viernes, 11 de agosto de 2017

LA GRIPE Y EL SOL


LA GRIPE Y EL SOL

Hace cerca de 2,500 años, Hipócrates, “el padre de la medicina”, fue el primer occidental en describir, por escrito, claro, los síntomas de la gripe. Uno quisiera que su progenitor, otro médico llamado Heráclides, le hubiera puesto su propio nombre, para no asociarlo -en español y otras lenguas- a esa fea actitud humana de ocultar la verdadera personalidad y las reales intenciones, poniendo, como dijo Rubén Blades, cara de “yo no fui”. No es mi intención, sin embargo, escribir sobre esa costumbre de repetir el mismo nombre en una familia, ni sobre la otra, que lamentablemente estuvo y está vigente en todas partes. Lo que quiero es hablar de la gripe.

Me atrevería a decir que la gripe nos acompaña desde que empezamos a caminar en dos pies. Nos acompaña y nos molesta, haciéndonos sentir muy mal. Resulta interesante saber que la palabra gripe proviene del suizo alemán grupi que significa acurrucarse. No es sorpresa, porque esa es la posición corporal que nos provoca adoptar cuando estamos atacados de este mal. Tampoco sorprende que otros etimólogos sostengan que el término fue tomado del francés grip, es decir garra. La verdad es que la gripe, cuando te agarra, lo hace firmemente y no te suelta así nomás.

Sea como fuere, y a pesar de que hace millones de años que nos tortura, no hemos encontrado todavía remedios que curen este maldito flagelo. Ocurre que la gripe la causa un virus y no una bacteria, lo que significa que los antibióticos son tan útiles como la carabina de Ambrosio, que no tenía ni cañón ni culata, o sea que no servía para nada. ¿Qué podemos hacer, entonces? ¿Aguantar con paciencia y tratar de no contagiar a nadie? Esa es una posibilidad, a la que se añade reposo y abrigo, para sentirnos mejor. Existen además fármacos antigripales, que en realidad llevan nombres engañosos. Esos medicamentos no curan la gripe, solamente inhiben los síntomas, mientras que la enfermedad sigue su curso. Todo esto lo sabe cualquiera, pero tal vez lo siguiente sea menos conocido.

Tradicionalmente, se ha recomendado tomar mucho líquido cuando uno está con gripe. Pues bien, parece ser que no hay ninguna evidencia de que esto ayude. Algunos médicos dicen que sí y otros, los menos, que no. Lo que se puede asegurar es que tomar agua no hace daño, de modo que, si quiere, instale una manguera en su habitación de enfermo y beba cuanto pueda. Lo que sí puede ser cierto y resulta una novedad, es que la ausencia o baja cantidad de vitamina D y no de vitamina C, como siempre se ha creído, permite la proliferación de ese antiguo y fastidioso virus, que nos hace ver la vida a cuadritos. Según el libro 400 Pequeñas Dosis de Ciencia, escrito por nueve investigadores dirigidos por el científico mexicano René Drucker -especialista en Neurología y Fisiología–, un estudio ruso determinó que en invierno hay ocho veces más casos que gripe que en verano. Esto no constituye ninguna novedad, pero sí que la razón está en que durante esta temporada disminuye la cantidad de vitamina D en nuestros cuerpos. Como sabemos, dicha vitamina la contienen, en muy pequeñas cantidades, alimentos como la leche y los huevos, de modo que requerimos del astro rey para que forme la vitamina en nuestra piel. Aunque sus rayos demoren 8 minutos y 19 segundos —más de lo que se tarda en leer este artículo—  en llegar a la Tierra, el sol cumple muy bien su función. No obstante, si se demuestre esta hipótesis, hay algunos inconvenientes. El primero es que en invierno, generalmente los días no son soleados, al diferencia del verano, que aquí nos regala desde muy temprano un esplendoroso, brillante y a veces hasta sofocante sol. El segundo es que cuando estamos agripados no nos provoca salir con poca ropa para que los rayos ultravioletas actúen directamente sobre la piel, sino estar en cama, tapados hasta las orejas. La otra alternativa es consumir pastillas de vitamina D creadas en el laboratorio. Corro el riesgo de que los naturalistas, que están en boga, me linchen si aconsejo esto. Tan solo me queda sugerir que se tome la enfermedad con buen humor, recordando que la gripe es como el amor: siempre termina en la cama.


