martes, 30 de junio de 2009

Las muecas de los monos

Estoy en mi casa comiendo una manzana;
de repente llaman a la puerta.
Me sorprendo, me extraño, me asombro,
me dirijo a la puerta,
abro y miro,
¿y quién está ahí afuera?
¡Yo!
Dietrich Schwanitz, Cultura
Muchas veces, antes que para aprender, para descansar, para despejarme la cabeza, leo. Desde hacía varios días - semanas, más bien - un tomo de la colección Obras Maestras, de Editorial Iberia: Comedias de William Shakespeare, me hace quecos desde el librero que está en mi cuarto. Había leído, no recuerdo dónde, que Shakespeare es el mayor poeta y dramaturgo que ha conocido el mundo, después de Dios, y como nunca lo había leído en serio, después de almuerzo, canjeándola por una siesta, puse Medida por Medida al alcance de mis ojos, para ver si era verdad tanta belleza.
Preocupado por la corrupción en la ciudad, el Duque de Viena reimplanta una severa ley, olvidada durante muchos años. Para hacerla cumplir, elige al ministro Angelo y él desaparece misteriosamente. La primera víctima, Claudio, es condenado a muerte. La novicia Isabel acude a Angelo, suplicando perdón para su hermano, pero lejos de despertar la compasión del ministro, enciende su lujuria. Angelo le propone entonces un intercambio: la libertad del hermano, por el sacrificio de su castidad. Isabel lo manda al diablo, pero Fray Ludovico - que en realidad es el Duque disfrazado - le aconseja que finja aceptar el trueque. La cita se produce, pero el Duque envía a Mariana, la antigua novia de Angelo, vilmente abandonada por interés, en lugar de Isabel. Ignorante de todo esto, el ministro Angelo cree haber logrado lo que quería, pero no cumple su palabra y ordena ejecutar a Claudio. Entonces aparece el Duque, ya sin disfraz, descubre que Claudio no ha sido ejecutado y obliga a Angelo a casarse con Mariana. Todos felices.
Shakespeare es un maestro de la concentración del lenguaje, de los textos que irradian sentido puro. En Medida por Medida podemos leer:
Pero el hombre, el hombre orgulloso,
vestido de un poquito de autoridad,
ignora lo que tiene más seguro,
(su alma de espejo), y como un mono enfurecido,
hace unas muecas tan locas ante el alto cielo,
que los ángeles lloran, cuando nuestras penas
les harían morirse de risa.
Sí, pues, cuando Shakespeare presenta a la autoridad como un traje (vestido de un poquito de autoridad), como un disfraz, convierte al mundo en un teatro y refleja, por medio del lenguaje, a todo el universo: ángeles, monos, hombres, el teatro mismo, la risa y el llanto, el cielo y la tierra, para enseñarnos la arrogancia del que ocupa un cargo, del que abusa del poder.
Naturalmente, para entender esto en toda su dimensión hay que leer la comedia entera, pero solamente con este verso ya se alivia la depresión, se desvanece el mal humor y uno da gracias por estar vivo y no ocupar cargo alguno.
Salvo, claro, mejor parecer.

Una lucha

Hoy, finalmente, parecía que la vida daba tregua, que dejaba de apretar. Pero no sería así. Una llamada de mi hija Kika me despertó, cerca de la una y media. Su voz era un hilo, apenas podía respirar. Después de once años, un ataque severo de asma. Los mismos fantasmas que causaron su estado me tomaron por asalto. Era imposible pensar en otra cosa. Intentando disimular los nervios, la recogí de su casa y la llevé a la clínica Ricardo Palma. Mientras el médico la revisaba, yo caminaba de un lado a otro, controlando mi angustia, hasta que entró a Emergencias un muchacho de unos 25 años, acompañado de su madre. El muchacho - mientras la madre explicaba algo sobre un abuso de la policía, que yo no lograba oír bien - franqueaba todas las puertas que encontraba a su paso, abriendo caños, tomando lapiceros, jugueteando con los estetoscopios y los tensiómetros que había por ahí. Una enfermera le llamó la atención y la firmeza de su tonó gatilló un exagerada reacción de la madre, que la acusó de ser una víbora maldita. La locura - como si me hiciera falta - había entrado a la clínica. Mecánicamente, sin pensarlo, me acerqué al lugar de dónde provenían los gritos de la señora. Aferraba una almohada contra su pecho y miraba a la enfermera con un odio visceral. El hijo, como si estuviera en otro sitio, sin ninguna expresión. Así, sin dejar de insultar, la mujer tomó a su hijo de la mano y ambos desaparecieron. Afortunadamente no tuve tiempo para ponerme peor de como estaba. El médico me llamó para decirme que era indispensable internar a Kika, me dijo que tenía los bronquios muy congestionados y una infección respiratoria. Entre tanto, Kika temblaba - escalofríos, la fiebre le subía y se quejaba de una taquicardia causada por el broncodilatador que le habían aplicado. La tranquilicé y al poco rato la llevaron a su cuarto. Habían pasado dos horas desde que llegamos y ella me decía que me vaya a descansar, pero yo no quería irme hasta que le bajara la temperatura y le pasara la taquicardia. Al cabo de un rato, pude despedirme y me fui. Solo ya, en la calle, por los nervios, por el miedo, por el cansancio, por Cecilia, me puse a llorar. Me lamenté de estar solo, de no poder llamar a nadie a esa hora, de que nadie me esperase en casa, de que Namasté haya regresado al Cusco esa mismísima tarde. Así, me fui resbalando hacia el peligroso camino de la autoconmiseración, un camino que - lo sé perfectamente - no te lleva a ningún buen puerto. Supe, felizmente, detenerme a tiempo, cuando pensé que Kika solamente me tenía a mí. ¿Qué hubiera pasado si yo no hubiera estado en la disposición de ayudarla? Entonces, con mayor claridad que nunca, comprendí que la vida es una lucha. Esa lucha entre Eros y Tánatos, entre las pulsiones del amor y las pulsiones de la muerte. Algunos - y algunas - abandonan esa lucha y prefieren volver a la quietud, que es lo mismo que la tumba. Otros, y otras, claro, pase lo que pase, seguimos en la brega. El convencimiento se transformó entonces en gratitud. Son casi las seis y al escribir también estoy luchando.

