lunes, 15 de febrero de 2010

Lunahuaná

Mi caballo se llamaba Cutato. El de Genca, Cenizo. Cutato era un alazán manso y amable. Cenizo, un tordillo un poco arisco, pero sólo un poco. Salíamos por la mañana, cuando el sol empezaba a convertir las gotas de rocío en un velo de vapor que distorsionaba el horizonte, regalándonos espejismos harto divertidos. Mi mamá nos despedía desde la puerta de la casa, en medio de recomendaciones que Blanca, la muda que nos acompañaba, respondía con movimientos de cabeza y sonidos guturales que no entendía nadie. Gloria también venía con nosotros. Era la hija de Juana, esposa de Paulino, el capataz. Y también un burro anónimo, resignado y silencioso, que después regresaría cargado de leña para el almuerzo de la peonada. Blanca y Gloria iban a pie. Gloria corría de un lado a otro, para chapar alguna mariquita o para perseguir a un grillo que saltaba en arcos invisibles cuando los cascos de los caballos alborotaban la hierba del camino.
Un poco más allá, pasábamos junto a Bernabé. Al vernos, clavaba la lampa en el suelo, se quitaba el maltrecho sombrero de paja que lo protegía del sol, se enjugaba la frente, y nos saludaba con un alegre movimiento de la mano. Bernabé era mi amigo. Me hacía hondas con el caucho de las llantas desechadas del tractor y con horquillas de huarango. Las tallaba los sábados por la mañana, mientras esperaba que le llegue el turno para recibir su pago semanal. Cuando mi papá - con ese tono solemne que me daba miedo - lo llamaba por su nombre y apellido, Bernabé se acercaba abriéndose paso entre los demás peones y cobraba su salario. Yo lo seguía con la mirada. Ya sabía que tenía una honda reluciente, lista para mí.
A veces nos cruzábamos con el camión cargado de algodón o de tomates. La bocina, otro gesto alegre con la mano, un leve respingo de las bestias. O bajábamos por la quebrada, hasta el río, para que los caballos tomen agua en los charcos que se formaban en el pastizal. Casi siempre íbamos al campo abierto, donde no había cultivos. Correteábamos, recogíamos hojas de formas caprichosas y mataperréabamos hasta quedar colorados por la risa y por el sol.
De regreso, mi mamá nos esperaba con el almuerzo listo. Podían ser tallarines con camarones - abundaban en el río -, pejerrey de río arrebosado o, tal vez, una sopa chola, con su buena presa de gallina, fideos gruesos, huevo duro, aceituna, y su denso aroma, cargado, ahora lo sé, de intenso amor de madre.
Después de almuerzo llegaban las señoras con las naranjas de la huerta. Sacos y sacos de yute llenos de naranjas que olían como deben oler siempre las naranjas. Genca y yo nos preparábamos entonces para nuestra actividad favorita. Dos señoras cargaban un saco y lo vaciaban sobre una especie de cama de madera con tres fondos y agujeros de tres tamaños distintos. Como un torrente frutal, un sonoro torontontón sobre la madera, que disminuía según el saco se iba vaciando, las naranjas rodaban hasta caer por los huecos que les correspondían y allí, en su sitio, quedaban detenidas. Mi hermana y yo disfrutábamos alborozados del espectáculo. Nos reíamos, apostábamos entre gritos sobre qué naranja dónde y señalábamos, excitados, los ombligos prominentes que lucían algunas de las frutas redondas y doradas.
Después, los tomates. Los pequeños, firmes y alargados, para la ensalada. Los grandes, carnosos, jugosos, para guisos. No recuerdo por qué, llamábamos güichos a los que venían en parejas, amellizados.

- ¡Mira, mamá, un güicho! - gritaba Genca, y el tomate doble era inmediatamente separado para comerlo por la noche, convencidos de que su sabor era especial, fantástico, mágico.

