viernes, 10 de julio de 2009

Darío, Marina

La infancia es la patria del hombre.
Rainer María Rilke
Darío
- Apúrate - me dijo el chino Romaña, al tanto que abría la puerta de la sala de partos.
Yo me apuré y lo seguí.
- Cámbiate rápido, porque está por nacer - me ordenó.
Lo obedecí, apurándome con tanto esmero, que metí las dos piernas en la misma pernera del pantalón verde esterilizado. No tuve tiempo de corregir el error, por que Romaña prácticamente me llevó de la oreja. Yo lo seguía, dando saltitos ridículos, hasta que finalmente pude vestirme como lo hace la gente. Recién en ese momento cobré conciencia, pude ver bien dónde estaba. Las enfermeras - tres o cuatro - preparaban todo, para lo que - así me pareció - era inminente.
De pronto, un gemido dio la señal de partida en la sala. Comenzaron la agitación, los correteos. Una enfermera puso la incubadora al costado de la cama.
- ¡Vamos, vamos, ya viene! - gritó el Chino Romaña.
Yo miré hacia el único sitio donde debía mirar. Una cabecita húmeda se asomaba apenas. Mi corazón, mil latidos por minuto. Apareció su cabeza, vi sus ojos cerrados, su nariz achatada, su boca en una mueca. No lo podía creer. Después, casi como alguien que se lanza a una piscina, cayó en los brazos del Chino Romaña. Lo miré, temblando. Jamás había sentido una sensación parecida. No puedo describirla, no tiene comparación con nada que haya vivido. Después miré el reloj de pared. Eran las doce y veinte del día. Hace exactamente 25 años.
Marina
Cuando llegó a la casa era tan chiquita, que dormía en un cajón de la cómoda. Yo no me cansaba de mirarla, me reía de sus pelos trinchudos, de los ruiditos que hacía. De alguna manera, ella me hablaba. No sé cómo, no sé por qué, nos extendimos los brazos y nos convertimos en un padre y su hija. Yo puedo dar fe de que los lazos del corazón son tan fuertes como los lazos de sangre. O será, tal vez, que Marina - nadie más terca que ella - se obstinó en ocupar el lugar más alto en mis afectos. Recuerdo muy bien cómo se empeñaba en no pisar las rayas de la vereda, cuando caminábamos de la mano y ella no tenía ni siquiera dos años. A veces, yo por apurado, la arrastraba, sin dejarla satisfacer su manía. Ella forcejeaba para soltarse de mí. Cuando lo conseguía, regresaba corriendo al punto de partida y volvía a recorrer el camino, de la manera que ella quería. Eso será, digo. Qué caminos habrá desandado, para encontrarse conmigo. Feliz cumpleaños, hijita de mi alma.

1 comentario:

  1. El ajetreo de mi cumpleaños no me permitió leer tan conmovedores relatos. Muchas gracias viejo, el mejor regalo.

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