viernes, 12 de junio de 2009

Civilización

Kenneth Clark cierra su libro Civilización reflexionando sobre la vida, de un modo verdaderamente conmovedor. En ningún momento de la historia, dice, los artistas estuvieron tan aislados de la sociedad y del pensamiento oficial, como en su época estuvieron los impresionistas. Su uso del color para enfocar sensualmente el paisaje no tiene conexión alguna con las corrientes intelectuales de la época. En sus mejores años, los que van de 1865 a 1885, los llamaron locos o, en el mejor de los casos, los ignoraron, como si estuvieran, claro, pintados en la pared. Cézanne, tal vez el más grande de todos ellos, se refugió en Aix-en-Provence para poder pintar como quería. Su exilio, su voluntario exilio, fue imitado por muchos otros, pero uno, Auguste Renoir, se quedó en París. Renoir era pobre y no pintaba ni a ricos ni a importantes, pero - de eso no cabe duda - era feliz. Al respecto, Clark nos recuerda que antes de hacer sombrías generalizaciones sobre los años finales del siglo XIX - se refiere a las penalidades de los pobres, al lujo asfixiante de los ricos y todo el rollo que ustedes saben - sería conveniente recordar que dos de los cuadros más bellos de esa época son Les Canotiers y Le bal de le Moulin de la Galette (Los Remeros y Baile en el Molino de la Galette, nada les va a costar verlos en Internet). Ambos son de Renoir y su tema no es ni la conciencia reavivada, ni el materialismo heroico, ni Marx, ni Nietzche, ni Freud. Solamente un grupo de seres humanos - hombres y mujeres - pasando un buen rato.
También conviene saber que los impresionistas no buscaron la popularidad. Más bien se expusieron al ridículo público, aunque al final la alcanzaron de algún modo. Tal vez todos, excepto Vincent van Gogh, que, irónicamente, la quiso con ansias. Van Gogh tenía el corazón dividido entre su vocación de pintor y la de predicador. Sentía, como San Francisco de Asís, la obligación de compartir la pobreza con la gente más olvidada y miserable y si abandonó ese modo de vida no fue por no poder soportar las penalidades del pobre, sino por su invencible y hondísima necesidad de pintar. Y Van Gogh pintó, pintó y pintó, hasta que la intensidad de sus sentimientos lo volviera loco.
La intensidad de los sentimientos, la urgente necesidad de expresarse, la locura. Cuando leo sobre esto, vuelvo a leer, y otra vez leo, empiezo a desasosegarme y entonces dejo el libro. Me voy al malecón, a un tiro de piedra de mi casa, para mirar la bahía, las luces de Chorrillos y su cruz a mi izquierda, las de La Punta a mi derecha. Me lleno de ese paisaje - mi favorito, pronto intentaré pintarlo con palabras - y, junto con Kenneth Clark, empiezo de nuevo a creer que el orden es mejor que el caos y la creación mejor que la destrucción. Creo también que es mejor la moderación que la violencia y el perdón mucho mejor que la revancha, así como que el conocimiento es mil veces preferible a la ignorancia y la solidaridad humana vale más que la ideología. Mágicamente, me reconcilio conmigo mismo. Será, tal vez, que ahí, en el lugar desde donde miro el mar por las noches, algún dios tiene su morada.

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