Sí. A comer, a bañarse y a dormir. Antes, de rodillas, le rezábamos a nuestros ángeles de la guarda. El mío, dulce compañero, todavía - es increíble - no me abandona ni de noche ni de día. Genca se fue, temprano. Yo sé que está en esa Lunahuaná que también se fue con ella.

lunes, 1 de febrero de 2010

SE VENDE MARQUÉS


A Isabella d’Este se le paraban los pelos y saltaba hasta el techo cada vez que recibía noticias de las andanzas de su hijo, Federico Gonzaga, marqués de Mantua. Fico era un mujeriego irredento, una verdadera joyita. Encantador como una serpiente, respecto a las damas tenía “una naturaleza viciosa”, según dijo un embajador extranjero que lo conoció en Venecia, cuando el marqués ya había conocido, al revés y al derecho, a su esposa. Desesperada porque a los 29 años su hijo favorito no tenía descendencia, a Isabella se le metió entre ceja y ceja casarlo, para que, como quien dice, parara la mano. Tenía, pues, que conseguirle una esposa, pero, con esa reputación, ¿quién querría ser su mujer? Es aquí cuando entra Tiziano. El pintor se reunió con la marquesa, quien le explicó al detalle el problema. Tiziano entendió perfectamente de qué se trataba el asunto: había que marquetear al marqués, pintándolo como un potencial esposo fiel, guapo, rico y, como si esto fuera poco, cristiano devoto.
Lo primero que hizo el artista fue escoger un formato adecuado y a la vez novedoso. El tres cuartos tiene la virtud de mostrar una verticalidad aristocrática, que resultaba muy conveniente. A continuación, le colgó del pescuezo un rosario de oro y lapislázuli, convirtiéndolo así en un hombre piadoso y rico, porque había que tener buen billete para lucir un rosario como ese. Después de vestirlo con ropa sobria y finísima, que hablaba de su magnífico gusto, Tiziano puso la cereza que coronaba la torta: el perro maltés que lo acompaña. Hasta ese momento, esa raza de can era más propia de los retratos femeninos. Los hombres se hacían retratar con perros de caza que representaban fuerza y potencia, pero como se necesitaba vender fidelidad, Tiziano pintó juntos al marqués y al maltés. Fidelidad, eso simbolizaba el perrito.
Federico estaba comprometido desde muy joven con María Paleologa, pero todo el mundo sabía que a él le gustaba mucho más Isabella Boschetti, la esposa de un conde, con la que se vitrineaba de lo lindo por calles y plazas de Mantua. Cada vez que su mamá le tocaba el tema del matrimonio con María, el buen Fico salía con que ella todavía no había heredado el título, porque su padre se negaba a morir, así que paciencia, porque mientras el tío estuviera vivo, las ricas tierras que poseía no pasarían a ser suyas. A la viejita se le acabó la paciencia cuando un buen día apareció ahogado el conde, el esposo de Isabella Boschetti. Federico dijo “a mí, que me registren, yo no tengo nada que ver”, pero, Mantua entera, comenzando por la pobre María Paleologa, comprendió que la Boschetti jamás iba a desaparecer del mapa. Adiós matrimonio, adiós tierras.
Para suerte de la otra Isabella, la d’Este, es decir la mamá de Federico, la magia de Tiziano comenzó a surtir efecto. Carlos V, rey de España, visitó Mantua, vio el cuadro, y al toque le ofreció la mano de su tía, Julia de Aragón. Junto con la mano venía el título de duque, de modo que Federico atracó. A poco de casarse, Bonifacio, el papá de María, se cayó del caballo y se rompió la crisma. María era por fin la heredera. Federico hizo cuentas y decidió que más le convenía María que Julia y rompió el compromiso. La gracia le costó cincuenta mil ducados, pero con la guita que le iba a tocar, eso era un sencillo.
Y otra vez el diablo metió la cola. Cuando ya estaban repartiendo los partes, María murió. Federico, que era bien vivo, lloró diez minutos y se casó con Margheritta, la hermana menor de María. Tuvo siete hijos y hasta dicen que fue muy feliz. ¿Cómo no iba a serlo?