jueves, 25 de junio de 2009

Los libros, la televisión

Yo estoy celoso de la primera palabra de esta oración
De una carta a la revista Scientific American.
Los niños ven televisión antes de aprender a leer, pero la cultura sigue vinculada a los libros o, al menos, a la escritura. ¿Por qué las imágenes de la televisión no pueden transmitir cultura? ¿Por qué uno no puede empezar a formarse viendo televisión? ¿Qué tiene de especial la escritura? Dietrich Schwanitz - un catedrático alemán, harto de que sus estudiantes digan que las momias eran los habitantes de Egipto y que las pirámides eran las montañas que separan a Francia de España - nos da un explicación en su libro La Cultura. La cosa es más o menos así, con mi aderezo, naturalmente.
Los textos escritos se estructuran alrededor de temas, en tanto que en la comunicación oral el sentido del discurso depende de la corriente energética que produce su propia dramaturgia. La diferencia de ritmo entre lo escrito y lo oral permite estructurar el sentido, porque la escritura reproduce el orden lógico del pensamiento en la secuencia de los elementos de la oración y, por tanto, lo controla. Además, frente a una oración compleja, hay que esperar que aparezca el predicado:
- Miguel, que como ya sabes, tiene muy buena vista, ayer a las siete de la mañana, cuando pasaba por la Avenida Grau en la 52 B...
- ¿Qué pasó?
- Espera - dice la escritura, y sigue:
- ... en la 52 B, que estaba repleta, lo que a esa hora no es nada raro, aunque esto sólo ocurre los días de semana...
Estás a punto de estrangular a la escritura, pierdes el control de los nervios y gritas:
- ¡¿Qué pasó, imbécil?! ¿Qué hizo Miguel? Dímelo de una vez, te lo suplico.
- Se encontró un sol.
Hasta que nos den la información, tenemos que retener cada uno de los elementos y sólo al final podremos captar el sentido, teniendo en cuenta todas las palabras anteriores. Esto provoca una tensión que debemos aprender a soportar. Para los que no tienen mucha práctica, esta tensión resulta muy desagradable, y precisamente de esto se quejan los maestros de todo el mundo: el nivel de tolerancia de los niños ante la frustración ha ido disminuyendo cada vez más, hasta el punto de que ya no soportan la demora de los procesos de formación de sentido. Los niños no pueden concebir una clase como un proceso de aprendizaje, sino como un entretenimiento.
Como respuesta, los ministerios de Educación han reducido progresivamente el valor de la expresión escrita en la escuela, sin advertir que, a la vez, están reduciendo la función más específica de la escuela frente a la familia. La consecuencia es que solamente siguen adquiriendo el hábito de leer y escribir los niños en cuyas familias estas actividades son corrientes, es decir, los niños de las capas cultas de la burguesía, donde se limita el consumo de la televisión y se procura que sean los libros los que satisfagan fundamentalmente la necesidad infantil de fantasía.
En realidad, los niños sólo deberían ver televisión cuando la lectura haya dejado de ser una actividad penosa y se haya convertido en un placer. De lo contrario, la lectura resultará fastidiosa durante toda su vida. Sólo leerán lo que les manden, y de mala gana.
Así, las políticas de educación y su cómplice, la televisión, están creando dos clases de personas: las que leen con frecuencia, absorben información constantemente y estructuran mejor sus ideas; y las que leen sólo cuando se ven obligadas a hacerlo, no logran concentrarse y cualquier texto que vaya más allá del "bang" y "boing" de los cómics les resulta una auténtica complicación.
Estas personas, como no pueden comprender a los que aman la lectura, terminan desconfiando de ellos. Piensan que el mundo de los libros ha sido creado exclusivamente para mortificarlos y provocarles remordimientos de conciencia. Su déficit de lectura, así como su hostilidad hacia los textos afectan también su estilo de expresión oral y no se explican porqué tienen tan poco reconocimiento de los demás. Como resultado, evitan el más mínimo contacto con el mundo de los lectores y, poco a poco, se van hundiendo en el pantano de un nuevo analfabetismo.
Conozco a muchos que no leen o lo hacen de mala gana, cuando por alguna circunstancia deben hacerlo. Otros alegan no tener tiempo y a no pocos les "encanta la lectura, pero la vista, hermano...". Todos ellos deberían plantearse seriamente superar su aversión a la lectura y ejercitarse empezando por temas que sean de su interés, novelas eróticas incluidas. Deben ejercitarse para mantener en forma su espíritu, lo mismo que si estuvieran corriendo o montando bicicleta. Deben dedicarle diariamente un tiempo determinado, hasta que acaba por convertirse en hábito.
En cuanto a los niños y a los maestros, en eso estamos, trabajando con mucho entusiasmo. Ya les rendiré cuentas a ustedes.

miércoles, 24 de junio de 2009

Un matrimonio nefasto

A mediados del siglo XVI, la ciudad de Ginebra estaba de pleito con sus amos. Tanto el obispo de la ciudad como el Duque de Saboya le ponían freno al desarrollo del comercio - la actividad favorita de los ginebrinos - y les daban como a hijo ajeno con los impuestos. Hartos, pidieron ayuda a los suizos, que acudieron con mucho gusto a dar un mano a sus vecinos y corrieron en un tris a estos dos personajes. De paso, volaron también a los curas y Ginebra adoptó la Reforma. Al poco tiempo, apareció por ahí Juan Calvino, que era francés y abogado (una vez se encontró con un buitre, que le dijo: "qué suerte tienes, tú te los comes vivos"), pero se había hecho conocido como teólogo reformista. Calvino creía en la predestinación: desde la Creación ya estaba escrito quién se salvaría y quién se quemaría en el fuego eterno. Así, de arranque, pareciera que la moral no puede influir sobre el comportamiento, pero, bien mirado, ocurre lo contrario, porque actuar correctamente se interpretaba como señal de ser de los elegidos, así que todo el mundo andaba derechito. Además, la doctrina actuaba como una suerte de sistema inmunológico, porque la preocupación por salvarse convertían al ascetismo -ese conjunto de reglas y prácticas encaminadas a la liberación del espíritu y al logro de la virtud - y a la perseverancia en un evidente signo de formar parte de los elegidos. A más persecución, mayor santidad, pues.
Calvino se dedicó, con gran entusiasmo a colaborar con el reformador Farel a implantar un severo régimen moral, pero el partido libertino (término que tomó el significado de vicioso o desenfrenado por la contrapropaganda de Calvino) saltó hasta el techo y botó a los reformadores de Ginebra. Entonces, regresó el obispo católico y con él, los curas. Volvieron también la corrupción y la arbitrariedad, de manera que los comerciantes dieron marcha atrás, hicieron regresar a Calvino y le entregaron todo el poder.
Calvino implantó una teocracia: la asistencia a misa era obligatoria y la virtud se convirtió en ley. Se prohibió el baile, el juego, el trago, los cortes de pelo llamativos y la ropa indecente. La prostitución, el adulterio, la blasfemia y la idolatría se castigaban con la muerte. Lo que no prohibió Calvino fue el préstamo de dinero, a cambio de intereses. Los pastores se convirtieron en comisarios de la moral y patrullaban la ciudad en busca de pecadores, para tomarles declaración y expulsarlos de Ginebra. Contra lo que podríamos creer, la fama de Ginebra se extendió por toda Europa. Los viajeros quedaban encantados al comprobar que no había robos, ni asesinatos, ni violencia, ni putas. Más bien, contaban a su regreso, lo que reinaba era el cumplimiento del deber, la pureza y el ascetismo por medio del trabajo. Y es que, según Calvino, uno de los mandamientos de Dios era no desaprovechar el tiempo inútilmente, porque chambear como una bestia era síntoma de estar entre los elegidos. Si, de yapa, esa chamba daba dinero, ¿cómo no estar convencido?
El calvinismo calzaba como un guante a los intereses comerciales de Ginebra, al capitalismo en general y a esa búsqueda del éxito económico tan propia de nuestros tiempos.
El calvinismo hizo posible el matrimonio entre la religión y el dinero. ¿Quiénes son sus hijos?

