viernes, 11 de agosto de 2017

LA GRIPE Y EL SOL


LA GRIPE Y EL SOL

Hace cerca de 2,500 años, Hipócrates, “el padre de la medicina”, fue el primer occidental en describir, por escrito, claro, los síntomas de la gripe. Uno quisiera que su progenitor, otro médico llamado Heráclides, le hubiera puesto su propio nombre, para no asociarlo -en español y otras lenguas- a esa fea actitud humana de ocultar la verdadera personalidad y las reales intenciones, poniendo, como dijo Rubén Blades, cara de “yo no fui”. No es mi intención, sin embargo, escribir sobre esa costumbre de repetir el mismo nombre en una familia, ni sobre la otra, que lamentablemente estuvo y está vigente en todas partes. Lo que quiero es hablar de la gripe.

Me atrevería a decir que la gripe nos acompaña desde que empezamos a caminar en dos pies. Nos acompaña y nos molesta, haciéndonos sentir muy mal. Resulta interesante saber que la palabra gripe proviene del suizo alemán grupi que significa acurrucarse. No es sorpresa, porque esa es la posición corporal que nos provoca adoptar cuando estamos atacados de este mal. Tampoco sorprende que otros etimólogos sostengan que el término fue tomado del francés grip, es decir garra. La verdad es que la gripe, cuando te agarra, lo hace firmemente y no te suelta así nomás.

Sea como fuere, y a pesar de que hace millones de años que nos tortura, no hemos encontrado todavía remedios que curen este maldito flagelo. Ocurre que la gripe la causa un virus y no una bacteria, lo que significa que los antibióticos son tan útiles como la carabina de Ambrosio, que no tenía ni cañón ni culata, o sea que no servía para nada. ¿Qué podemos hacer, entonces? ¿Aguantar con paciencia y tratar de no contagiar a nadie? Esa es una posibilidad, a la que se añade reposo y abrigo, para sentirnos mejor. Existen además fármacos antigripales, que en realidad llevan nombres engañosos. Esos medicamentos no curan la gripe, solamente inhiben los síntomas, mientras que la enfermedad sigue su curso. Todo esto lo sabe cualquiera, pero tal vez lo siguiente sea menos conocido.

Tradicionalmente, se ha recomendado tomar mucho líquido cuando uno está con gripe. Pues bien, parece ser que no hay ninguna evidencia de que esto ayude. Algunos médicos dicen que sí y otros, los menos, que no. Lo que se puede asegurar es que tomar agua no hace daño, de modo que, si quiere, instale una manguera en su habitación de enfermo y beba cuanto pueda. Lo que sí puede ser cierto y resulta una novedad, es que la ausencia o baja cantidad de vitamina D y no de vitamina C, como siempre se ha creído, permite la proliferación de ese antiguo y fastidioso virus, que nos hace ver la vida a cuadritos. Según el libro 400 Pequeñas Dosis de Ciencia, escrito por nueve investigadores dirigidos por el científico mexicano René Drucker -especialista en Neurología y Fisiología–, un estudio ruso determinó que en invierno hay ocho veces más casos que gripe que en verano. Esto no constituye ninguna novedad, pero sí que la razón está en que durante esta temporada disminuye la cantidad de vitamina D en nuestros cuerpos. Como sabemos, dicha vitamina la contienen, en muy pequeñas cantidades, alimentos como la leche y los huevos, de modo que requerimos del astro rey para que forme la vitamina en nuestra piel. Aunque sus rayos demoren 8 minutos y 19 segundos —más de lo que se tarda en leer este artículo—  en llegar a la Tierra, el sol cumple muy bien su función. No obstante, si se demuestre esta hipótesis, hay algunos inconvenientes. El primero es que en invierno, generalmente los días no son soleados, al diferencia del verano, que aquí nos regala desde muy temprano un esplendoroso, brillante y a veces hasta sofocante sol. El segundo es que cuando estamos agripados no nos provoca salir con poca ropa para que los rayos ultravioletas actúen directamente sobre la piel, sino estar en cama, tapados hasta las orejas. La otra alternativa es consumir pastillas de vitamina D creadas en el laboratorio. Corro el riesgo de que los naturalistas, que están en boga, me linchen si aconsejo esto. Tan solo me queda sugerir que se tome la enfermedad con buen humor, recordando que la gripe es como el amor: siempre termina en la cama.


HAMILTON Y TRUMP
Más de 65 millones de estadounidenses consideran que las últimas elecciones constituyeron una patada a la voluntad popular. Los casi 63 millones —2.8 millones menos— que votaron por el actual presidente, responden que todo el país conocía que la mayoría de colegios electorales les eran favorables y entonces, ¿de que te quejas, si sabías que había lentejas? La discusión puede ser interminable, pero yo quisiera aportar un punto de vista nuevo: la indiferencia es la culpable de esta situación.
Para explicarme, debo comenzar contando un poco sobre Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de Estados Unidos y amigo íntimo —uña y mugre diría Condorito— de George Washington. De arranque,, diré que no nació en esta nación, sino en el actual San Cristóbal y Nieves. Este país caribeño, prácticamente desconocido para nosotros, es el más pequeño del continente americano. Es diez veces más chico que la provincia de Lima, lo que nos da una idea de su tamaño. Su madre, Rachel Faucette, había estado casada con un señor de apellido Lavien, al que dejó —precursora, porque en esa época las mujeres no hacían eso— y se largó a San Cristóbal, donde conoció a James Hamilton. La amistad entre ellos fue tan viento en popa, que tuvieron dos hijos, James Jr. y nuestro protagonista, Alexander. Y entonces, en la década de 1760, el niño Alexander empezó a volverse invisible. Lo digo así, porque su padre lo ignoró y abandonó a la familia, con el pretexto de que el anterior esposo de Rachel estaba iniciando acciones legales por adulterio y bigamia. Luego, la vida misma siguió tratándolo como si no existiera, porque su madre enfermó de unas fiebres extrañas y tuvo la mala ocurrencia de morir. Hamilton terminó en un orfanato, donde solo le hacían caso para tratarlo mal.
Estos trágicos acontecimiento lo formaron con la convicción de que todo aquel que dirija hombres debería hacerlo rectamente y comprometerse a fondo. Así fue como participó en la guerra de independencia de los Estados Unidos. A los 26 años fue nombrado Héroe de Guerra, actuando como ayudante de campo de Washington. Al parecer se esforzó tanto en hacerse notar, que brilló en todo, convirtiéndose en visible, pero como se sabe, el que nace para corriente, aunque lo saquen del río, según sabremos.
Decidido a que no se cometan, a gran escala, los abusos que el sufrió, se hizo abogado, político y escritor. Tan notorio se hizo, que se le pidió su colaboración para los famosos Papeles Federalistas. Escribió 51 de los 85. En ellos intenta transmitir su convicción sobre los Colegios Electorales. De acuerdo a su inteligente opinión, este sistema «ofrece una certeza moral de que el cargo de presidente nunca caerá en manos de ningún hombre que no esté dotado de las cualificaciones necesarias». Es muy fácil inferir que trágica historia de Hamilton influyó decisivamente en su deseo de evitar que la nación sea conducida por una persona que, como su padre, tenga una conducta irresponsable y poco comprometida. No importa que haya sido elegido, porque los votantes pueden equivocarse y escogerlo por frívolos y desacertados motivos, así como su madre se equivocó al engendrarlo con James, atraída, quién sabe por qué.
Sin embargo, ya lo he dicho, aunque de otra forma, el que nace barrigón, aunque lo fajen de niño. Los grandes esfuerzos del buen Alex para que sus ideas se acojan, fueron inútiles. Aró, pues, en el mar. Pasaron los años y hasta los siglos. El pensamiento de Hamilton se desvirtuó, es decir que no se le hizo caso. Se convirtió en que los miembros de los colegios electorales debían, obligatoriamente, obedecer a los votos de la mayoría que los eligió, sin deliberar sobre cuál de los candidatos reúne las mejores cualidades, tal como establecen los Papeles Federales. Del mismo modo que no quiso ser abandonado y traicionado por su padre, tampoco quiso que sus ideas se dejen de lado y se traicione su pensamiento. El resultado de este olvido: Trump se convirtió en presidente.
Alexander Hamilton murió a consecuencia de un duelo con Aaron Burr, el tercer vicepresidente de Estados Unidos. La suerte le fue indiferente en el último acto de su vida.

