domingo, 14 de junio de 2009

Más de lo mismo

Nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética.
HONORÉ DE BALZAC, Gillete
Cuenta Kenneth Clark que cuando Auguste Rodin recibió el encargo de esculpir el monumento a Balzac, sólo sabía de él - para efectos del trabajo, se entiende - que era bajo, gordo y que trabajaba siempre en bata. Acostumbrado a trabajar del natural, esto representó un problema para el artista. Balzac había muerto muchos años antes. No había, pues, manera de que pose para la escultura. Sabía también que debía darle un aire de inmensidad, transmitir el poder de su imaginación, esa que dominó toda una época y a la vez la trascendió. Como todos los genios, Rodin encaró la tarea de una manera muy personal. Hizo primero cinco o seis figuras de un hombre gordo desnudo, para encontrar así el sentido de la realidad física de Balzac. Durante meses, el artista contempló las esculturas, hasta que escogió una. Hecha la elección, la cubrió con unos paños eculpidos: la famosa bata. Consiguió con eso darle a la escultura tanto movimiento como monumentalidad. Para muchos, el resultado es la escultura más grandiosa del siglo XIX, e incluso desde Miguel Ángel, según algunos. Pero los contemporáneos de Rodin no la vieron así. Por el contrario, se horrorizaron, se escandalizaron, se rasgaron las vestiduras (en la antigüedad el acto de rasgarse las vestiduras fue una manifestación de sincero dolor. Frente a una gran desgracia ocurrida a un ser querido, sus allegados y servidores se echaban ceniza en el pelo y se desgarraban la ropa. Tanto en los funerales judíos como en los griegos, los deudos hacían público de ese modo su desesperación. La costumbre es mencionada por Homero y se repite varias veces en la Biblia). Las multitudes se apiñaban alrededor de la escultura. Levantaban los puños amenazadores, insultaban a Rodin, lo acusaban de tramposo, de estafador. Todos coincidían en que la postura era imposible, en que debajo de esa bata no podía existir ningún cuerpo. Rodin, sentado cerca, sabía que de un sólo martillazo podría destruir la bata, dejando a la vista el cuerpo. No lo hizo, sin embargo. Sabía también que el verdadero enfurecimiento de la gente estaba en la sensación que provocaba la escultura, la sensación de poder tragárselos a todos, de que sus opiniones le importaban un bledo. Porque Balzac era así y Rodin había captado su espíritu. Con su prodigiosa comprensión de los resortes de la acción humana, se burlaba de los valores convencionales y desafiaba las opinones de moda. Deberíamos contagiarnos de ese espíritu y desafiar también a las fuerzas que amenzan mutilar nuestra humanidad. Hablo de las mentiras, de los tanques y los gases lacrimógenos, pero también de las ideologías, de las encuestas de opinión, de la furia irracional y de muchas cosas más que, desafortunadamente, siguen siendo parte de nuestra vida cotidiana.

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