lunes, 22 de junio de 2009

Una eternitud

Gabriel García Márquez inventó, en un almuerzo con periodistas y escritores, el neologismo eternitud. Según dijo para explicarlo, no se puede querer a alguien para toda la eternidad, sino para toda la eternitud, porque este concepto se diferencia de eternidad, en que en este segundo caso no se puede mantener vivo un sentimiento cuando uno ya se ha muerto. Inventar una palabra - un neologismo - no es fácil y hay que tener talento para que pegue, como eternitud, que se acomoda de manera limpia y hermosa a nuestro idioma. Ocurre, sin embargo, que a veces hasta las lenguas muertas admiten neologismos. El Vaticano - único estado del planeta que tiene el latín como lengua oficial - necesitaba tratar en sus documentos religiosos algunos nuevos hallazgos, pecados y problemas de la sociedad. Para eso, ha tenido que incorporar palabras como motocicleta (birota automataria), ovni (res inexplicata volans), playboy (iuvenis voluptuarius), champú (capitalavium), slalom (descensio flexuosa), spot (intercalatum laudativum nuntium), mirón (obscena observandi cupido) y water (cella intima).
Y no es un chiste.

domingo, 21 de junio de 2009

Gracias

"Papá". Nadie se lo había dicho antes. La palabra, lo mismo que un conjuro, tal como una frase de las mil noches y una noche, despertó emociones novísimas, inéditas, que él no pudo, no supo, no quiso controlar. Cada día salía corriendo del trabajo para verla. Cuando había sol, sentía el reflejo dorado de su pelo mucho antes de llegar a casa. Cuando no había sol, lo sentía igual, porque no lo veía con los ojos, sino con el corazón. La sacaba de la cuna, se abrazaban, se besaban, jugaban, se reían con carcajadas que parecían brotar de un manantial, surgir de una cascada. "Papá", escuchaba él y con la carne de gallina inventaba todos los pretextos para que ella repita la palabra. Luego la sacaba a la calle, haciéndola cabalgar sobre sus hombros y así cruzaban la quebrada de Armendáriz, subiendo y bajando de un extremo a otro, de Miraflores a Barranco. Su aventura secreta, eso era. Cómplices los dos, acordaron sin hablar no contarlo a nadie, porque se suponía que estaban haciendo algo peligroso. Ella fue su primera hija, por más que la biología y los papeles dijeran lo contrario. Después, siguió desafiando a lo establecido, marchó a contramano y ganó otras hijas. También tuvo hijas e hijos propios. Descubrió que no existía ninguna diferencia, que el amor por todos era el mismo, pero también que estaba muy lejos de ser el mejor de los padres, que con el amor no basta. Ahora sabe que para ser padre, se tiene que haber sido hijo y él nunca lo fue. Por eso se está construyendo solo. Poco a poco, ladrillo a ladrillo, con un esfuerzo que lo llena de orgullo, así como se llena también de inmensa gratitud cuando es incluido en esa bellísima lista interminable, que mucho más que hablar de él, habla de la nobleza, la poesía y la sensibilidad de la mujer que la escribió.

sábado, 20 de junio de 2009

Hombres libres, libertad.

Ben Vautier es un artista plástico italiano bastante popular, que tiene la manía compulsiva de firmar todo, cualquier cosa, como si fuera arte. Para él, da lo mismo que se trate de una gallina, algo que ocurre en un armario o un zapato. Todo es arte. Me entero, gracias a La Revista de Occidente, que una de sus obras más peculiares consiste en una serie de certificados, garantías de que personas comunes y corrientes han recibido una patada en el culo: "Por la presente se certifica que yo, Benjamin Vautier, le he dado una patada en el trasero al señor X, y que esta patada debe considerarse una obra de arte". Yo no sé que tenía en la cabeza Vautier cuando hizo tal cosa. No sé si se la creía, o si estaba burlándose de los que sin esperar una segunda invitación, se ponían en cuatro para recibir su certificado. Lo que sé es que en Italia y, cómo no, aquí, hay muchos que, usando frases que ni el mismo Cantinflas entendería, corren a declarar que, efectivamente, una patada en el culo es una obra de arte.
Mucha razón tenía Indro Montanelli - tal vez el más grande de los periodistas italianos, autor de una, para mí, entrañable Historia de los Griegos -, cuando escribió lo que se puede perfectamente aplicar también a nuestro país: "En Italia lo que falta no es la libertad; faltan los hombres libres".

miércoles, 17 de junio de 2009

"Sapallaymi kjarin ruakani"

"Solito me hice hombre". Así puede traducirse, libremente, esta frase, que mi abuelo puso como epígrafe de su diario. La escribió así, en quechua, porque nació en Chachapoyas, que es una ciudad serrana y no selvática. Se llamaba Miguel Rubio Lynch. Tenía, pues, tanto de la poética melancolía del hombre andino, como del fuego celta y la rebeldía de los irlandeses. Vino a Lima a los 14 años, siguiendo la encarecida recomendación de una señora amiga de la familia ("cuélgate de la cola del caballo de tu papá, si es necesario, pero vete a Lima") y aquí se quedó. Su intención era estudiar medicina, pero terminó de militar, porque era eso, o regresar a Chachapoyas. He leído, con un nudo en la garganta, cuánto y cómo extrañaba a su familia. A su padre no volvió a verlo más. Seis años después de que lo dejara en Lima, murió. Para entonces, mi abuelo era teniente y estudiaba, además, en la Escuela de Ingenieros, gracias a un permiso que buscó y obtuvo personalmente del presidente Piérola. Cuento esto, porque en su última noche, mi bisabuelo tomó una copita de vino con mi bisabuela. "Brindemos por los ingenieros", dijo, y murió horas después. Y sí, solito, en Lima, Miguel se hizo hombre y si la tristeza no lo abandonó nunca, la rebeldía - una injusticia - lo llevó a dejar el ejército, y el fuego a trabajar como una bestia para casarse, porque se había enamorado y consideraba que no podía ofrecerle a Angélica, mi abuela, lo que él creía indispensable.
Hacerse hombre - o hacerse mujer, es lo mismo -, ¿qué significa eso? Sigmund Freud decía que un adulto debe ser capaz de amar y de trabajar.
Saber si se es capaz o no exige una honestidad a toda prueba.