domingo, 23 de julio de 2017


CORTÁZAR, LA MÚSICA Y EL AMOR

Es prácticamente un lugar común —él los odiaba— decir que Julio Cortázar era un apasionado de la música, un melómano como pocos. En su novela Rayuela escribió: “¡Música! Melancólico alimento para los que vivimos de amor”. Saquen sus conclusiones sobre cómo la vivía. También es muy conocido que sus relatos y todos sus escritos tienen swing, ritmo musical, cosa que entiendo perfectamente, porque al terminar cada frase que escribo, la leo en voz alta, para saber cómo suena. Y eso, siendo yo peor que Borges, quien varias veces se declaró “sordo para la música”. Tal vez menos personas sepan que el gran escritor tocaba muy bien la trompeta — aunque decía que era pésimo— y era un excelente pianista, gracias a una tía suya que desde que era muy pequeño se empeñó tercamente en que tomara lecciones. El gran escritor tocaba casi en secreto, encerrado en un cuarto de su casa, según ha contado Mario Vargas Llosa, quien fue muy amigo suyo y sigue siendo admirador de su literatura.

Lo que pretendo con estas líneas es contar algunas cosas de ese escritor que ocupa un lugar privilegiado en mi utopía personal, todas vinculadas a la música y al amor, y aventurar una explicación a un hecho aparentemente enigmático, protagonizado por una de sus esposas, poco tiempo después de que Cortázar falleciera. En el camino intentaré enseñar entreteniendo, desde mi alma de profesor. Me aventaré, pues, al agua, no sin antes discúlpame por mi habitual torpeza para interpretar algunos sentimientos. Ahí vamos.

A Julio Florencio Cortázar Descotte — así se llamaba y de chico le decían Coco—  le gustaban la música clásica, el tango y, sobre todo, el jazz. De niño aprendió a interpretar con maestría a Chopin. En cuanto al tango, Cortázar —de padre y madre argentinos— nació en Bruselas, cuando corría 1914, en el distrito de Ixelles, famoso, entre otras cosas por la cantidad de inmigrantes africanos, por la pureza de sus aguas, que desde hace siglos atrajo a muchas cervecerías, algunas de las cuales subsisten hasta hoy y, cómo no, por el busto del escritor, situado frente a la casa donde nació. Escapando de la Primera Guerra Mundial, la familia abandonó Bélgica, para irse primero a Zúrich y luego a Barcelona. Cuando el todavía Coco tenía cuatro años, en 1918, los Cortázar partieron a la Argentina, donde Julio se quedaría hasta 1950. Incapaz de soportar la presidencia de Perón, se fue a París, en ese año, donde vivió hasta su muerte, en 1984. Se había nacionalizado francés tres años antes, como protesta contra las sucesivas dictaduras militares que ocuparon por la fuerza la presidencia de su país.

El escritor siempre se sintió argentino y su necesidad de dejar su patria — por razones económicas y políticas— lo obligó a mantener su argentinidad a través del tango. No se limitó a escucharlo, quién sabe si disfrutando de sus frecuentes evocaciones lacrimosas. También escribió letras para el gotán, como bien sabía él que así lo llamaban hablando al vesre. Varias de sus letras fueron musicalizadas y cantadas por el tanguero —cosa rara, hijo de chilena Edgardo Cantón y por Juan Carlos “Tata” Cedrón, quien también vivía en Parí, auto exilado por las amenazas de muerte que recibiera por gentileza de la Triple A, en Buenos Aires. Existe un disco llamado Trottoirs de Buenos Aires, es decir Veredas de Buenos Aires o “vederas”, como el propio escritor cuenta que decían de niños, en una de sus letras. En ese disco hay hermosos tangos, como Java, con partes en francés, Guante Azul y el nostálgico La Cruz del Sur.

Sobre Cortázar y el jazz se han gastado caudalosos ríos de tinta. Contaré únicamente que la primera vez que Julio utilizó esa palabra fue al comentar en un artículo el concierto que Louis Armstrong diera en París muy poco antes de que terminara el año de 1952. La nota periodística se llamaba “Louis, enormísimo cronopio”. Como ustedes saben…

Solo los viejos saben— me dice una voz interior a la que haré caso, por si las moscas.

Dejaré que lo diga el propio Cortázar. “Un cronopio es una flor, dos son un jardín”. Si no entendieron, copiaré otra frase: “Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: es como una flor". La verdad es que no se puede definir la palabra. No se consigna, por supuesto, en el diccionario de la Real Academia, porque cronopio no se puede definir, hay que vivirlo, sentirlo en el corazón, que debe ser contestario. Que Cortázar considere un cronopio a Armstrong releva de cualquier cosa que se pueda escribir sobre su relación con el jazz. Saber que el gran trompetista puede jugar con una flor y acostarse a dormir bajo ella, lo dice todo.

En su cuento El Perseguidor, su personaje Johnny Carter, gran saxofonista, amante de la marihuana, está inspirado en Charlie Parker, un genio real del saxofón, músico estadounidense legendario y sin duda uno de los mejores de la historia. Precisamente, las argentinas —aunque sus nombres suenen a cualquier otra nacionalidad— Karina Wroblewski y Silvia Vegierski hicieron un documental llamado “Esto lo Estoy Tocando Mañana”, en el que muchos amigos de Cortázar, músicos y escritores, entre los que está Vargas Llosa, comentan sobre el gran escritor y la música. El título pertenece a una frase de El Perseguidor, cuando Johnny, en medio de una grabación de jazz que está saliendo excepcionalmente bien, para alegría del ingeniero de sonido, deja abruptamente su saxo, le da un puñete a alguien y abandona la sala de grabación, diciendo ¡Esto lo estoy tocando mañana! En una entrevista, una de las directoras, Karina Wroblewski, dice, claro, que el nombre lo tomaron del cuento, pero confiesa no entender lo que significa la frase, lo que quiso decir Cortázar con ella. A mí me parece clarísimo que el autor quiso reflejar el extraño sentido del tiempo de su personaje.

Para conocer un poco más sobre el tema, les recomiendo Jazzuela, un disco cuyo nombre revela lo que es. Hay algo sobre Cortázar y el jazz, sobre el jazz en Rayuela, están las letras de los blues, algo sobre los músicos, bibliografías sobre el escritor argentino y sobre el jazz, así como una guía, para escucharlo. Aunque lamentablemente incompleto, está en YouTube.

