lunes, 11 de enero de 2010

La leyenda negra del diamante Hope

Jean-Baptiste Tavernier, su primer propietario conocido, describió su color como “un beau violet”, un hermoso violeta. Es del tamaño de una nuez y no es el más grande del mundo, pero ninguno irradia un azul tan profundo e intenso como el diamante Hope. Hoy está en el Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian Institute, en Washington. Gira lentamente dentro de una urna de vidrio, como si quisiera dejar atrás su agitada existencia. Ese azul indescifrable le ha dado mucha fama, pero mucho más su historia de tragedias, vinculada a muchos de los que de una manera u otra tuvieron algo que ver con la joya maldita.
Hasta mediados del siglo pasado, la India había sido la única fuente conocida de diamantes en el mundo, hasta que se descubrieron en Sudáfrica, la sede del mundial de fútbol, donde una vez más no estará el Perú. Los rajás y los maharajás se adornaban con diamantes, como símbolo de poder. Tavernier, el del “beau violet”, tenía debilidad por los diamantes. Tanta, que hizo seis viajes a la India – no en Air India, precisamente, porque faltaba mucho para que los bróders Wright surcaran los aires por primera vez – para agenciarse algunas de estas piedras que tanto le gustaban. No se sabe cómo, probablemente rompiéndole la mano a algún funcionario palaciego, porque allá también se cuecen habas, el francés se apropió del Hope, que, claro, todavía no se llamaba así. Poco después, en 1668, se reunió con Luis XIV en su despacho real del palacio de Versalles y se lo vendió, empujándole de paso otros mil diamantes que tenía bien guardados. De Luis XIV pasó a Luis XV y de él – los franceses sabían contar bien – a Luis XVI y a su esposa, María Antonieta. Los monarcas, ya sabemos, perdieron la cabeza, pero no por el diamante, sino por la guillotina. El año anterior, durante la Revolución Francesa, unos choros se habían colado por las ventanas del Depósito Real y se habían pelado el Hope, además de la mayor parte de las joyas de la corona.
Y no volvió a aparecer hasta 1809, como parte de la colección de Daniel Eliason, un rico comerciante de piedras preciosas, que se negó obstinadamente a revelar cómo llegó a sus manos. Su siguiente propietario fue Jorge IV, el rey inglés, y de ahí pasó a Henry Philip Hope, de quien tomó el nombre. Hope pertenecía a una próspera familia de comerciantes procedentes de Amsterdam. Su nieto, Henry Thomas Hope heredó el diamante y también la afición por las carreras de caballos. Era tan burrero, que a los 27 años ya debía 230 000 libras esterlinas, es decir unos 10 millones de euros actuales. Casi nada. No obstante, Henry conservó el diamante hasta su muerte, a los 54 años. De él pueden decirse muchas cosas, menos que su familia fuera estructurada. Su papá tenía incontrolables ataques de furia, su mamá era chiflada, su hermana adicta al opio y su hermano travesti, lo que hoy es como las huevas, pero en esa época era un rochesazo.
Su nieto, lord Francis Hope, recibió el diamante en 1901 como herencia, pero, por si las moscas, lo vendió al toque a la empresa joyera Joseph Frankel’s Sons & Co. De nada le sirvió. Su esposa, May Yohe, se divorció de él y se casó con otro pata, pero a ella tampoco le sirvió de nada la en otras circunstancias saludable separación. Decidida a mantenerse por sí misma, adquirió una granja en Nueva Inglaterra y la convirtió en la posada Blue Diamond Inn. Craso error bautizar así su negocio. La posada se incendió. Sólo quedaron cenizas. May terminó sus días trapeando pisos.
El millonario turco Selim Habib compró el diamante en 1909, sólo para vendérselo a un joyero parisino. Pero, ni modo, no pudo esquivar la maldición del Hope. Ese mismo año se hundió frente a Singapur el buque en el que viajaba y los tiburones se lo comieron con zapatos y todo. El joyero parisino, al enterarse, lo vendió a los hermanos Cartier. Los Cartier – sapos como ellos solos – corrigieron, aumentaron y difundieron la leyenda de la maldición, sabiendo que así fomentarían el interés de posibles compradores. Ned y Evalyn – no Evelyn – McLean, uno de los matrimonios más ricos de Estados Unidos, cayeron en la trampa y compraron el diamante. Uno de los Cartier lo llevó en persona a América, a bordo del Lusitania. Al año siguiente, el buque fue hundido por un submarino alemán, provocando la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Años después, en 1919, Vinson, uno de los tres hijos de la pareja, murió atropellado. Tenía 9 años. Todo el mundo le aconsejó a Evalyn que tirara el diamante para romper el conjuro, pero ella no hizo caso. Los McLean perdieron su fortuna y sus propiedades, incluido el Washington Post, ni más ni menos. Él murió psicótico y alcohólico. Ella, recontra adeudada. El diamante tuvo que ser vendido para pagar las arrugas que dejó la tía.
En 1949 lo compró Harry Winston, otro ricachón. Después de exhibirlo por todo el mundo, lo donó al Simihsonian Institute. Winston lo envió por correo, en un paquete. Antes, ni cojudo, lo había asegurado en un millón de cocos. No había pasado mucho tiempo desde que el cartero, James Todd, de 34 años, había hecho firmar el cargo por la entrega, cuando un camión lo aplastó. Todd perdió una pierna, su esposa murió de un ataque al corazón y su casa se incendió. Tres al hilo.
Sea como fuere, la gema reposa desde hace 60 años en Washington y hasta el momento no se ha reportado ninguna desgracia. Lo que no entiendo es por qué yo soy tan piña, si nunca he tenido nada que ver con el diamante Hope.