domingo, 14 de junio de 2009

Más de lo mismo

Nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética.
HONORÉ DE BALZAC, Gillete
Cuenta Kenneth Clark que cuando Auguste Rodin recibió el encargo de esculpir el monumento a Balzac, sólo sabía de él - para efectos del trabajo, se entiende - que era bajo, gordo y que trabajaba siempre en bata. Acostumbrado a trabajar del natural, esto representó un problema para el artista. Balzac había muerto muchos años antes. No había, pues, manera de que pose para la escultura. Sabía también que debía darle un aire de inmensidad, transmitir el poder de su imaginación, esa que dominó toda una época y a la vez la trascendió. Como todos los genios, Rodin encaró la tarea de una manera muy personal. Hizo primero cinco o seis figuras de un hombre gordo desnudo, para encontrar así el sentido de la realidad física de Balzac. Durante meses, el artista contempló las esculturas, hasta que escogió una. Hecha la elección, la cubrió con unos paños eculpidos: la famosa bata. Consiguió con eso darle a la escultura tanto movimiento como monumentalidad. Para muchos, el resultado es la escultura más grandiosa del siglo XIX, e incluso desde Miguel Ángel, según algunos. Pero los contemporáneos de Rodin no la vieron así. Por el contrario, se horrorizaron, se escandalizaron, se rasgaron las vestiduras (en la antigüedad el acto de rasgarse las vestiduras fue una manifestación de sincero dolor. Frente a una gran desgracia ocurrida a un ser querido, sus allegados y servidores se echaban ceniza en el pelo y se desgarraban la ropa. Tanto en los funerales judíos como en los griegos, los deudos hacían público de ese modo su desesperación. La costumbre es mencionada por Homero y se repite varias veces en la Biblia). Las multitudes se apiñaban alrededor de la escultura. Levantaban los puños amenazadores, insultaban a Rodin, lo acusaban de tramposo, de estafador. Todos coincidían en que la postura era imposible, en que debajo de esa bata no podía existir ningún cuerpo. Rodin, sentado cerca, sabía que de un sólo martillazo podría destruir la bata, dejando a la vista el cuerpo. No lo hizo, sin embargo. Sabía también que el verdadero enfurecimiento de la gente estaba en la sensación que provocaba la escultura, la sensación de poder tragárselos a todos, de que sus opiniones le importaban un bledo. Porque Balzac era así y Rodin había captado su espíritu. Con su prodigiosa comprensión de los resortes de la acción humana, se burlaba de los valores convencionales y desafiaba las opinones de moda. Deberíamos contagiarnos de ese espíritu y desafiar también a las fuerzas que amenzan mutilar nuestra humanidad. Hablo de las mentiras, de los tanques y los gases lacrimógenos, pero también de las ideologías, de las encuestas de opinión, de la furia irracional y de muchas cosas más que, desafortunadamente, siguen siendo parte de nuestra vida cotidiana.

sábado, 13 de junio de 2009

Así que eso era...

A diferencia de los otros mamíferos, los seres humanos nacemos desvalidos. Sin los cuidados de nuestros padres - de los adultos - no sobreviviríamos ni media hora sobre la corteza terrestre. Al parecer, el período de gestación debería durar 21 meses, para estar medianamente protegidos por nuestros propios medios. ¿Por qué, entonces, nos adelantamos tanto para nacer? ¿Cuál es el apuro? Básicamente, porque si nos demoramos más tiempo, creceríamos mucho y, sencillamente, no podríamos salir al exterior por el estrecho canal del parto. Este hecho está vinculado al cerebro - "mi segundo órgano favorito", confiesa Woody Allen - y representa a la vez una tremenda ventaja para su desarrollo.
Doce días después de la fecundación, comienza el desarrollo del cerebro y una vertiginosa división de células, que originan hasta cincuenta mil nuevas neuronas por minuto. Cuando nacemos, ya están presentes todas las que vamos a tener durante nuestra vida. Sin embargo, el cerebro crece hasta cuadruplicarse en los primeros cuatro años de vida, alcanzando hasta el 95% de tamaño su tamaño final. ¿Qué es lo que crece, entonces? Son los axones, los - digamos - cables que conectan a las neuronas entre sí. Esa explosión de complejidad es decisiva para el desarrollo del cerebro y tiene que producirse afuera porque, como dije, dentro no hay espacio. Pero sobre todo, porque la única manera de que el cerebro pueda intensificar sus conexiones es mediante la interacción con un entorno complejo, con sus semejantes. De este modo se explica también la prolongada infancia de los humanos, que necesitamos largo tiempo de amigable convivencia con nuestros padres, para que el cerebro - hay excepciones, naturalmente, llamados bestias pardas, tabas, corchos, y otras lindezas - evolucione a plenitud. Si las tensiones sexuales comenzaran temprano y los jóvenes machos alcanzaran rápidamente la madurez y el tamaño suficiente como para enfrentar a los adultos, la cosa se pondría color de hormiga.
Ahora me explico por qué he pasado hoy una tarde tan bonita: estuve con una sietemesina, pues. Como salió antes a la luz, tuvo más tiempo para desarrollar conexiones, para incrementar su sentido del humor, para ser encantadora.

viernes, 12 de junio de 2009

Civilización

Kenneth Clark cierra su libro Civilización reflexionando sobre la vida, de un modo verdaderamente conmovedor. En ningún momento de la historia, dice, los artistas estuvieron tan aislados de la sociedad y del pensamiento oficial, como en su época estuvieron los impresionistas. Su uso del color para enfocar sensualmente el paisaje no tiene conexión alguna con las corrientes intelectuales de la época. En sus mejores años, los que van de 1865 a 1885, los llamaron locos o, en el mejor de los casos, los ignoraron, como si estuvieran, claro, pintados en la pared. Cézanne, tal vez el más grande de todos ellos, se refugió en Aix-en-Provence para poder pintar como quería. Su exilio, su voluntario exilio, fue imitado por muchos otros, pero uno, Auguste Renoir, se quedó en París. Renoir era pobre y no pintaba ni a ricos ni a importantes, pero - de eso no cabe duda - era feliz. Al respecto, Clark nos recuerda que antes de hacer sombrías generalizaciones sobre los años finales del siglo XIX - se refiere a las penalidades de los pobres, al lujo asfixiante de los ricos y todo el rollo que ustedes saben - sería conveniente recordar que dos de los cuadros más bellos de esa época son Les Canotiers y Le bal de le Moulin de la Galette (Los Remeros y Baile en el Molino de la Galette, nada les va a costar verlos en Internet). Ambos son de Renoir y su tema no es ni la conciencia reavivada, ni el materialismo heroico, ni Marx, ni Nietzche, ni Freud. Solamente un grupo de seres humanos - hombres y mujeres - pasando un buen rato.
También conviene saber que los impresionistas no buscaron la popularidad. Más bien se expusieron al ridículo público, aunque al final la alcanzaron de algún modo. Tal vez todos, excepto Vincent van Gogh, que, irónicamente, la quiso con ansias. Van Gogh tenía el corazón dividido entre su vocación de pintor y la de predicador. Sentía, como San Francisco de Asís, la obligación de compartir la pobreza con la gente más olvidada y miserable y si abandonó ese modo de vida no fue por no poder soportar las penalidades del pobre, sino por su invencible y hondísima necesidad de pintar. Y Van Gogh pintó, pintó y pintó, hasta que la intensidad de sus sentimientos lo volviera loco.
La intensidad de los sentimientos, la urgente necesidad de expresarse, la locura. Cuando leo sobre esto, vuelvo a leer, y otra vez leo, empiezo a desasosegarme y entonces dejo el libro. Me voy al malecón, a un tiro de piedra de mi casa, para mirar la bahía, las luces de Chorrillos y su cruz a mi izquierda, las de La Punta a mi derecha. Me lleno de ese paisaje - mi favorito, pronto intentaré pintarlo con palabras - y, junto con Kenneth Clark, empiezo de nuevo a creer que el orden es mejor que el caos y la creación mejor que la destrucción. Creo también que es mejor la moderación que la violencia y el perdón mucho mejor que la revancha, así como que el conocimiento es mil veces preferible a la ignorancia y la solidaridad humana vale más que la ideología. Mágicamente, me reconcilio conmigo mismo. Será, tal vez, que ahí, en el lugar desde donde miro el mar por las noches, algún dios tiene su morada.

