lunes, 20 de julio de 2009

Niños y niñas

- ¡A mí, pásamela a mí - grita Santiaguito, mientras ve transitar la pelota de un lado a otro. Nadie se la pasará, hasta que llegue a los pies de Darío o a los míos, que somos los únicos capaces de conmovernos con sus lamentos. Los pases que le damos tienen que ser precisos, ni muy fuertes, para que pueda responderlos, ni muy lentos, para que los otros niños no puedan interceptarlos. Hemos terminado de almorzar y nos hemos trasladado al malecón, en Chorrillos. Además de Santiago, piedrón, ingenioso, parecido a su madre, están Illary - muero por esa niña - con su cara de luna y sus rizos de muñeca antigua; Esteban, insuperable en skate, con su camiseta del Bayern Münich encima; María, insufriblemente coqueta, martirizándome siempre con su negativa a darme un beso; Ramiro, flaco, cabezón, noble y candoroso, a despecho de sus doce años que se asoman a la adolescencia; Diego, con su timidez, sus anteojos y sus pelos trinchudos, y Jerónimo, condenado a ver el juego desde los brazos de Paola, porque recién cumplió un año, no hace ni un mes. Gonzalo, Rafael, Jaime y Carol, tampoco juegan con nosotros. Prefieren mirar el mar. Namasté y Vida acaban de irse. Me quedo, pues, con uno de los tres hijos que hoy almorzaron conmigo. Darío y yo somos futboleros, siempre lo fuimos. Desde chiquito lo llevaba al estadio. A la cancha, porque yo era periodista y, a la vez que hacía mi trabajo, le daba a mi hijo una vida envidiable, gracias al fútbol. Darío era el engreído de los y sobre todo de las reporteras gráficas, que lo retrataron con las estrellas de los 90. Recuerdo particularmente dos fotos: una con el gran Rivelino, en la que - no pude resistir la tentación - salgo yo también, y otra con el granítico Chumpitaz. El gran capitán y Darío, nadie más. Cuántos recuerdos en José Díaz, cuánto tiempo que no vamos, hijo querido. Nunca olvidaré una vez que, poco antes de comience el partido entre Alianza Lima y Sport Boys, el árbitro - creo que era Erasmo Mondoñedo - se acercó a Darío, que estaba al borde de la cancha conmigo, y le preguntó quién quería que ganase. Darío, naturalmente, dijo que el Boys. En el segundo tiempo se armó un lío y el equipo completo de Alianza se retiró de la cancha, ante el asombro de un estadio lleno. Pues bien, Darío nunca ha podido quitarse de la cabeza que el árbitro expulsó a los de Alianza para complacerlo.
Por eso, porque amamos el fútbol, porque hay que ser agradecido - así me enseñaron y así le enseñé - le metimos a esa pichanguita con los chicos. Lo de pichanguita es una exageración, porque no sólo había que cuidar que la pelota le llegue a Santiaguito, sino que - estábamos en la pista - había que vigilar el paso de los autos.
Eso de cuidar a los niños, e incluso eso de los niños, es un invento del siglo XVIII. Antes de eso, no eran otra cosa que adultos de pequeño tamaño, sin experiencia, ni conocimientos, ni tampoco dominio de sí mismos. La magia y la fantasía infantiles no eran tomadas en cuenta. No se hacía la menor distinción entre el mundo de los niños y el mundo de los adultos. Los juegos eran los mismos para todos y no se protegía la inocencia infantil de las diversiones o los chistes obscenos.
Fue Jean -Jacques Rousseau quien, queriéndolo o no, cambió esta manera de ver las cosas. A partir de la lectura de Emilio, las madres empiezan a dar de lactar a sus hijos (vuelven a hacerlo, en realidad) y se desarrolla la pedagogía. Más que eso todavía, la literatura descubre el mundo infantil como tema poético. Peter Pan será el pionero del nuevo ideal: no crecer. Se considera a los niños - y a las mujeres también, pero esa es otra historia - seres tan delicados, que hay que protegerlos de las groserías y, por supuesto, de cualquier alusión sexual.
Naturalmente, ninguna de esas reflexiones le interesaban a los chicos y a las chicas que jugaban con nosotros en el malecón. Sus intereses, más concretos, más terrenales, estaban en la pelota, el skate, la carcajada. Tengo para mí que la infancia es, más bien, una conquista de los niños, por la que han luchado durante siglos, muchas veces con ayuda adulta, es verdad. Para comprobar lo bueno de esta sociedad entre grandes y chicos, Santiaguito viene en mi ayuda, precisamente pidiéndole ayuda a su tío Mimí (o sea yo, para burla de las hermanas Harrison) contra "los zondis que vienen a atacarme". Después de unos segundos de vacilación, caigo en cuenta, al ver a María que se acerca a Santiaguito rígida, con los brazos extendidos, murmurando no sé qué cosas de ultratumba, que los zondis son los zombies, así que contraataco, la cargo y la alejo de su víctima.
Y la obligo, bajo severas amenazas, a por fin darme el beso tan negado.

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