miércoles, 17 de junio de 2009

"Sapallaymi kjarin ruakani"

"Solito me hice hombre". Así puede traducirse, libremente, esta frase, que mi abuelo puso como epígrafe de su diario. La escribió así, en quechua, porque nació en Chachapoyas, que es una ciudad serrana y no selvática. Se llamaba Miguel Rubio Lynch. Tenía, pues, tanto de la poética melancolía del hombre andino, como del fuego celta y la rebeldía de los irlandeses. Vino a Lima a los 14 años, siguiendo la encarecida recomendación de una señora amiga de la familia ("cuélgate de la cola del caballo de tu papá, si es necesario, pero vete a Lima") y aquí se quedó. Su intención era estudiar medicina, pero terminó de militar, porque era eso, o regresar a Chachapoyas. He leído, con un nudo en la garganta, cuánto y cómo extrañaba a su familia. A su padre no volvió a verlo más. Seis años después de que lo dejara en Lima, murió. Para entonces, mi abuelo era teniente y estudiaba, además, en la Escuela de Ingenieros, gracias a un permiso que buscó y obtuvo personalmente del presidente Piérola. Cuento esto, porque en su última noche, mi bisabuelo tomó una copita de vino con mi bisabuela. "Brindemos por los ingenieros", dijo, y murió horas después. Y sí, solito, en Lima, Miguel se hizo hombre y si la tristeza no lo abandonó nunca, la rebeldía - una injusticia - lo llevó a dejar el ejército, y el fuego a trabajar como una bestia para casarse, porque se había enamorado y consideraba que no podía ofrecerle a Angélica, mi abuela, lo que él creía indispensable.
Hacerse hombre - o hacerse mujer, es lo mismo -, ¿qué significa eso? Sigmund Freud decía que un adulto debe ser capaz de amar y de trabajar.
Saber si se es capaz o no exige una honestidad a toda prueba.

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