriendo, justo en el momento que un ómnibus pasaba.
Un frenazo, gritos agustiados, y una mujer - una negra - que se lanza y empuja a Pilar, poniéndola a salvo. Más gritos, confusión, llantos. Augusto y Celia corrieron a abrazar a Pilar que nada tenía. Después de comprobar que estaba ilesa, Augusto dejó a la niña con Celia y se puso a buscar a su salvadora. No la encontró, nadie supo dar razón de nada, nadie la vio. A instancias de Rafael, decidieron buscarla. Fueron a una comisaría cercana, pero no había reporte de ningún accidente, de ninguna mujer herida. Les recomendaron ir al Hospital Dos de Mayo. Tal vez ahí la habían llevado.
En el hospital tampoco sabían nada. No había ninguna emergencia. Estaban por irse, cuando una enfermera, para sopresa de Augusto, reconoció a Celia.
- Usted vino hace unos meses, ¿no es cierto? - le dijo. Pobre señora, al día siguiente murió, pero le dejó este paquete.
Pilar corrió y le arrebató el paquete. Lo abrió con movimientos ansiosos. Era una una hermosa imagen del Niño Jesús.
- Vamos a la casa - ordenó. Tenemos que celebrar Navidad.
Los tres nos quedamos callados. Luego de un rato, me animé a preguntarles si había alguna explicación para algo tan raro.
- No tengo ninguna - respondió Augusto. Lo único que se me ocurre pensar es lo que Victoria decía: siempre es mejor estar cerca que lejos.