Con esto dejo el tema del jazz, para entrar al del amor, del que tampoco soy un experto. Julio Cortázar tuvo tres mujeres importantes en su vida. La primera es Aurora Bernárdez, con la que se casó en 1953. Es muy interesante lo que Vargas Llosa pensaba de ellos: “Nunca dejó de maravillarme el espectáculo que significaba oír conversar y ver a Aurora y a Julio en tándem. Todos los demás parecíamos sobrar. Todo lo que decían era inteligente, culto, divertido, vital. Muchas veces pensé: «No pueden ser siempre así. Esas conversaciones las ensayan en su casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con las anécdotas inusitadas, las citas brillantísimas y esas bromas que, en el momento oportuno, descargan el clima intelectual». Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca”. A pesar de los quince años de matrimonio entre ellos, el comentario del premio Nobel y las opiniones de los que la veían como su compañera, su cómplice, su lectora y principal crítica literaria, me permiten aplicarle a la relación de ambos una frase del propio Cortázar: “Pobre amor el que de pensamiento se alimenta”. Uno puede adivinar que el sexo era un elemento accidental, más que esencial en la pareja. Creo que fue una relación intelectual, no carnal.

En 1967, Julio dejó a Aurora para unirse a la lituana Ugné Karvelis, con la que estuvo —sin matrimonio de por medio— desde 1967 hasta 1978. Parece que el sexo también brilló entre ellos, pero por su ausencia, claro. Todo parece indicar que fue reemplazado por la política, manifestada en el pensamiento, en su escritura y en las actividades públicas de Cortázar, el tiempo que fueron pareja. Tal vez por esa razón se separaron y uno de los dos — no sé cuál a cuál— le aplicara al otro —valga la casi redundancia— otra de las frases del escritor: “Fui una letra de tango para tu indiferente melodía”.

A finales de los 70, Cortázar se casó por segunda vez. Su matrimonio con la escritora y fotógrafa estadounidense Carol Dunlop le dio eso que le había faltado con sus parejas anteriores. No es que él lo haya dicho, era muy discreto para su intimidad, pero algunos datos así lo indican. El primero, ella era 32 años más joven que Julio, el segundo, era muy guapa y el tercero, los radicales cambios que tuvo en su vida. Recurriré otra vez a Vargas Llosa para mostrarlo: La próxima vez que lo volví a ver, en Londres, con su nueva pareja, era otra persona. Se había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes, de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de fantasmas (…) Tengo la sospecha de que tuvo una vida más intensa y, acaso, más feliz que aquella de antes en la que, como escribió, la existencia se resumía para él en un libro. Por lo menos, todas las veces que lo vi, me pareció joven, exaltado, dispuesto”. Creo que el autor de Conversación en la Catedral dice lo que yo digo, sin decirlo, es decir, mucho más elegantemente. Esta historia, tiene, como las otras, también su frase de Cortázar: “Total parcial: te quiero. Total, general: te amo”. Lamentablemente, el final de esta relación es tristísimo. Carol murió a los pocos años, de una enfermedad fulminante. Tenía treinta y seis años y dejó a Cortázar destrozado, sumido en una profunda depresión. Según algunos amigos cercanos, hablaba de ella como si todavía viviera. El escritor ya estaba con leucemia y solo sobrevivió a Carol dos años. ¿Quién estuvo con él el tiempo final de su vida? Pues nada menos que Aurora Bernárdez, su primera esposa. Ella no se separó de su lado, cuidándolo y atendiéndolo, hasta el 12 de febrero de 1984, cuando Cortázar dejó este mundo. Tal fue la devoción de Aurora que hasta se ocupó del último deseo de Julo: que lo entierren junto a su amada Carol, en el cementerio Montparnasse, de París.

Aurora Bernárdez fue nombrada albacea por el escritor y, como intelectual y amante de los libros, donó los cuatro mil de la biblioteca personal de su ex marido, a la Fundación Juan March de Madrid. Sin embargo —aquí el hecho enigmático al que me referí al comienzo—los miles de discos que también reunió durante su vida, fueron vendidos por ella a un cachinero por una miseria, como quien dice veinte. ¿Por qué trató con esa falta de respeto las joyas que atesoró Cortázar durante su vida de melómano? ¿Por qué no le dio el mismo valor sentimental que a los libros? Yo creo que la razón está en que los odiaba. Los detestaba porque les tenía celos. Así como participaba en la lectura de lo que escribía Julio, con sus inteligentes y atinadas críticas, así como formaba un dúo brillante con él, admirado por todos los que los conocían, de la música estuvo apartada. Había una valla muy alta entre ella y esa actividad solitaria de quien compartió su vida durante muchos años. Tocar música, escucharla, era —lo sabemos—algo casi secreto. Por eso, pienso yo, no quiso darle el mismo valor a su discoteca, que a su hermana la biblioteca. Naturalmente, esto no pasa de ser una explicación y como dijo el gran escritor, la explicación es un error bien vestido.

miércoles, 24 de mayo de 2017


EL PALACIO DE BUCKINGHAM
William Wade subió con John Sheffield a la azotea del edificio de tres pisos que le había construido, cerró la puerta que traspasaron, arrojó la llave y, llevándolo hasta el borde, lo encaró:

-        Si no me pagas lo que me debes, me lanzo al vacío, pero te llevo conmigo.

De haber sido otro, Sheffield hubiera podido  llamar a su papá para que lo rescate. Sí, de haber sido Johnny Sheffield, el actor que encarnó a Boy, el hijo de Tarzán – un tercer Johnny, pero Weissmuller – en varias películas. No era Boy, pues, era el duque de Buckingham y el episodio no ocurrió en el siglo XX, como los films de Tarzán, sino en el siglo XVIII, durante el reinado de Ana, conocida por ser la última monarca de la dinastía Estuardo, por conseguir la anexión de Escocia a Inglaterra, mediante la severa y abusiva obstaculización de su comercio, y – tal vez menos importante, pero sin duda más interesante para mis queridos lectores – por ser tan gorda que sus sirvientes debían utilizar poleas para levantarla de la cama y porque fue enterrada en un ataúd del doble del tamaño habitual.

Fue la reina Ana quien nombró a Sheffield duque de Buckingham. Antes hubo otros. Uno de ellos Edward Stafford, III duque de Buckingham, dejó de llevar la cabeza encima de los hombros, gracias a las intrigas del cardenal Wosley, en el año 1521. Su decapitación fue tan sentida por algunos, que el emperador Carlos V – que no es el del vals criollo, por si acaso – exclamó: “A butcher´s dog has killed the finest Buck in England”, que significa “un perro carnicero ha asesinado al cisne más fino de Inglaterra”. El rey germano–español  hizo un juego de palabras entre “buck-in-England” y Buckingham. El escudo de los Buckingham mostraba un cisne con corona ducal, entre dos alas batientes. Nuestro Sheffield sobrevivió a tres matrimonios y murió en su cama, Esa cama estaba en el palacio que encargó, como dije, a William Wade, un arquitecto inglés nacido en Holanda. Wade era conocido por hacer casas de campo en Gran Bretaña y el duque creyó que le iba a aguantar el salto de pagarle en las famosas tres cuotas: tarde, mal y nunca. Ya sabemos cómo Wade consiguió que el duque honre sus obligaciones. Al margen de eso, lo que nos interesa es qué fue del palacio y cómo se convirtió en la residencia de la reina Isabel II, donde cada día se hace el cambio de guardia al son de temas como Dancing Queen, de ABBA, La Guerra de las Galaxias y últimamente con el tema de la serie Games of Thrones, cosa que no llama la atención a quienes hemos escuchado aquí, en la Plaza de Armas de Lima, a la banda de clarines de los Húsares de Junín entonar el tema de Superman, mientras se realizaba una ceremonia similar a mediodía.