martes, 9 de junio de 2009

El corazón es un instrumento de muchas cuerdas (reparación de una torpeza)

A lo largo de las calles de París avanzaban con estruendo los toscos y trágicos carros de la muerte. Seis carretas llevaban el vino del día a la guillotina... Seis carretas rodaban a lo largo de las calles. Vuélvelas a lo que eran antes, Tiempo, tú que eres un poderoso mago, y se verán las carrozas de monarcas absolutos, los equipajes de nobles feudales, los vestidos de rutilantes jezabeles, las iglesias que no son la casa de mi padre, sino guaridas de ladrones, las chozas de millones de hambrientos campesinos.
CHARLES DICKENS, Historia de Dos Ciudades.
Charles Dickens murió un día como hoy, 9 de junio, en 1870. "El corazón humano es un instrumento de muchas cuerdas - escribió - y el perfecto conocedor de los hombres sabe hacer vibrar todas, como un buen músico". Dickens, qué duda cabe, supo hacer vibrar las mías y más que eso, me ayudó en momentos muy difíciles, cuando el ángel de la desesperación me había visitado y no se iba, cuando los gatos que viven en mi azotea se desaforaron y trajinaban día y noche, sin descanso. Ahí, justo ahí, apareció primero su Historia de Dos Ciudades, luego David Copperfield, Grandes Esperanzas, La Tienda de Antigüedades, y otros de sus libros, para iluminarme - rescatarme - con sus acontecimientos increíbles, sus extraordinarias coincidencias y sus entrañables personajes -Nicholas Nickleby, Pip, Wilkins Micauber, el doctor Manette y su hija Lucía, Charles Darnay, y hasta Ebenezer Scrooge, de su célebre Canción de Navidad - pero, sobre todo, con su empatía por los hombres y mujeres comunes y corrientes, los ciudadanos de a pie, y su inquebrantable fe en que, al final, el bien siempre gana, aunque para eso haya que recurrir a formas inesperadas, inverosímiles.
Charles Dickens escribió sobre y para los humillados, los abandonados y les - ¿nos? - dio una salida mucho más que digna, a través de su copiosa y a la vez tierna imaginación. No podía ser de otra manera, porque él mismo tuvo que trabajar como un esclavo desde los doce años, cuando encarcelaron por deudas a su padre, y supo sacudirse de ese karma, para destacar la vida de los pobres olvidados, como también utilizar su poderosa ficción contra injusticias y desigualdades, convirtiéndose al final de su vida en un ídolo literario de la humanidad entera.
En su epitafio se lee que "fue un simpatizante del pobre, del miserable, y del oprimido; y con su muerte, el mundo ha perdido a uno de los más grandes escritores ingleses". Yo recomiendo a cualquiera que se haya sentido en algún momento tomado por la angustia, que lea a Dickens y se acoja a su cálido embrujo.
Me lo vas a agradecer.

lunes, 8 de junio de 2009

Tres mujeres de Borges

Es el amor. Tendré que ocultarme o huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única...
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo...
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz,
la esperanza y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles...
El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo.
JORGE LUIS BORGES: "El Amenazado", El oro de los tigres.
Durante las seis últimas horas de su vida, Jorge Luis Borges repasó la literatura universal - la gran pasión de su vida - con Jean Pierre Bernés, su traductor al francés. Después, recitó el padrenuestro en sajón antiguo, a continuación en inglés, luego en francés y finalmente lo pronunció en español tres veces, antes de caer en un coma del que no se despertaría más. Sin embargo, mucho se ha especulado sobre otro tipo de pasiones, sobre las mujeres de su vida. Meses antes de su muerte, en Ginebra, el mismo Bernés le había preguntado: "¿Quién es Borges? ¿Cervantes, el Quijote o Alonso Quijano?". Borges respondió inmediatamente: "Los tres". Me pregunto ahora: ¿y sus Dulcineas, quiénes fueron? Para responder, viene en mi ayuda Mario Paoletti, a través de un interesante artículo de la Revista de Occidente.
De acuerdo a Paoletti, Borges amó a muchas mujeres, a las que consideraba únicas, a las que veía "igual que como Dios nos ve". Sin embargo, casi ninguna de ellas lo amó, a pesar de lo que les ofreció:

Te ofrezco pobres calles, desesperados crepúsculos, la luna de los desarrapados suburbios.
Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria. Te ofrezco lo que pueda haber en mis libros, lo que pueda haber de hombría y humor en mi vida.
Te ofrezco la entraña de mi ser, que de algún modo he preservado.
Te ofrezco explicaciones de ti misma.
Te puedo dar mi corazón, mis tinieblas, el hambre de mi soledad.

Sí, pues, muchas mujeres le dolieron en todo el cuerpo a Borges, pero, ¿tuvo novias? Paoletti nos dice que sí, que tuvo tres. Esas tres mujeres fueron Concepción Guerrero, Cecilia Ingenieros y Estela Canto.
Borges tenía veintidós años. Concepción - Conchita - dieciséis, ojos negros y una larga trenza, negra, también. "Cuando yo la abrazo, ella se estremece", le cuenta Borges a un amigo íntimo. Viaja a Europa y se queda casi un año ("trescientos días como trescientas paredes"). A su regreso, Conchita se ha cortado la trenza. Las relaciones se enfrían. Rompen y no vuelven a verse.
Cecilia y Jorge Luis se conocieron en una reunión. Ella vivía cerca de su casa, era hija del filósofo José Ingenieros y, lo mismo que a él, le gustaba caminar. Entre 1941 y 1943, hacen largos paseos, se conocen, planean viajar a Europa y casarse allí. Que el propio Borges cuente el resto:

"Yo estaba perdidamente enamorado de ella. Nos casaríamos en Europa, esa era la idea. Pero un día nos encontramos en una confitería del centro y Cecilia me dijo:
- Dentro de dos semanas me voy a Europa.
- Nos vamos, querrás decir - la corregí yo.
- No, me voy sola. He decidido no casarme contigo.

