martes, 7 de julio de 2009

Escribir

Todo el mundo sabe que Julio Ramón Ribeyro fumaba como un murciélago cuando escribía y que Hemingway escribía de pie, pero muy pocos que lo hacía con mocasines. William Faulkner - otro con su altar en mi utopía personal - no podía poner ni una coma sobre el papel, si antes no se metía un buen huaracazo de whisky entre pecho y espalda, y el mexicano Alfonso Reyes rabiaba cuando su familia le reprochaba que se pasaba el día sentado, cuando, en realidad, caminaba de un lado a otro, parando sólo para escribir unas líneas, también de pie.
Volviendo a Hemingway, cuando me enteré de que siempre dejaba una idea inconclusa, para tener algo que retomar al día siguiente, intenté copiar el método, pero en ese preciso instante se me acabaron las ideas para el día. Ni qué decir del siguiente, pues. Y es que cada uno es cada uno - caduno, caduno, decía mi hija Vida, cuando era chica - y nadie puede escribir como otro, porque escribir es algo muy personal, a menos que te conformes con la mediocridad de la imitación, pero eso es otra cosa, muy distinta a escribir. Mientras a algunos la inspiración les brota a partir de la angustia, de la pobreza, del dolor, otros prefieren la libertad económica. Para Faulkner esa condición era fundamental. Por eso reconocía que el mejor trabajo de su vida fue el de administrador de un burdel. El ambiente era silencioso, había dinero, mujeres, comida, trago y un techo bajo el que dormía.
Cortázar, el entrañable doble gigante de la literatura, prefería escribir en los cafés. En un café escribió Rayuela. Después, eligió lugares tranquilos: los aviones, la casa de un amigo, los hoteles. Qué distinto a García Márquez, incapaz de escribir en un hotel. Se dice que Baudelaire fumaba opio para escribir. No sé si es verdad o no. Cuando lo leo, daría la impresión de que sí, que escribía stone. ¿Y qué hay de Dickens, otro de mi ídolos queridos? Según leí, se apasionaba tanto con sus personajes, que lloraba y reía mientras escribía. No lo dudo, porque puedes sentir su corazón en cada uno de sus libros.
Hay quienes prefieren el día, hay quienes las noches. Aldous Huxley sólo escribía en las mañanas, lo mismo que T.S. Elliot - todavía recuerdo el pesado trabajo sobre él, en el diplomado del año pasado -, que no resistía más de tres horas, porque se cansaba al toque. Henry Miller, el de los Trópicos, trabajaba, cuando joven, desde la medianoche hasta el amanecer. Después, cuando vivió en París, por las mañanas. Miller escribía a máquina y corregía con lapicero. Hemingway hacía las dos cosas con lápiz y Faulkner nunca corregía. Neruda escribía a máquina, hasta que se rompió un dedo. A partir de ese momento, a mano. Vargas Llosa, trabaja - ha confesado - dos horas, hasta que la mano se le acalambra y pasa a la computadora.
Un caso curioso es del Octavio Paz, que diferencia entre prosa y poesía. Poesía - dijo - se escribe en cualquier sitio. La prosa, en un sitio tranquilo, aunque sea en el baño, pero siempre con un diccionario al lado.
Borges, cuando veía, escribía en un cuaderno. Sus textos están constantemente interrumpidos con dibujos. ¿A quién le extraña que la mayoría sean tigres?
Y ahora, yo. No es que pretenda compararme con los monstruos de arriba, pero, al fin y al cabo también escribo, así que me hago un lugarcito entre ellos. El primer cuento que escribí en mi vida, tal vez a los seis o siete años, me trajo problemas. No recuerdo el tema, pero sí que mi abuelo me llamó la atención, creyendo que lo había copiado de algún sitio. Debe haber tenido algo bueno el cuento, digo yo, para que mi querido abuelo piense que no era mío. Poco después - eso es lo que recuerdo - escribí otro, sobre unas mujeres aladas que servían de base a una mesa de la casa. De alguna manera, el cuento era erótico. Lo sé, porque todavía pueden verse las huellas de mis dientes en los pezones de esas mujeres. La mesa está en casa de mi madre. Y precisamente fue ella la que leyó otro de mis cuentos infantiles. Tenía una clarísima influencia de Agatha Christie. Trataba sobre un hombre que había reunido a un grupo de personas, diciéndoles que iba a matar a todos y que nadie podía salir de la casa. Los personajes se pasaban todo el cuento discutiendo cómo hacer para escaparse, hasta que a uno se le ocurrió sencillamente abrir la puerta y salir. Me parece que no le gustó mucho a mi mamá. Creo que hizo algunos comentarios de compromiso y se olvidó del tema. Después de eso, un vacío en mi memoria, hasta otro cuento, cuando ya estaba en la universidad. Era sobre un hombre que dedicó su vida a incendiar tiendas de electrodomésticos, después de que un embargo provocado por la imposibilidad de pagar las cuotas de una refrigeradora lo llevara a la locura.
Todos esos y los que no recuerdo, los escribí a mano, con buena letra, porque tenía profesora particular de caligrafía Palmer. Después, a máquina, pero ya no cuentos, sino guiones para la televisión. El primero fue Calígula, el Ángel Vengador. Hasta ahora no puedo creer que lo escribiera a máquina. No podría repetirlo. Mi primera computadora fue un generoso regalo de mi hermano Alberto, en un noble intento para que mi vida no siguiera dando tumbos. Todo lo demás ha sido tecleando esa y otras. Ahora no puedo escribir de otra manera.
¿Por qué escribo? No lo sé, exactamente. Escribo de día, de noche, de madrugada, en mi casa, en mi oficina. Prefiero hacerlo cuando estoy contento. Triste, me cuesta un mundo. Escribir, lo dijo Yeats, es un oficio solitario y sedentario. Es una necesidad, una manera de conectarme con la vida, un pretexto para gritar que estoy aquí, que no estoy pintado en la pared. A veces es una angustia, a veces una obligación, un mensaje, una señal.
Y también cumplir una promesa.

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