La construcción del palacio

Wade demoró tres años en construir el palacio, un bloque principal de tres pisos, donde estaban las habitaciones principales, y dos alas que albergaban las piezas de servicio. Sheffield, además de político, era poeta, con lo que queda dicho cómo decoró el interior. Las habitaciones eran de yeso con incrustaciones lapislázuli azul y rosado, repletas de frescos y los jardines interiores llenos de estatuas y fuentes, mientras que algunos salones estaban decorados al estilo chino, muy de moda por la época.. El patio se abría al bosque de Saint James, la residencia real por entonces, dando la impresión de que era el gigantesco jardín de Buckingham House. Su propietario, arribista como nadie, hacía poco o nada para aclarar la confusión.

El rey loco

El palacio fue heredado por su hijo Edward, muerto muy joven, a los diecinueve años, de manera que pasó a manos de su hermano Charles, quien, a poco de tomar posesión se vio enfrentado a problemas parecidos a los que atormentaron a su padre, es decir las deudas. Parte del terreno sobre el que estaba edificado el petit hôtel  era alquilado, pues el propietario era el rey. Las mensualidades venían atrasadas desde cuando John Sheffield vivía, y Jorge III, el monarca de ese tiempo le dejó muy claro al heredero que tenía que pagar, sí o sí. Charles no tuvo otro recurso que vendérsela al mismo Jorge III, quien – buena gente – se la regaló a su esposa, Carlota de Mecklenburgo. Según se decía, Jorge estaba recontra templado de otra, lady Sarah Lennox, pero le impusieron el matrimonio con Carlota. Hay que reconocer, sin embargo, que Jorge le fue fiel, a pesar de que la mujer era más fea que un calambre. Y esa no fue su única excentricidad. No es recordado por perder las colonias de Norteamérica, ni por haber derrotado a Napoleón. Pasó a la historia por estar más loco que una cabra. Hablaba con los árboles y con los patos de los estanques. Incluso estuvo cierta vez 58 horas – casi dos días y medio – hablando sin parar. No obstante, la pareja se dio el tiempo para concebir quince hijos, catorce de los cuales nacieron en el palacio de Buckingham. Lamentablemente, no pudieron hacer de este el lugar privado para gozar de sus placeres, entre los que destacaba nítidamente la música. Con los años, las alteraciones mentales del Rey se hicieron más agudas y tuvo que ser recluido en el palacio de Windsor. Hoy se sabe que el Rey Loco no era loco, sino que padecía una enfermedad llamada porfiria, que altera el metabolismo y envenena la sangre. Sea como fuere, su hijo Jorge fue Regente y a la muerte del padre reinó como Jorge IV. Ejerció la Regencia desde Buckingham y recurrió al arquitecto John Nash para los cambios que tenía planeados.

Un arquitecto complaciente

John Nash era famoso como urbanista de Londres y en especial por haber remodelado un palacio real en Brighton, una humilde aldea de pescadores puesta de moda – misma Asia, en Lima - por Jorge, quien inicialmente acudió para darse baños de mar, por prescripción médica. El nuevo rey era fanático de los interiores franceses e hizo trasladar desde el país galo finísimos muebles y porcelanas de Sèvres, que armonizaban muy bien con la fachada de piedra amarilla de Bath, ciudad inglesa fundada por los romanos y actualmente Patrimonio Cultural de la Humanidad, y con el famoso Marble Arch (Arco de Mármol) creado por Nash como entrada al espléndido patio central de Buckingham. Este hermoso arco de mármol de Carrara merece un párrafo aparte: Nash lo diseñó teniendo como modelo el arco triunfal de Constantino en Roma, para conmemorar la victoria sobre Napoleón en Waterloo. En 1851, el arco fue trasladado a su actual emplazamiento, en Hyde Park, cerca del lugar donde se ahorcaba a los condenados. La leyenda urbana dice que el arco fue trasladado porque era demasiado angosto para que lo atravesara el carruaje real, pero lo cierto es que el carruaje pasó por ahí durante la coronación de Isabel II, en 1953.

El palacio de Buckingham estaba quedando muy lujoso y llamativo, pero resultaba carísimo. Los costos habían superado en cuatro veces el presupuesto inicial de Nash y los gastos de mantenimiento eran sencillamente gigantescos. Durante una fiesta, por ejemplo, se necesitaban ni más ni menos que treinta sirvientes para mantener todas las velas encendidas. El rey era engreído y ostentoso. Pedía más y más modificaciones, más y más construcciones. Nash le decía que sí a todo, soñando con ser nombrado arquitecto real de Gran Bretaña. Lo que sucedió fue que Jorge IV murió sin hijos y sin estrenar el palacio y el Parlamento inglés nunca le otorgó el título al arquitecto.

Un monstruoso insulto a la nación

A Jorge lo sucedió Guillermo IV, quien no era, ni por asomo, pomposo y fatuo como su hermano. Al buen Wili le gustaba caminar solo, sin escolta, por la ciudad de Londres y mantuvo una larga relación con una actriz, plebeya naturalmente, llamada Dorothea  Bland, con la que tuvo diez hijos. Por razones políticas tuvo que casarse con la princesa Adelaida de Sajonia, a la que triplicaba en edad. De acuerdo con la sabiduría popular, que llamaba al palacio “un monstruoso insulto a la nación”, Guillermo se negó a ocuparlo. Más que eso, lo ofreció para que allí funcione el Parlamento, cuando un incendio destruyó su sede. La oferta fue declinada y, por el contrario, cuando se aprobó costear los gastos para terminar el palacio, decidió mudarse, en vista de que el platal que se gastó debía servir para algo. No pudo hacerlo, murió en 1837.

La reina Victoria

Alejandrina Victoria era nieta de Jorge III, el rey que estaba tronado, sobrina carnal de Jorge IV y de Guillermo IV, e hija de Eduardo, hermano menor de estos dos reyes anteriores, que no tenían descendencia legítima. Eduardo era un mujeriego impenitente, pero al pasar los años tiró pluma y se dio cuenta de que si tenía un hijo legítimo, éste tendría grandes posibilidades de convertirse en rey de Inglaterra, de modo que se casó volando con  la princesa alemana Victoria de Sajonia-Coburgo-Saalfeld. Para que no cupieran dudas sobre su matrimonio – hombre precavido vale por dos – se casó primero en Alemania y, por si las moscas, otra vez en Inglaterra. Aplicado, Eduardo se puso manos a la obra y poco tiempo después la dejó embarazada. Así nació Alejandrina Victoria, nombrada así por su padrino, el zar Alejandro de Rusia, y por su madre. Eduardo – piña – no pudo disfrutar de su éxito. Murió pocos meses después. La princesa Victoria, su madre, se consoló rápidamente con Sir John Conroy, su mayordomo, quien, al parecer no solo le hacía la cama, sino que también la deshacía, desde varios años antes. Conroy y su amante quisieron dominar a Victoria, pero ella les salió respondona y, a los 17 años se mudó al Palacio de Buckingham, manteniéndose lejos de su influencia. Un año después fue coronada como Victoria del Reino Unido y Buckingham se convirtió en la residencia oficial de la corona británica.