Ahí se acabó el noviazgo. Cecilia, que era bailarina, no se fue a Europa. Se fue a Estados Unidos, estudió con Martha Graham - la Picasso de la danza moderna -, luego dejó el baile, se casó y se dedicó a la egiptología. Se dice que Borges escribió Emma Zunz para complacerla.
Con Estela Canto, Borges tuvo su noviazgo más largo. Se enamoraron en 1945. Ella era morena, esbelta, de ojos negros, de clase baja y de izquierda. Recitaba de memoria a George Bernard Shaw, uno de los santos del altar de Borges. Él le propuso matrimonio y ella le exigió probar antes su compatibilidad sexual. No resultó y se separaron. Estela se casó y se divorció tres años después. En 1955, intentó reconquistarlo, sin ningún éxito. Tal vez por eso, Estela comienza a beber fuerte. Durante los años 80 empiezan a verse nuevamente, a menudo. En una de esas citas ocurre un hecho trágico: Estela, con graves problemas económicos, le pide permiso para vender el manuscrito de El Aleph, que él le había regalado y dedicado. Le comenta, además, que su esposo le había recomendado que espere a la muerte del escritor, "porque entonces esos papeles valdrían diez veces más". Borges la escucha en silencio y después replica: "Si yo fuese un caballero, en este momento iría al toilette y se oiría un disparo". Finalmente, Estela vendió el manuscrito a una famosa casa londinense de remates, por 25, 760 dólares.
Joaquín Sabina tiene razón. A veces gana el que pierde a una mujer.

domingo, 7 de junio de 2009

Los Espías

Mi hijo Ernesto, el menor de todos, acaba de escribirme de Ecuador. Hace unas semanas salió del Cusco. Mochilero, quiere correr mundo, ver qué pasa. Cuando yo tenía su edad, hice un viaje similar con Constantino. Aquí cuento un episodio de ese viaje.


La luz se hizo sombra, cuando entró el gigante. Su musculosa espalda tapaba al sol y el ómnibus se inclinaba a la derecha y a la izquierda, mientras el ogro caminaba por el pasillo, directamente hacia nosotros. Los asientos parecían a punto de ser arrancados de cuajo por la fuerza de sus brazos, cuando se agarraba de ellos para conservar el equilibrio. Constantino y yo lo mirábamos aterrorizados y – puedo jurarlo - nos hacíamos cada vez más diminutos, cada vez más escuálidos, cada vez más débiles.

- ¿Y ahora? – susurró Constantino.
- Nos hacemos los dormidos – respondí, y cerré los ojos.

Brillante ocurrencia la mía. Brillante, pero inútil. El gigante nos sacudió con sus manazas.

- Peruanitos, ¿nocierto? A ver, sus pasaportes.

Estábamos en la hermana República del Ecuador, sólo que en esa época no era tan hermana. Resultaba, pues, muy imprudente, casi suicida, circular por esos pagos sin permiso de las autoridades correspondientes. Ese era – cómo no – nuestro caso. No teníamos ni medio pasaporte que mostrar.

- Ya mismo los van a colgar de los huevos, por mandarinas – pronosticó el gigante.
- ¿De los huevos? – pregunté, retórico.
- Porsupollo, mi pana, a menos que yo los acolite.
- ¿Perdón? – dijo Constantino, tan educado como siempre.

El gigante, que de malo solo tenía la pinta, iba a ayudarnos a llegar a Guayaquil. Habíamos tomado el ómnibus en Machala, sin saber que el camino entre esa ciudad y el puerto estaba plagado de puestos fronterizos. Según nos explicó, a los soldados encargados de la vigilancia nada les gustaba más que capturar peruanos indocumentados, para aplicarles el tratamiento mencionado. Al parecer, calificábamos como espías. En otras palabras, habíamos comprado todos los boletos de la rifa para la colgadita esa, pero el gigante sabía como evitarnos el dolor y la vergüenza de vernos suspendidos de la parte más querida de nuestra anatomía.

- La buseta tiene que detenerse por fuerza en cada puesto, para que los pacos pidan documentos – dijo -, pero ni que fueran tan cojudos para pasarse el día entero en el mismo camello…
- Ajá, claro – dijimos los dos a la vez, pensando que era momento de insertar un comentario, pero sin entender muy bien el plan.
- … así que suben, tiran un ojo, y si no hay nada raro, te dejan seguir camino – prosiguió el gigante.
- Pero nosotros…
- Ustedes nada – me interrumpió -, porque no van a estar ahí. Se bajan un momentico antes de llegar al puesto, le dan la vuelta caminando por los bananales que están atrás y después se vuelven a la carretera. Ahí los vamos a esperar, panas. ¿Qué me dicen? ¿No está chévere?

Acogimos la propuesta con muchísimo entusiasmo. El plan era sencillo, reducía los riesgos a los que estábamos expuestos y, sobre todo, era el único disponible. El chofer del ómnibus – buseta, decía el gigante – lo aprobó. Los pasajeros, también, por aclamación. Fue un hermoso ejemplo de hermandad latinoamericana. Todo el mundo aportó ideas, recomendaciones y consejos. Ocultamos nuestras mochilas bajo los asientos y nos preparamos para la primera bajada, pero, antes de seguir con la historia, permítanme explicar cómo habíamos llegado ahí.

Todo comenzó unas tres semanas antes, en el verano de 1974 o 1975, no recuerdo bien. Yo acababa de sufrir lo que los cronistas policiales llaman una “decepción amorosa”, cuando tienen que explicar las causas de un suicidio. En realidad, me sentía como si me hubiese atropellado un camión, uno de esos Volvo grandazos, de cuatro ejes y veinte toneladas. Mi autoestima estaba en el subsuelo, al nivel de la napa freática, más o menos. Constantino, en cambio, vivía una floreciente relación y – más inconsciente que conscientemente, creo yo - se preparaba para asumir tempranas responsabilidades. Sea como fuere, los dos necesitábamos salir de Lima, para tomar distancia, para pensar un poco. Así, pues, decidimos irnos a El Silencio, a pasar unos días en la playa. Sin embargo, minutos antes de partir, nos dimos cuenta de que las posibilidades de tener algún encuentro incómodo en un lugar tan concurrido como ese eran muy grandes, de modo que cambiamos de rumbo y nos dirigimos hacia el norte, tirando dedo.

Tuvimos suerte, porque llegamos a Trujillo justo a tiempo para buscar y encontrar un parque donde pasar la noche. El viento soplaba fuerte, así que nos acomodamos al abrigo de unos árboles. Cansados como estábamos, el sueño llegó pronto, pero se fue tan rápido como vino.

- ¿Qué hacen aquí? – nos preguntó un policía, mientras su compañero nos alumbraba con una linterna.

Me preparé para el combate. Ciertas escaramuzas con las fuerzas del orden, en el Estadio Nacional y en alguna cantina de La Herradura, me habían enseñado que la relación entre Constantino y las autoridades no era, digamos, fraterna.

- ¿Cuál es su misión, muchachos? – volvió a preguntar el agente.
- Estamos durmiendo… bueno, tratando, pero tú no nos dejas – respondió Constantino, sin abrir los ojos, fastidiado, como si el policía hubiese irrumpido en su mismísima habitación, perturbándole el sueño.

El custodio de la ley, como si oyera llover. No acusó recibo.

- Este lugar es peligroso, les pueden robar. Mejor vamos a la comisaría, ahí van a estar mejor.

Constantino, ahora sí, abrió los ojos. Yo también, tan sorprendido como él. Después de consultarnos con la mirada, decidimos aceptar la invitación y acompañamos a los buenos policías a la delegación, donde – justo es decirlo – disfrutamos de un merecido descanso como huéspedes de honor y no como detenidos.

