viernes, 10 de julio de 2009

Que la calle no se calle

Una voz infantil me lleva a la ventana. Una niña - tres años, quizá cuatro - juega a la pelota con dos jóvenes mujeres. Una es su mama, sin acento, como se decía antes, su nana, como creo que dicen ahora. La otra, sospecho, trabaja en lo mismo, pero en una casa vecina. "Me voy a orinar de la risa, nomás", dice la nana, cuando la pelota hace sonar la alarma de un auto. La frase me hace sonreír, y desencadena en la niña una risa imparable. Es el sonido más hermoso del mundo.
Poco después, otro sonido. Es grave, pesado. Evoca aprensión. Es el ruido de la pelota que cae sobre el techo de un auto. El sonido se hunde en la lata y después se libera en una explosión. Cualquiera que ha jugado pelota en la pista - "¡Carro, carro, aguanta, no sigas, para la bola, cuñau!" - sabe qué significa ese ruido. Desata la misma sensación de alarma que otro sonido distinto, agudo, chillón: el de la pelota que se se estrella contra una ventana y rompe los vidrios. Y yo, que he jugado harto en la calle, imagino en este preciso instante a la Poto Loco saliendo furiosa de su casa, con la pelota en la mano, a mí y a mis patas corriendo en distintas direcciones, a Yanamango trepándose a un árbol, al pavazo que siempre se quedaba a pagar los platos - para el caso, vidrios- rotos.
En memoria de esos días, en recuerdo de Constantino y de Cecilia, que se fueron cuando todavía nos quedaban muchos vidrios por romper, algo que algún día escribí.
Era la época de Isabel Sarli y Libertad Leblanc. Del cine Buenos Aires en los Barrios Altos, del Mundo en La Victoria y de la cazuela del Orrantia. Época de comprar entradas con voz ronca y de entrar al cine mirando de frente a los ojos del administrador -bendita ingenuidad - para que pensara que teníamos veintiuno. De amanecerse en el Estadio para ver jugar al Santos, al Botafogo y a Lev Yashin, el mejor arquero del mundo. Bergman y Pelé mezclados, temporada internacional y fútbol callejero en el Olivar de San Isidro. Las dudas no existían, el futuro era futuro y las convicciones eran sólidas: Batman y Robin eran rosquetes, la política una cojudez sin nombre y el matrimonio inexcusable. Era también la época de Chanchín, un loco, un borracho, que solía dirigir el tránsito cerca de la Iglesia de la Virgen del Pilar, con su saco a rayas negras y amarillas, como la camiseta de Peñarol, su pito estridente, al que nadie hacía caso, y su pastosa voz de ronero, con la que escandalizaba hasta la raíz del pelo a las buenas tías que - en estado de gracia - salían de misa los domingos. En ocasiones, cuando una pared inexpugnable o la ira de un vecino daban por concluido algún partido, vagábamos por ahí, molestando a señoras y señoritas o jugando camote con la gorra de algún heladero, hasta que por casualidad, tropezábamos con el loco. Siempre atento al peligro, Chanchín no esperaba invitación para poner pies en polvorosa, pero su vacilante marcha y, tal vez, su necesidad de tener interlocutores - al fin y al cabo nosotros le dábamos bola - permitían que a los pocos metros lo alcanzáramos y rodeándolo, le exigiéramos un discurso. Recuerdo particularmente una mañana en que lo acosamos sin piedad. Presionado, Chanchín disertó largamente sobre la vida, el mundo, y los deberes ciudadanos. Impregnados de olor a ron de quemar, los nombres del general Odría y del arquitecto Belaunde se confundían con el Corazón de Jesús y con todas las mujeres que, sin excepción, lo habían traicionado, provocándonos carcajadas y alaridos escandalosos, que los transeúntes reprobaban al pasar. Al rato el loco se cansó y pidió cortésmente permiso para retirarse, sin considerar que nosotros no estábamos todavía satisfechos. Amenazando y maldiciendo, retrocedía, mientras nosotros lo animábamos a quedarse y continuar.
Ese necio tira y afloja se convirtió de pronto en una loca carrera que no terminó hasta que Chanchín se detuvo frente a un portón, que empezó golpear furiosamente. Al punto, la puerta se abrió y salieron dos o tres hombres en bividí, sudorosos coléricos. Atrás de ellos una señora gorda los conminaba, a gritos, a defender a su marido. Nos quedamos sorprendidos, alelados. Algo no encajaba en nuestros esquemas. No podía ser: Chanchín tenía mujer e hijos, era un ser humano. No sé si para todos fue lo mismo, pero yo quedé impactado. Y quizá todavía seguiría ahí parado, mirando la escena con una profunda expresión de idiota, de no haber sido porque una piedra, con 0tra clase de impacto, algo menos metafísico, me hizo recordar que tenía un par de piernas y que podía utilizarlas para desaparecer de ahí a una velocidad cercana a la de la luz. Ha pasado ahora el tiempo y me acuerdo todavía. Jamás he vuelto a molestar, así, a nadie. Algo cambió desde ese día. Ha pasado el tiempo, y en tardes como ésta, cuando el sol me quema la coronilla y compruebo que la calle es sólo la calle y no un lugar donde se vivía, termino preguntándome, ¿Dónde está Chanchín, dónde sus hijos? ¿Dónde está Rodrigo, el boliviano con su perro, que una noche me mordió la pierna y no la soltó por horas? ¿Y la laguna, los botes, el guardián? Las papas sancochadas con ají, el cebiche de pejerrey, ¿dónde se han metido? ¿Y Pepe Jamonada, echado en su cajón, con algodones en la nariz y yo sin poder entrar al velorio, porque tenía puesta una camisa roja? ¿Conservará la Poto Loco todas las pelotas que nos confiscó? ¿Habrá repuesto los vidrios de su casa? ¿Dónde está el negro Tito, que se metió de raya, pobre de él? ¿Y Nelson, el cholo Ponce, Colilla Esparza, Yanamango, dónde están? ¿El cardíaco Joselo, habrá muerto por fin? ¿Dónde están La Pinta, Cura Muñecas, Guanahaní? ¿Y el cretino de Conquistadores, seguirá advirtiendo todos los días que él solo amenaza una vez?
Y por último, te pregunto, hermano querido, ¿por qué te llevaste a Cecilia?

1 comentario:

  1. Me interpelaron muchísimo tus textos.

    Yo también extraño a Ceci y Constan, siempre.

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