Un infierno helado

La experiencia de Victoria en Buckingham tuvo un comienzo desastroso. Empeñados en el lujo y la ostentación, John Sheffield y William Wade, su arquitecto, habían omitido cosas fundamentales. Como muestra, un botón: las cocinas eran subterráneas y sin ventilación. Además, como no se había tomado en cuenta que el río Tyburn, uno de los quince afluentes del Támesis, corría bajo ellas, las inundaba. ¿Más botones? Las habitaciones de servicio eran insuficientes y en cada una se hacinaban hasta ocho trabajadores. ¿Más? La calefacción no funcionaba y cuando se encendían las chimeneas, el humo cubría todo el palacio, de manera que eran apagadas de inmediato. A la Reina Victoria se le hubieran congelado las pelotas, de haberlas tenido. No las tenía, pero eran bien macha y nunca se quejó del frío, ni del humo, ni de las espantosas condiciones de servicio. Estaba decidida a borrar la impronta de sus frívolos sucesores, ofreciendo a su pueblo una imagen de austeridad y templanza, que sumadas a su rectitud moral y sus sólidos principios, le dieron a su largo reinado de 63 años y siete meses – el más largo del Reino Unido – el nombre de “época victoriana”.

Urgente, un arquitecto

Las cosas empezaron a cambiar en el palacio de Buckingham cuando Victoria se casó con su primo, Alberto de Sajonia-Coburgo en 1840. La boda fue propiciada por Leopoldo I de Bélgica y por su hermana, la madre de la Reina Victoria. Cosa rara, sintieron mutua atracción desde el día que se conocieron y tuvieron una relación muy armoniosa durante los 21 años de matrimonio.

Conmovido por el estoico y mudo sufrimiento de su esposa, el príncipe consorte Alberto se dedicó a la búsqueda de un arquitecto eficiente y responsable, que tomara a su cargo las tan necesarias reformas del palacio de Buckingham. Encontró a Edward Blore, que era amigo de Walter Scott – el autor de Ivanhoe – y conocido por haber trabajado en la abadía de Westminster, la iglesia anglicana donde tradicionalmente empiezan y terminan los monarcas británicos, pues allí son coronados y también sepultados. Blore solucionó los desastres domésticos de Wade y se dio maña para convertir el incómodo palacio en una cómoda residencia. Blore fue quien retiró el Arco de Mármol y creó un ala más, dándole el aspecto cuadrado que presenta hoy.  Ayudó su talento, pero también la venta de muchos de los antiguos muebles existentes. Alberto no solo promovió reformas estructurales, se empeñó también en modificar las centenarias costumbres del funcionamiento de la casa, que pasaban, por ejemplo, porque un hombre ponía leña en las chimeneas y otro las encendía; uno limpiaba la parte interior de los cristales y otro, la exterior. La familia real vivió ahí hasta la muerte del príncipe Alberto, cuando la Reina Victoria, guardando riguroso luto, se retiró a la isla de Wight, dejando atrás la sala de baile construida por el arquitecto Sir James Pennethorne, inaugurada con motivo de la finalización de la guerra de Crimea, que fue la primera estancia del palacio en tener luz eléctrica. Después de dos años de retiro, Victoria fue convencida por sus ministros para regresar a Buckingham, pero se mantuvo tan fiel a la memoria de su marido, que no movió ni un mueble. Todas las mañanas, los empleados dejaban la ropa del príncipe Alberto sobre su cama, como si este fuera a vestirse. Así quedaron las cosas, hasta la ascensión al trono de Eduardo VII, el hijo mayor de Victoria y Alberto.

Tiempos modernos

Con la llegada del siglo XX – Eduardo fue coronado en 1902 – se abrieron las ventanas del palacio y entraron frescos vientos de renovación. Eduardo VII hizo redecorar el palacio al estilo Belle Époque, con tonos crema y dorados. Recordemos que la tendencia de la época era optimista y ambiciosa con respecto al futuro. La confianza se basaba en una fe ciega en la ciencia. La arquitectura se hizo notar en los bulevares, los cafés y los cabarets de las capitales europeas. Eduardo, con su fama de viajero y de playboy, no fue ajeno a estas influencias, pero su reinado fue breve – hemos dicho que el de Victoria fue larguísimo – y murió en 1910. Fue el único rey inglés nacido y muerto en Buckingham. Lo sucedió su hijo, Jorge V, quien estuvo en el trono durante la Primera Guerra Mundial. El palacio no sufrió daños en esta contienda, pero la colección real de tesoros fue trasladada a Windsor, donde estaría más protegida. Antes de la guerra se contrató a Aston Webb, arquitecto, presidente de la Real Academia e hijo de un pintor, conocido sobre todo por el diseño de la entrada del Museo Alberto y Victoria, el más grande del mundo de artes decorativas, y considerado en sí mismo una obra de arte. Webb cambió la fachada anterior por una de blanquísima piedra de Portland, una isla inglesa que no se debe confundir con las ciudades de Estados Unidos, por más que el edificio de las Naciones Unidas en Nueva York fuera construido con la misma piedra caliza que el palacio. Al iniciarse la Primera Guerra Mundial, una multitud eufórica se congregó en la plazoleta frente al palacio, dando inicio a una costumbre que se mantiene hasta hoy. Durante la guerra, Jorge V y su esposa dieron ejemplo de austeridad a su pueblo, sirviendo a sus invitados un huevo o un filete de pescado para comer y té o limonada para beber. Jorge V murió en 1936, en medio de gran popularidad, entre otras cosas, por abrir los jardines del palacio para frecuentes desayunos – que se realizaban, misteriosamente, por las tardes – a los que asistían destacados ciudadanos. Precisamente, el primer ministro laborista Ramsay McDonald fue, en 1924, el primer hombre que se atrevió a comparecer en traje de calle, y no de gala, ante el Rey.

A Jorge V lo sucedió Eduardo VIII. Es de sobra conocida su incapacidad para cumplir con las obligaciones que acarreaba su cargo. Engreído, irresponsable, saco largo y amigo de los nazis, abdicó luego de 326 días de reinado – el más corto de la historia inglesa – para casarse con la norteamericana Wallis Simpson. A pesar de su fugaz paso por Buckingham, Eduardo se dio el lujo de hacer llegar al palacio la televisión, de construir una cancha desquash y de reemplazar al personal antiguo por “caras más jóvenes”.

En vista de la renuncia, ascendió al trono su hermano, Jorge VI – el tartamudo de la película -, quien tuvo que paparse a Hitler y a la Segunda Guerra Mundial durante su período. El palacio de Buckingham fue alcanzado nueve veces por las bombas alemanas. Un policía de servicio fue la única víctima mortal. Los daños materiales fueron pocos, si no contamos la destrucción de la capilla del palacio. El Rey y su esposa, María, recuperaron la popularidad que habían perdido con las estúpidas frivolidades de Eduardo. Lo hicieron soportando la cruenta guerra mundial a punta de coraje. Su hija mayor, Isabel, de 25 años, estaba de visita oficial en Kenia, cuando se enteró de la muerte de su padre.

