CORTÁZAR, LA MÚSICA Y EL AMOR
Es prácticamente un lugar común
—él los odiaba— decir que Julio Cortázar era un
apasionado de la música, un melómano como pocos. En su novela Rayuela escribió:
“¡Música!
Melancólico alimento para los que vivimos de amor”. Saquen sus conclusiones
sobre cómo la vivía. También es muy conocido que sus
relatos y todos sus escritos tienen swing,
ritmo musical, cosa que entiendo perfectamente, porque al terminar cada frase
que escribo, la leo en voz alta, para saber cómo suena. Y eso, siendo yo peor
que Borges, quien varias veces se declaró “sordo para la música”. Tal vez menos
personas sepan que el gran escritor tocaba muy bien la trompeta — aunque decía que
era pésimo— y era un excelente pianista, gracias
a una tía suya que desde que era muy pequeño se empeñó tercamente en que tomara
lecciones. El gran escritor tocaba casi en secreto, encerrado en un cuarto de
su casa, según ha contado Mario Vargas Llosa, quien fue muy amigo suyo y sigue
siendo admirador de su literatura.
Lo
que pretendo con estas líneas es contar algunas cosas de ese escritor que ocupa
un lugar privilegiado en mi utopía personal, todas vinculadas a la música y al
amor, y aventurar una explicación a un hecho aparentemente enigmático,
protagonizado por una de sus esposas, poco tiempo después de que Cortázar
falleciera. En el camino intentaré enseñar entreteniendo, desde mi alma de
profesor. Me aventaré, pues, al agua, no sin antes discúlpame por mi habitual
torpeza para interpretar algunos sentimientos. Ahí vamos.
A
Julio Florencio Cortázar Descotte — así se llamaba y de chico le decían Coco— le gustaban
la música clásica, el tango y, sobre todo, el jazz. De niño aprendió a interpretar con maestría a Chopin. En
cuanto al tango, Cortázar —de
padre y madre argentinos— nació en Bruselas, cuando corría
1914, en el distrito de Ixelles, famoso, entre otras cosas por la cantidad de
inmigrantes africanos, por la pureza de sus aguas, que desde hace siglos atrajo
a muchas cervecerías, algunas de las cuales subsisten hasta hoy y, cómo no, por
el busto del escritor, situado frente a la casa donde nació. Escapando de la
Primera Guerra Mundial, la familia abandonó Bélgica, para irse primero a Zúrich
y luego a Barcelona. Cuando el todavía Coco tenía cuatro años, en 1918, los
Cortázar partieron a la Argentina, donde Julio se quedaría hasta 1950. Incapaz
de soportar la presidencia de Perón, se fue a París, en ese año, donde vivió
hasta su muerte, en 1984. Se había nacionalizado francés tres años antes, como
protesta contra las sucesivas dictaduras militares que ocuparon por la fuerza
la presidencia de su país.
El
escritor siempre se sintió argentino y su necesidad de dejar su patria — por razones
económicas y políticas— lo obligó a mantener su argentinidad
a
través del tango. No se limitó a escucharlo, quién
sabe si disfrutando de sus frecuentes evocaciones lacrimosas. También escribió
letras para el gotán, como bien sabía
él que así lo llamaban hablando al vesre.
Varias de sus letras fueron musicalizadas y cantadas por el tanguero —cosa rara, hijo de chilena—
Edgardo Cantón y por Juan Carlos “Tata” Cedrón, quien también vivía en Parí,
auto exilado por las amenazas de muerte que recibiera por gentileza de la
Triple A, en Buenos Aires. Existe un disco llamado Trottoirs de Buenos Aires, es decir Veredas de Buenos Aires o
“vederas”, como el propio escritor cuenta que decían de niños, en una de sus
letras. En ese disco hay hermosos tangos, como Java, con partes en francés,
Guante Azul y el nostálgico La Cruz del Sur.