Al día siguiente, temprano, seguimos viaje. Estuvimos en Chiclayo, en Piura, en Tumbes, y terminamos en Puerto Pizarro, donde pasamos una semana plena de sol y cebiches compartidos con los pescadores de la caleta, que cada mañana nos llevaban a pescar en sus chalanas. Comíamos y dormíamos en un restaurante, gracias a la generosidad del dueño, que nos daba pensión a cambio de trabajo. Debo consignar aquí que tuve el privilegio de ver a Constantino, por primera y única vez en su vida, barrer y lavar los platos. No eran, sin embargo, esas actividades las que consumían la mayor parte de nuestras energías. El mar de Puerto Pizarro era famoso por la abundancia de rayas, esos peces cartilaginosos, primos hermanos de los tiburones, con un aguijón venenoso al final de la cola, agudo “como un estilete sobre un látigo”, según consigna el diccionario. ¿Luchábamos el día entero contra ellas? No. Nunca nos molestaron. Nuestra lucha era contra otros representantes del reino animal: los zancudos, que, a partir de las seis de la tarde, con la caída del sol, comenzaban sus incursiones punitivas. Los malditos bichos, volando en perfecta formación, nos martirizaban noche tras noche, obligándonos a movernos de aquí para allá, en vanos intentos para poder dormir. Ni el repelente, ni el insecticida que tomamos prestado del almacén del restaurante, ni las toallas con la que nos cubríamos la cara, ni – por último – el karate, sirvieron para darnos la paz anhelada, hasta que, por fin, encontramos la manera de burlarlos. Improvisamos una suerte de carpas con las mesas del restaurante, colocando sobre ellas sus manteles de hule, de manera que, colgando hasta el suelo, hacían inexpugnables nuestros refugios.

- ¿Te están picando? Cambio. – me preguntó Constantino, desde su base.
- No, pero los escucho zumbar como locos. Cambio – respondí desde la mía.
- Es que ya les metimos la yuca. Cambio y fuera, voy a jatear.

Y muerto el perro, muerta la rabia. Los zancudos se fueron desmoralizados, derrotados por la inteligencia humana, a competir con Drácula en otro sitio. Nosotros pudimos dormir bien, sin permiso de la policía. Los días pasaron, más hermosos todavía, pero – ya lo dijo Héctor Lavoe – todo tiene su final, nada dura para siempre: dejamos Puerto Pizarro, para regresar a Lima. En Tumbes, desandando ya el camino, el diablo metió la cola. Después de pasar por Curich, donde compramos unas cremoladas de pura fruta, nos detuvimos en un kiosko de periódicos. En un diario local leímos que Bancoper, un equipo peruano de volley, jugaba al día siguiente contra Nacional de Guayaquil, en no sé qué coliseo de esa ciudad. En Bancoper jugaban Cecilia Tait, Cecilia del Risco y una tercera Cecilia, la hermana de Constantino y – lo digo con todo derecho - hermana mía también. ¿Cómo no ir a verla? Guayaquil estaba “aquí nomás”, así que juntamos nuestros últimos centavos y cruzamos la frontera, con un salvoconducto que nos permitía llegar solamente hasta Machala. Ahí llegamos y nos subimos al ómnibus, o buseta, ya saben, del que bajábamos – ya saben, también - cada cierto trecho, para sortear los puestos fronterizos.

La noche estaba bien avanzada, cuando cruzamos el puente sobre el río Guayas, a las puertas de la ciudad. La luna y las estrellas competían con la luces de Guayaquil por el reflejo sobre el río. La vista era espléndida, el paisaje hermoso, la atmósfera mágica. Estábamos contentos, porque no nos habían colgado de ninguna parte, llenos de esa sensación de libertad que dan los viajes, y muy agradecidos con el gigante, el chofer y los pasajeros, que nos habían ayudado con mucha cordialidad y enorme simpatía. Habíamos, por fin, llegado a Guayaquil. No a Ítaca, es cierto, pero en nuestros corazones vivía Ulises, en todo su esplendor. Nos despedimos con abrazos de verdad y partimos a la conquista del puerto. Cándidos como éramos, no sabíamos que todavía seguíamos siendo espías.

Mientras caminábamos, sin rumbo fijo, enfrentamos los dos problemas que teníamos por delante. El primero, dónde pasar la noche. El segundo, cómo encontrar a Cecilia. Pocas cuadras después, llegamos a la conclusión de que resolviendo el segundo, matábamos el primero, porque le podríamos gorrear hotel a Cecilia y dormir aunque sea en el pasillo, lo que ya era un avance. Eso sí, siempre y cuando averiguáramos dónde se alojaba. No lo averiguamos. La luz del sol nos sorprendió aplanando calles extranjeras, pero también nos trajo suerte. Un despabilado transeúnte, sin duda aficionado al volley, nos dio datos precisos sobre el alojamiento de la delegación peruana. Naturalmente, nos costó poco trabajo llegar. Habíamos caminado tanto por la noche, que estábamos calificados para dibujar el plano de Guayaquil, hasta su más mínimo detalle.

En el hotel, la recepcionista nos miró de arriba abajo, con justificada desconfianza. Conviene explicar que, después de quince días de viajar como mochileros, habíamos hecho nuestro aquel slogan que años más tarde parafrasearía un conocido experto en artes marciales del cine. Me refiero, ya habrán adivinado, a “bañarse nunca, jabonarse jamás”.

- Son las seis de la mañana – dijo la mujer -. La señorita Carvallo está durmiendo, no puedo despertar a una deportista a estas horas. Será para que me echen – concluyó.
- ¿Podemos esperarla aquí? - pregunté con alguna timidez, mientras Constantino se sacudía disimuladamente la camisa.

La recepcionista volvió a mirarme. Luego, posó sus ojos sobre los muebles tapizados de blanco que estaban frente a ella.

- Bueno – dijo, y se sumió en las tareas propias de su cargo, tratando de olvidar que alguna vez nos había visto.

Ajenos a sus preocupaciones, nos sentamos a esperar una hora decente, y aprovechamos para tirar una pestañita. Como tengo el sueño ligero, me despertó la campanilla del ascensor. Pensé que era Cecilia, pero me equivoqué. Era un señor muy bajito, con su guayabera impecablemente planchada, gruesos anteojos y bigotito recortado, como los galanes mexicanos de los 50. Parecía un funcionario del gobierno, el presidente del Rotary Club de su localidad, o tal vez, porque nunca se sabe, el director de un colegio. El hombrecillo se daba aires de importancia, era antipático y me daba mala espina. Con los ojos entrecerrados, yo seguía con la mirada su impaciente paseo frente al mostrador, en espera de su cuenta, porque había anunciado que se retiraba del hotel. De pronto, se detuvo y se puso rojo como un ají limo. Movía la cabeza de un lado a otro y le temblaban los labios, a punto de echar espuma por la boca. ¡Parecía que le habían robado el calzoncillo!

- ¡Esta es una ofensa gravísima! ¡Un ultraje a nuestra dignidad! – chilló, a la vez que señalaba, profundamente indignado, el mapa de Ecuador que estaba colgado en la pared.

Recordemos que, en esa época, nuestro país y el suyo manteníamos una absurda controversia limítrofe, algo así – la frase es de Borges – como el pleito de dos calvos por un peine. Los mapas oficiales eran distintos, de acuerdo a lo que cada país consideraba correcto, y el del hotel, claro está, reflejaba la posición ecuatoriana. A decir verdad, ya no la reflejaba, porque alguien – un peruano, qué duda cabía – había marcado en el mapa, con un plumón, los límites correspondientes a nuestra versión. Eso era lo que había provocado su furia.