Otra vez en la azotea

 Isabel regreso más rápido que volando a Gran Bretaña. Fue coronada y se instaló, con su esposo Felipe de Edimburgo, en el palacio de Buckingham. Desde muy temprano, Isabel mostró una gran apertura hacia sus súbditos, utilizando la televisión como medio de aproximación. Su matrimonio fue televisado, lo mismo que su coronación. Las cámaras entraron por primera vez a Buckingham en 1969, cuando mostraron a la familia real en la intimidad. Los súbditos británicos tuvieron el interesantísimo privilegio de ver a Felipe friendo salchichas en la cocina. Esa apertura ha traído problemas para la seguridad de la Reina. El 9 de julio de 1982, Isabel se despertó y lo primero que vio fue a un hombre sentado al borde de la cama. Sin perder la calma, llamó por teléfono a la Policía y durante los veinte minutos que tardaron en llegar los agentes, conversó tranquilamente con el hombre. Se enteró así que se llamaba Michael Fagan, que, igual que ella, tenía cuatro hijos y que acababa de salir de un hospital psiquiátrico, donde estuvo recluido por cortarse las venas con una botella rota, luego de descubrir que su mujer le sacaba la vuelta.

Cuando Isabel II cumplió sus bodas de oro como monarca del Reino Unido, un millón de personas fueron al palacio de Buckingham para participar en las celebraciones. En esa ocasión, Brian May, el guitarrista y compositor de la legendaria banda de rock Queen – que también es astrofísico – tocó God Save the Queen, el tradicional himno inglés. Lo hizo con su guitarra Red Special, construida por él mismo, tocándola desde la azotea del palacio, la misma donde estuvo a punto de morir John Sheffield, el primer habitante de Buckingham. Como sabemos, se salvó por un pelo. Su tocayo, Boy, el hijo de Tarzán, si murió de una caída. El 15 de octubre de 2010, a los 79 años, se cayó de una escalera, cuando podaba un árbol en el jardín de su casa, en Chula Vista, California. En el palacio de Buckingham ni se enteraron.

martes, 23 de mayo de 2017


ALGODÓN

Santiaguito era un niño peruano que nunca estaba conforme con nada. En el colegio, cuando daba un buen examen, se enojaba porque algún compañero lo había dado mejor y si una niña lo miraba con interés, protestaba, diciendo que al del costado lo había mirado una más bonita. Cuando metía un gol, porque le gustaba mucho el fútbol, se quejaba de que hubiera podido patear más fuerte, o de que la jugada podría haber sido más bonita. No se contentaba con nada.



Cuando cumplió once años, sus padres le regalaron una bicicleta y ¿qué creen?, en lugar de agradecerles y correr a montarla, como cualquier otro chico haría, se quejó de que el vecino tenía una montañera mejor, con más luces y no sé qué otras cosas. Su papá y su mamá se preocuparon mucho, porque aunque era cierto que Santiago era un buen chico, con ese defecto difícilmente podía ser feliz. ¿Cómo iba a serlo, si a cada momento encontraba un pretexto para renegar y lamentarse? Esa noche, cuando Santiaguito se acostó, hablaron mucho sobre el tema. Finalmente, acordaron que, si sacaba buenas notas, el papá lo llevaría a Nueva York, aprovechando un viaje de negocios que debía hacer durante las vacaciones escolares de Santiago. De esa manera, pensaban ellos, su hijo iba a darse cuenta de que no le faltaban ocasiones para disfrutar y así terminaría de una vez por todas con la  desagradable costumbre que tenía.



Al escuchar la noticia, Santiaguito estuvo a punto de decir que no era justo, que a su primo lo habían llevado a Disney World y por qué a él solo a Nueva York, pero, por más envidiosillo que fuera, no tenía un pelo de tonto, así que cerró bien la boca y desde ese día se puso a estudiar día y noche, para ganarse el viaje. Y se lo ganó. Papá e hijo partieron y tuvieron un viaje muy agradable. Santiago sólo se quejó del jugo de naranja, por que su vaso tenía menos que el de su papá, y del avión, que le pareció más pequeño que el que vio aterrizar cuando estaba esperando para subir al suyo. Apenas pisaron el aeropuerto Kennedy, en Nueva York, el niño empezó a transformarse. Estaba con la boca abierta, mirando las larguísimas terminales, las luces, las tiendas, la gran cantidad de gente caminando de aquí para allá y muchas otras cosas que ni siquiera había imaginado. Del hotel, no se diga nada. Se quedó como un bobo, con los ojos clavados en el altísimo edificio y sólo cuando su papá lo jaló del brazo atinó a entrar. En la habitación, todo era lujo y elegancia, todo una maravilla, algo nunca visto. Tan contento estaba, con cuánta admiración se refería hasta a los más mínimos detalles, que su papá llegó a creer que se había curado. Pero no podía ser verdad tanta belleza:



-        Papá, ¿por qué en el Perú no tenemos hoteles como este? ¿Y el aeropuerto? ¿Te fijaste? No es justo, el nuestro parece de juguete, comparado con el de aquí – dijo Santiago, con una expresión tan agria, que parecía estar tomando vinagre directamente de la botella.



-        En el Perú tenemos cosas muy lindas, Santiago – contestó el papá, tratando de dominar su decepción -, fíjate, por ejemplo, en...



Pero Santiaguito no lo dejó terminar. Siguió quejándose de esto y de lo otro, hasta hartar a su padre.



-        Mira – le dijo –, tú y yo vamos a tener una conversación muy seria cuando regrese de una reunión. Espérame y no salgas a de la habitación hasta que llegue. ¿Entendido?



-        Sí, papá, como tu digas – contestó el niño y se fue a mirar por la ventana.



Cuando el padre se marchó, unas ideas muy atrevidas cruzaron por la cabeza de Santiago. ¿Por qué se iba a quedar encerrado en el hotel, si los amigos suyos que habían viajado salían todo el día a pasear y a conocer sitios bonitos? No, de ninguna manera, ¿acaso él era un niñito? ¡No! Ya tenía once años y podía hacer lo que le diese la gana. Saldría un par de horas y estaría a tiempo en el hotel para el regreso de su papá. Nunca se iba a dar cuenta. Cinco minutos después, ya estaba en la calle, mirando los rascacielos, las grandes avenidas, los autos que pasaban veloces por las gigantescas autopistas y, cómo no, quejándose, lamentándose y volviendo a quejarse de que en el Perú todo era una porquería. Caminó, pues, sin rumbo fijo, alejándose cada vez más del hotel, hasta que se perdió. Más furioso que asustado, le dio una tremenda patada a una lata que estaba tranquila en la vereda, sin meterse con nadie.



-        Todo el mundo tiene un plano para no perderse, menos yo, claro – dijo en voz alta, y se dispuso a meterle otro puntapié a la lata, para mandarla a volar más lejos, cuando notó que de adentro salía humo de un color muy extraño. Curioso, se acercó a la lata y pegó un salto cuando de ella salió un extraño hombre, con un turbante y la barba muy, muy larga.



-        Gracias – dijo el extraño hombre, estirándose, como si despertara de un largo sueño -, esta lata no era de mi talla, estaba muy incómodo.



-        ¡Un genio! – exclamó Santiago, asombrado -.



-        ¿Eugenio? No. Me llamo Alí Al - Rashid. Soy un genio, una hechicera me encerró hace años – respondió el hombre de la lata.



-        ¡Lo sabía! – se apuró a renegar Santiago –. Entre todos los genios, me tenía que tocar uno sordo. ¿Por qué no le pasó a Aladino? ¿Por qué a mí? No es justo.



El genio le explicó que no era sordo, después de tantos años sin escuchar una voz humana, tenía que acostumbrarse, le dijo, pero no lo convenció. Santiago ya estaba tomado por su pesimismo de siempre.