Sobre
Cortázar y el jazz se han gastado
caudalosos ríos de tinta. Contaré únicamente que la primera vez que Julio
utilizó esa palabra fue al comentar en un artículo el concierto que Louis
Armstrong diera en París muy poco antes de que terminara el año de 1952. La
nota periodística se llamaba “Louis, enormísimo cronopio”. Como ustedes saben…
— Solo
los viejos saben— me dice una voz interior a la que haré caso, por si las
moscas.
Dejaré que lo diga el propio
Cortázar. “Un cronopio es una flor, dos son un jardín”. Si no entendieron,
copiaré otra frase: “Un cronopio
encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar,
pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega
alegremente con la flor a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que
baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo
de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: es como una
flor". La verdad es que no se puede definir la palabra. No se consigna,
por supuesto, en el diccionario de la Real Academia, porque cronopio no se
puede definir, hay que vivirlo, sentirlo en el corazón, que debe ser contestario.
Que Cortázar considere un cronopio a Armstrong releva de cualquier cosa que se
pueda escribir sobre su relación con el jazz.
Saber que el gran trompetista puede jugar con una flor y acostarse a dormir
bajo ella, lo dice todo.
En su cuento El Perseguidor, su personaje Johnny Carter, gran saxofonista,
amante de la marihuana, está inspirado en Charlie Parker, un genio real del
saxofón, músico estadounidense legendario y sin duda uno de los mejores de la
historia. Precisamente, las argentinas —aunque sus nombres suenen a
cualquier otra nacionalidad— Karina Wroblewski y Silvia Vegierski hicieron un
documental llamado “Esto lo Estoy Tocando Mañana”, en el que muchos amigos de
Cortázar, músicos y escritores, entre los que está Vargas Llosa, comentan sobre
el gran escritor y la música. El título pertenece a una frase de El
Perseguidor, cuando Johnny, en medio de una grabación de jazz que está saliendo excepcionalmente bien, para alegría del
ingeniero de sonido, deja abruptamente su saxo, le da un puñete a alguien y
abandona la sala de grabación, diciendo ¡Esto lo estoy tocando mañana! En una
entrevista, una de las directoras, Karina Wroblewski, dice, claro, que el
nombre lo tomaron del cuento, pero confiesa no entender lo que significa la
frase, lo que quiso decir Cortázar con ella. A mí me parece clarísimo que el
autor quiso reflejar el extraño sentido del tiempo de su personaje.
Para conocer un poco más sobre el
tema, les recomiendo Jazzuela, un
disco cuyo nombre revela lo que es. Hay algo sobre Cortázar
y el jazz, sobre el jazz en Rayuela, están las letras de los
blues, algo sobre los músicos, bibliografías sobre el escritor argentino y
sobre el jazz, así como una guía,
para escucharlo. Aunque lamentablemente incompleto, está en YouTube.
Con esto dejo el tema del jazz,
para entrar al del amor, del que tampoco soy un experto. Julio Cortázar tuvo
tres mujeres importantes en su vida. La primera es Aurora Bernárdez, con la que
se casó en 1953. Es muy interesante lo que Vargas Llosa pensaba de ellos: “Nunca dejó de maravillarme el espectáculo
que significaba oír conversar y ver a Aurora y a Julio en tándem. Todos los
demás parecíamos sobrar. Todo lo que decían era inteligente, culto, divertido,
vital. Muchas veces pensé: «No pueden ser siempre así. Esas conversaciones las
ensayan en su casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con las
anécdotas inusitadas, las citas brillantísimas y esas bromas que, en el momento
oportuno, descargan el clima intelectual». Se pasaban los temas el uno al otro
como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca”. A pesar
de los quince años de matrimonio entre ellos, el comentario del premio Nobel y
las opiniones de los que la veían como su compañera, su cómplice, su
lectora y principal crítica literaria, me permiten aplicarle a la relación de
ambos una frase del propio Cortázar: “Pobre amor el que de pensamiento se
alimenta”. Uno puede adivinar que el sexo era un elemento accidental, más que
esencial en la pareja. Creo que fue una relación intelectual, no carnal.