HAMILTON Y TRUMP
Más de 65 millones de estadounidenses consideran que las últimas elecciones constituyeron una patada a la voluntad popular. Los casi 63 millones —2.8 millones menos— que votaron por el actual presidente, responden que todo el país conocía que la mayoría de colegios electorales les eran favorables y entonces, ¿de que te quejas, si sabías que había lentejas? La discusión puede ser interminable, pero yo quisiera aportar un punto de vista nuevo: la indiferencia es la culpable de esta situación.
Para explicarme, debo comenzar contando un poco sobre Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de Estados Unidos y amigo íntimo —uña y mugre diría Condorito— de George Washington. De arranque,, diré que no nació en esta nación, sino en el actual San Cristóbal y Nieves. Este país caribeño, prácticamente desconocido para nosotros, es el más pequeño del continente americano. Es diez veces más chico que la provincia de Lima, lo que nos da una idea de su tamaño. Su madre, Rachel Faucette, había estado casada con un señor de apellido Lavien, al que dejó —precursora, porque en esa época las mujeres no hacían eso— y se largó a San Cristóbal, donde conoció a James Hamilton. La amistad entre ellos fue tan viento en popa, que tuvieron dos hijos, James Jr. y nuestro protagonista, Alexander. Y entonces, en la década de 1760, el niño Alexander empezó a volverse invisible. Lo digo así, porque su padre lo ignoró y abandonó a la familia, con el pretexto de que el anterior esposo de Rachel estaba iniciando acciones legales por adulterio y bigamia. Luego, la vida misma siguió tratándolo como si no existiera, porque su madre enfermó de unas fiebres extrañas y tuvo la mala ocurrencia de morir. Hamilton terminó en un orfanato, donde solo le hacían caso para tratarlo mal.
Estos trágicos acontecimiento lo formaron con la convicción de que todo aquel que dirija hombres debería hacerlo rectamente y comprometerse a fondo. Así fue como participó en la guerra de independencia de los Estados Unidos. A los 26 años fue nombrado Héroe de Guerra, actuando como ayudante de campo de Washington. Al parecer se esforzó tanto en hacerse notar, que brilló en todo, convirtiéndose en visible, pero como se sabe, el que nace para corriente, aunque lo saquen del río, según sabremos.
Decidido a que no se cometan, a gran escala, los abusos que el sufrió, se hizo abogado, político y escritor. Tan notorio se hizo, que se le pidió su colaboración para los famosos Papeles Federalistas. Escribió 51 de los 85. En ellos intenta transmitir su convicción sobre los Colegios Electorales. De acuerdo a su inteligente opinión, este sistema «ofrece una certeza moral de que el cargo de presidente nunca caerá en manos de ningún hombre que no esté dotado de las cualificaciones necesarias». Es muy fácil inferir que trágica historia de Hamilton influyó decisivamente en su deseo de evitar que la nación sea conducida por una persona que, como su padre, tenga una conducta irresponsable y poco comprometida. No importa que haya sido elegido, porque los votantes pueden equivocarse y escogerlo por frívolos y desacertados motivos, así como su madre se equivocó al engendrarlo con James, atraída, quién sabe por qué.
Sin embargo, ya lo he dicho, aunque de otra forma, el que nace barrigón, aunque lo fajen de niño. Los grandes esfuerzos del buen Alex para que sus ideas se acojan, fueron inútiles. Aró, pues, en el mar. Pasaron los años y hasta los siglos. El pensamiento de Hamilton se desvirtuó, es decir que no se le hizo caso. Se convirtió en que los miembros de los colegios electorales debían, obligatoriamente, obedecer a los votos de la mayoría que los eligió, sin deliberar sobre cuál de los candidatos reúne las mejores cualidades, tal como establecen los Papeles Federales. Del mismo modo que no quiso ser abandonado y traicionado por su padre, tampoco quiso que sus ideas se dejen de lado y se traicione su pensamiento. El resultado de este olvido: Trump se convirtió en presidente.
Alexander Hamilton murió a consecuencia de un duelo con Aaron Burr, el tercer vicepresidente de Estados Unidos. La suerte le fue indiferente en el último acto de su vida.