-Seguramente también te has olvidado de cómo se hace para cumplir los deseos de los que te liberan. Te apuesto lo que quieras a que has perdido tus poderes. De todos los niños del mundo, el único que se encuentra a un genio, soy yo, y ¿para qué? ¡Para nada!



-        Te equivocas – le dijo el genio -, ni me he olvidado, ni he perdido mis poderes –.



-        ¡Entonces escucha mis deseos! – gritó el niño, pero su entusiasmo le duró muy poco –. Ah... ahora me vas a decir que ya no es como antes, que ya no son tres deseos, sino uno solamente. Más que fijo que acaban de inaugurar ese método, justo cuando es mi turno, ¿no?



-        No, Santiago. Como verás, conozco tu nombre sin que me lo hayas dicho, así que mis poderes están intactos. Lo que pasa es que ya no cumplimos deseos, en eso tienes razón, hemos cambiado de método.



-        ¡Ahí está! ¿Ya ves? ¡Métete a tu lata, inútil! – le ordenó Santiago, de muy mal humor.



-        Si quieres, encantado. Ya me estás resultando un poco pesado, tú. A ver, sólo por divertirnos... ¿qué deseos pedirías? – le preguntó el genio.



-        En primer lugar – le respondió, sin pensarlo dos veces – pediría que mi país sea como este, que sea moderno, que tenga rascacielos más altos que los acá, con hoteles lujosos y...



El genio lo interrumpió, haciendo un gesto con la mano. Lo miró fijamente y movió la cabeza varias veces, con expresión de fastidio.



-        Un quejumbroso... ¡eso sí se llama mala suerte! Siglos de siglos encerrado y cuando por fin salgo, me encuentro con uno que no está contento con nada... tú eres peruano, ¿no es cierto? – le dijo.



-        Sí. ¿Por eso no quieres concederme mis deseos? – preguntó Santiago.



-        No seas necio, muchacho, más bien me llama la atención que, siendo del Perú, te quejes tanto – respondió el genio, con cierta tristeza.



-        ¿Por qué? ¿Qué tenemos en el Perú que pueda compararse con esto? - preguntó el niño, señalando las calles, los autos, los edificios, la gente y todas las cosas que lo habían impresionado.



-        En este momento vas a saber por qué – le respondió el genio, irritado, y a continuación movió ambos brazos en círculo. - ¡Chazam! – exclamó con voz cavernosa.



Santiago estaba listo para burlarse, cuando empezó a sentir un ariecillo frío que le puso la carne de gallina. Sin dejar de mirar al genio, cruzó los brazos, como para protegerse del viento y en ese momento se dio cuenta de que... ¡estaba desnudo! Para ser exactos, digamos que no lo estaba completamente, porque conservaba los zapatos y la correa, que le bailó unos segundos en la cintura y luego se deslizó hasta detenerse en el suelo. Asustado y muerto de vergüenza, corrió a esconderse tras un tacho de basura y, oculto tras él, pudo ver un espectáculo insólito en la calle. La gente corría de un lado a otro, buscando dónde esconderse. Los conductores de los automóviles frenaban bruscamente, las sirenas de los patrulleros ululaban sin ton ni son y los policías trataban de poner orden hasta que se percataban que también estaban desnudos, como todos los demás, y se sumaban al caos, haciendo sonar sus silbatos como si fueran árbitros de fútbol que se hubieran vuelto locos. Todos tenían, como Santiago, los zapatos puestos y algunos se tropezaban con sus correas, rodando por el suelo. Sólo los niños pequeños estaban como si nada, gozando de lo lindo con el loquerío.



-        ¿Qué has hecho? – preguntó Santiago, escandalizado, mientras, con una mano atrás y otra adelante, se cubría como podía -. ¿Qué has hecho?



-        Nada – contestó el genio, doblándose de la risa -. Estoy dándote una lección.



-        ¿Qué clase de lección es esa? ¿Te parece bonito desnudar a la gente? ¿Qué voy a aprender con todo esto?



-        Vas a aprender a no quejarte de las maravillas que tienes, Santiago. Lo único que he hecho es desaparecer un regalo que el Perú le dio al mundo, una cosa que, gracias a los antiguos peruanos, permite que la gente pueda usar medias, calzones, calzoncillos, pantalones y camisas – dijo el genio.



Santiago, colorado como un tomate, no salía de su asombro.



-        ¿Qué tiene que ver el Perú? ¿De qué estás hablando?



-        ¡Del algodón! – contestó triunfalmente el genio - ¿No sabías que el       algodón es originario del Perú, y que fueron los antiguos peruanos quienes lo domesticaron y aprendieron a hacer hermosas telas, mucho más bonitas que la ropa que tenías puesta? Entonces tampoco sabes que la fibra de algodón Pima es una de las más finas del mundo, y es peruana, también.



-        No sabía – confesó Santiago, ruborizándose más, todavía, hasta que su cara tomó el aspecto de un farol.



-        ¡Chazam! – Repitió el genio, y todo volvió a la normalidad.



Santiago se palpó varias veces el cuerpo y se tocó la ropa apretándola muy fuerte, no vaya a ser que sus ojos lo engañaran. Una vez convencido, salió de su escondite. Su mirada ya no era altanera y sus modales habían mejorado mucho.



-        Señor  - dijo con humildad –, quiero regresar al hotel... no sé dónde está,  estoy perdido.



-        Ese deseo te lo puedo conceder, Santiago. Cierra los ojos – le dijo el        genio, también muy amablemente.



Cuando el papá regresó al hotel, encontró a su hijo durmiendo. Lo movió con delicadeza, hasta despertarlo.



-        ¡Papá! – se emocionó Santiago – ¡No sabes lo que me ha pasado!



-        Sí sé – dijo el papá -. Te aburriste de esperarme y te quedaste dormido.



-        No, papá. La verdad es que te desobedecí y salí a la calle. Caminé un montón y me perdí... entonces, pateé una lata y...



El papá le acarició la cabeza y sonrió.



-        No me vengas con cuentos, ya sospechaba yo que no ibas a hacerme caso, así que dejé encargado en la recepción que no te dejen salir solo. Antes de subir pregunté por ti y me dijeron que no te moviste de la habitación.



-        ¿Entonces cómo sé que el algodón es originario del Perú? A ver, dime, pues – le dijo Santiago, incorporándose de un salto.



-        Porque te lo han enseñado en el colegio, o quizá lo has leído en un libro  y has soñado con eso – contestó tranquilamente el papá.



Santiago se quedó callado, pensando que era inútil discutir y bastante confundido. Pasaron los días y disfrutó mucho de Nueva York, apreciando lo que tenía que apreciar, sin hacer odiosas comparaciones. Durante el vuelo de regreso, cuando el avión estaba por aterrizar, pudo ver por la ventanilla los extensos campos de algodón de la costa peruana, y se emocionó mucho.



-        El Perú es muy hermoso, papá – exclamó -. Nunca más voy a quejarme por gusto.