En 1967, Julio dejó a Aurora para unirse a la
lituana Ugné Karvelis, con la que estuvo —sin matrimonio de por medio— desde 1967 hasta
1978. Parece que el sexo también brilló entre ellos, pero por su ausencia,
claro. Todo parece indicar que fue reemplazado por la política, manifestada en
el pensamiento, en su escritura y en las actividades públicas de Cortázar, el
tiempo que fueron pareja. Tal vez por esa razón se separaron y uno de los dos —
no sé cuál a cuál— le aplicara al otro —valga la casi redundancia— otra de las
frases del escritor: “Fui una letra de tango para tu indiferente melodía”.
A finales de los 70, Cortázar se
casó por segunda vez. Su matrimonio con la escritora y fotógrafa estadounidense
Carol Dunlop le dio eso que le había faltado con sus parejas anteriores. No es
que él lo haya dicho, era muy discreto para su intimidad, pero algunos datos
así lo indican. El primero, ella era 32 años más joven que Julio, el segundo,
era muy guapa y el tercero, los radicales cambios que tuvo en su vida.
Recurriré otra vez a Vargas Llosa para mostrarlo: “La
próxima vez que lo volví a ver, en Londres, con su nueva pareja, era otra
persona. Se había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e
imponentes, de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y
hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de
fantasmas (…) Tengo la sospecha de que tuvo una vida más intensa y, acaso, más
feliz que aquella de antes en la que, como escribió, la existencia se resumía
para él en un libro. Por lo menos, todas las veces que lo vi, me pareció joven,
exaltado, dispuesto”. Creo que el autor de Conversación en la Catedral dice lo
que yo digo, sin decirlo, es decir, mucho más elegantemente. Esta historia,
tiene, como las otras, también su frase de Cortázar: “Total parcial: te quiero.
Total, general: te amo”. Lamentablemente, el final de esta relación es
tristísimo. Carol murió a los pocos años, de una enfermedad fulminante. Tenía treinta y
seis años y dejó a Cortázar destrozado, sumido en una profunda depresión. Según
algunos amigos cercanos, hablaba de ella como si todavía viviera. El escritor
ya estaba con leucemia y solo sobrevivió a Carol dos años. ¿Quién estuvo con él
el tiempo final de su vida? Pues nada menos que Aurora Bernárdez, su primera esposa.
Ella no se separó de su lado, cuidándolo y atendiéndolo, hasta el 12 de febrero
de 1984, cuando Cortázar dejó este mundo. Tal fue la devoción de Aurora que
hasta se ocupó del último deseo de Julo: que lo entierren junto a su amada
Carol, en el cementerio Montparnasse, de París.
Aurora Bernárdez fue nombrada albacea por el
escritor y, como intelectual y amante de los libros, donó los cuatro mil de la
biblioteca personal de su ex marido, a la Fundación Juan March de Madrid. Sin
embargo —aquí el hecho
enigmático al que me referí al comienzo—los miles de discos que también reunió
durante su vida, fueron vendidos por ella a un cachinero por una miseria, como
quien dice veinte. ¿Por qué trató con esa falta de respeto las joyas que
atesoró Cortázar durante su vida de melómano? ¿Por qué no le dio el mismo valor
sentimental que a los libros? Yo creo que la razón está en que los odiaba. Los
detestaba porque les tenía celos. Así como participaba en la lectura de lo que
escribía Julio, con sus inteligentes y atinadas críticas, así como formaba un
dúo brillante con él, admirado por todos los que los conocían, de la música
estuvo apartada. Había una valla muy alta entre ella y esa actividad solitaria
de quien compartió su vida durante muchos años. Tocar música, escucharla, era —lo
sabemos—algo casi secreto. Por eso, pienso yo, no quiso darle el mismo valor a
su discoteca, que a su hermana la biblioteca. Naturalmente, esto no pasa de ser
una explicación y como dijo el gran escritor, la explicación es un error bien
vestido.