Y cumplió su promesa.


lunes, 15 de febrero de 2010

Lunahuaná

Mi caballo se llamaba Cutato. El de Genca, Cenizo. Cutato era un alazán manso y amable. Cenizo, un tordillo un poco arisco, pero sólo un poco. Salíamos por la mañana, cuando el sol empezaba a convertir las gotas de rocío en un velo de vapor que distorsionaba el horizonte, regalándonos espejismos harto divertidos. Mi mamá nos despedía desde la puerta de la casa, en medio de recomendaciones que Blanca, la muda que nos acompañaba, respondía con movimientos de cabeza y sonidos guturales que no entendía nadie. Gloria también venía con nosotros. Era la hija de Juana, esposa de Paulino, el capataz. Y también un burro anónimo, resignado y silencioso, que después regresaría cargado de leña para el almuerzo de la peonada. Blanca y Gloria iban a pie. Gloria corría de un lado a otro, para chapar alguna mariquita o para perseguir a un grillo que saltaba en arcos invisibles cuando los cascos de los caballos alborotaban la hierba del camino.
Un poco más allá, pasábamos junto a Bernabé. Al vernos, clavaba la lampa en el suelo, se quitaba el maltrecho sombrero de paja que lo protegía del sol, se enjugaba la frente, y nos saludaba con un alegre movimiento de la mano. Bernabé era mi amigo. Me hacía hondas con el caucho de las llantas desechadas del tractor y con horquillas de huarango. Las tallaba los sábados por la mañana, mientras esperaba que le llegue el turno para recibir su pago semanal. Cuando mi papá - con ese tono solemne que me daba miedo - lo llamaba por su nombre y apellido, Bernabé se acercaba abriéndose paso entre los demás peones y cobraba su salario. Yo lo seguía con la mirada. Ya sabía que tenía una honda reluciente, lista para mí.
A veces nos cruzábamos con el camión cargado de algodón o de tomates. La bocina, otro gesto alegre con la mano, un leve respingo de las bestias. O bajábamos por la quebrada, hasta el río, para que los caballos tomen agua en los charcos que se formaban en el pastizal. Casi siempre íbamos al campo abierto, donde no había cultivos. Correteábamos, recogíamos hojas de formas caprichosas y mataperréabamos hasta quedar colorados por la risa y por el sol.
De regreso, mi mamá nos esperaba con el almuerzo listo. Podían ser tallarines con camarones - abundaban en el río -, pejerrey de río arrebosado o, tal vez, una sopa chola, con su buena presa de gallina, fideos gruesos, huevo duro, aceituna, y su denso aroma, cargado, ahora lo sé, de intenso amor de madre.
Después de almuerzo llegaban las señoras con las naranjas de la huerta. Sacos y sacos de yute llenos de naranjas que olían como deben oler siempre las naranjas. Genca y yo nos preparábamos entonces para nuestra actividad favorita. Dos señoras cargaban un saco y lo vaciaban sobre una especie de cama de madera con tres fondos y agujeros de tres tamaños distintos. Como un torrente frutal, un sonoro torontontón sobre la madera, que disminuía según el saco se iba vaciando, las naranjas rodaban hasta caer por los huecos que les correspondían y allí, en su sitio, quedaban detenidas. Mi hermana y yo disfrutábamos alborozados del espectáculo. Nos reíamos, apostábamos entre gritos sobre qué naranja dónde y señalábamos, excitados, los ombligos prominentes que lucían algunas de las frutas redondas y doradas.
Después, los tomates. Los pequeños, firmes y alargados, para la ensalada. Los grandes, carnosos, jugosos, para guisos. No recuerdo por qué, llamábamos güichos a los que venían en parejas, amellizados.

- ¡Mira, mamá, un güicho! - gritaba Genca, y el tomate doble era inmediatamente separado para comerlo por la noche, convencidos de que su sabor era especial, fantástico, mágico.

Sí. A comer, a bañarse y a dormir. Antes, de rodillas, le rezábamos a nuestros ángeles de la guarda. El mío, dulce compañero, todavía - es increíble - no me abandona ni de noche ni de día. Genca se fue, temprano. Yo sé que está en esa Lunahuaná que también se fue con ella.

lunes, 1 de febrero de 2010

SE VENDE MARQUÉS


A Isabella d’Este se le paraban los pelos y saltaba hasta el techo cada vez que recibía noticias de las andanzas de su hijo, Federico Gonzaga, marqués de Mantua. Fico era un mujeriego irredento, una verdadera joyita. Encantador como una serpiente, respecto a las damas tenía “una naturaleza viciosa”, según dijo un embajador extranjero que lo conoció en Venecia, cuando el marqués ya había conocido, al revés y al derecho, a su esposa. Desesperada porque a los 29 años su hijo favorito no tenía descendencia, a Isabella se le metió entre ceja y ceja casarlo, para que, como quien dice, parara la mano. Tenía, pues, que conseguirle una esposa, pero, con esa reputación, ¿quién querría ser su mujer? Es aquí cuando entra Tiziano. El pintor se reunió con la marquesa, quien le explicó al detalle el problema. Tiziano entendió perfectamente de qué se trataba el asunto: había que marquetear al marqués, pintándolo como un potencial esposo fiel, guapo, rico y, como si esto fuera poco, cristiano devoto.
Lo primero que hizo el artista fue escoger un formato adecuado y a la vez novedoso. El tres cuartos tiene la virtud de mostrar una verticalidad aristocrática, que resultaba muy conveniente. A continuación, le colgó del pescuezo un rosario de oro y lapislázuli, convirtiéndolo así en un hombre piadoso y rico, porque había que tener buen billete para lucir un rosario como ese. Después de vestirlo con ropa sobria y finísima, que hablaba de su magnífico gusto, Tiziano puso la cereza que coronaba la torta: el perro maltés que lo acompaña. Hasta ese momento, esa raza de can era más propia de los retratos femeninos. Los hombres se hacían retratar con perros de caza que representaban fuerza y potencia, pero como se necesitaba vender fidelidad, Tiziano pintó juntos al marqués y al maltés. Fidelidad, eso simbolizaba el perrito.
Federico estaba comprometido desde muy joven con María Paleologa, pero todo el mundo sabía que a él le gustaba mucho más Isabella Boschetti, la esposa de un conde, con la que se vitrineaba de lo lindo por calles y plazas de Mantua. Cada vez que su mamá le tocaba el tema del matrimonio con María, el buen Fico salía con que ella todavía no había heredado el título, porque su padre se negaba a morir, así que paciencia, porque mientras el tío estuviera vivo, las ricas tierras que poseía no pasarían a ser suyas. A la viejita se le acabó la paciencia cuando un buen día apareció ahogado el conde, el esposo de Isabella Boschetti. Federico dijo “a mí, que me registren, yo no tengo nada que ver”, pero, Mantua entera, comenzando por la pobre María Paleologa, comprendió que la Boschetti jamás iba a desaparecer del mapa. Adiós matrimonio, adiós tierras.
Para suerte de la otra Isabella, la d’Este, es decir la mamá de Federico, la magia de Tiziano comenzó a surtir efecto. Carlos V, rey de España, visitó Mantua, vio el cuadro, y al toque le ofreció la mano de su tía, Julia de Aragón. Junto con la mano venía el título de duque, de modo que Federico atracó. A poco de casarse, Bonifacio, el papá de María, se cayó del caballo y se rompió la crisma. María era por fin la heredera. Federico hizo cuentas y decidió que más le convenía María que Julia y rompió el compromiso. La gracia le costó cincuenta mil ducados, pero con la guita que le iba a tocar, eso era un sencillo.
Y otra vez el diablo metió la cola. Cuando ya estaban repartiendo los partes, María murió. Federico, que era bien vivo, lloró diez minutos y se casó con Margheritta, la hermana menor de María. Tuvo siete hijos y hasta dicen que fue muy feliz. ¿Cómo no iba a serlo?