- ¿Qué le pasa a ese cojudo? – me preguntó Constantino, contra quien parecían haberse confabulado los policías, los zancudos y los socios del Rotary Club, para no dejarlo dormir.

No tuve necesidad de explicárselo. El patriota injuriado seguía gritando, encaramado sobre su dignidad nacional, mientras pedía la cabeza de los autores del mapicidio, como bien diría Tres Patines. Poco a poco, el lobby se fue llenando de huéspedes que se acercaban al mapa, e inmediatamente se sumaban a la exigencia del hombrecillo, afirmando, con semblante muy serio, que el castigo debía ser ejemplar. En ese momento empezamos a darnos cuenta de que la cosa era grave. ¿Sería, acaso, posible encontrar sobre la faz de la tierra a alguien más sospechoso que nosotros dos? Simultáneamente, empezamos también a extrañar al gigante, al chofer y a los pasajeros del ómnibus. De haber estado ellos ahí, le hubieran dicho al hombrecillo que no fastidie, que dedique su tiempo a asuntos más productivos y se hubieran reído a carcajadas de su ridículo fervor patriótico. Pero no estaban, para atestiguar que no éramos espías o para mostrarnos una ruta de escape. El paredón era nuestro único e inapelable destino.
O quizá no, porque, hasta el momento, nadie parecía haber reparado en nuestra presencia. Telepáticamente – la telepatía existe entre los amigos, doy fe – decidimos poner cara de yo no fui y deslizarnos discretamente entre la gente, hasta ganar la salida. Estábamos a un tris de empezar a movernos, cuando entraron dos marineros armados con metralletas.

- Gulp – escuché tragar saliva a Constantino. Fue una señal para quedarme quieto en mi asiento.

Los marineros atendieron la bien sustentada denuncia del pundonoroso defensor de la soberanía ecuatoriana y se acercaron a la recepcionista, dando inicio a las investigaciones preliminares. Cuchichearon durante unos segundos, que nos mantuvieron con el alma en un hilo. Finalmente, la recepcionista nos señaló con el dedo.

- Ahí están – dijo.

Los marineros voltearon y caminaron hacia nosotros. Paulatinamente, se fue haciendo silencio. Los huéspedes nos clavaron sus ojos inyectados de sangre. El hombrecillo se abrió paso entre todos, adelantándose para cobrar su recompensa moral. Me dio la impresión de que iba a arrancar a cantar el himno nacional del Ecuador. Con los marineros casi junto a nuestras narices, Constantino y yo, retrocedimos, tratando de hundirnos en el respaldar del sofá donde seguíamos sentados.

- Perdonen, señores – se oyó una voz que llegaba desde el fondo del lobby.

Era el buen Charlie Cáceres, presidente de la delegación peruana, responsable de los equipos femenino y masculino de volley de Bancoper. Tras él, un muchacho con expresión compungida y mirada en el piso. Los marineros dieron media vuelta, lo mismo que el enano patriota. ¡La caballería nos había salvado! Charlie pidió disculpas e hizo que el cartógrafo las pidiera también. El ilustre prohombre de baja estatura se dio por satisfecho con las excusas, no sin antes amonestar paternal y severamente al muchacho. Los otros huéspedes aprobaron el sermón con expresivos movimientos de cabeza y, dado que el incidente se había resuelto por la vía diplomática, los marineros abandonaron gallardamente el hotel. La dignidad del Ecuador y nuestros pellejos estaban a salvo.

- ¿Y ustedes qué hacen acá? – preguntó Charlie, una vez que se hubo disuelto la manifestación cívica.

Le contamos todo, con lujo de detalles. Charlie nos escuchó atentamente, sin hacer ningún comentario y nos autorizó a subir a la habitación de Cecilia, añadiendo, como quien no quiere la cosa, que una buena ducha no nos ocasionaría ninguna enfermedad incurable. Subimos, saludamos, conversamos, contamos, pero no nos duchamos. Faltó tiempo, porque los partidos se jugaban temprano y hubo que salir al coliseo. Ganamos en damas y en varones, con bastante facilidad y, de paso, Constantino y yo nos ganamos también con una invitación al almuerzo de confraternidad que ofrecía el Club Atlético Nacional de Guayaquil. Como se sabe, la institución pertenece al ejército ecuatoriano, pero eso no representaba ningún problema para nosotros. Ya no éramos espías, podíamos afirmar que nuestras relaciones con el hermano país del norte estaban en su mejor momento. Cuánto me equivoqué.

- ¿Desde cuándo el ceviche lleva ketchup? – me codeó Constantino, con el fondo soporífero del discurso del presidente del club anfitrión, que ya llevaba tres cuartos de hora hablando sobre el aporte de las fuerzas armadas al deporte latinoamericano.
- Come nomás – le dije - ¿acaso no tienes hambre?
- Yo no voy a comer esto, prefiero tragarme medio kilo de clavos – sentenció, arrimando su plato.

Yo, que siempre fui más dócil, y no estaba para desaires, me empujé un bocado y, masticando estoicamente, lo miré, para darle el ejemplo. Entonces vi su cara, con esa expresión que tanto conocía. Algo estaba tramando. ¿Será posible que este animal no aprenda?, pensé, al momento que un trozo de pescado surcaba el comedor, para caer directamente en el ojo izquierdo de Américo Vespuccio, apodo con que el mismo Constantino había bautizado al autor del mapicidio. Vespuccio tardó unos segundos en extraer la porción de cebiche que se había encajado en su globo ocular y decidió devolver la atención, pero como no sabía de dónde había partido el proyectil, me escogió a mí como destinatario. Yo contraataqué, disparando canchitas serranas. Unas dieron en el blanco elegido, otras, como esquirlas de metralla, impactaron sobre distintos comensales, entre agasajados y oferentes. Al parecer, todo el mundo estaba a la espera de algo que los distrajera de la insoportable alocución del presidente, porque, muy pronto, volaban por el aire otras canchitas, más trozos de pescado, cebollas finamente picadas y hasta uno que otro cubierto. Me consta, porque una cuchara pasó rozando mi oreja. Charlie Cáceres estaba aterrado, pero como el discurso seguía y seguía, terminó por animarse y se sumó a la guerra, lanzando, juicioso, una que otra cosilla. Finalmente, llegó el cese del fuego y todo acabó con risas y manifestaciones de simpatía entre hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ecuatorianos y peruanos.

De ahí nomás partimos los dos hacia Lima. En el camino nos pasaron cosas memorables y muy divertidas, pero esa es otra historia, que les contaré otro día.

Así es como recuerdo a Constantino, así es como lo recordaré siempre: como un chico travieso, que desafiaba permanentemente a toda clase de autoridad mal entendida. Mi voz es la voz de la amistad entrañable. Crecimos juntos y nos quisimos mucho, de la única manera como sabíamos hacerlo, con rudeza a veces, con ironía todo el tiempo. Entre amigos, entre hermanos, no caben los homenajes, de modo que no voy a rendirle ninguno. Constantino está vivo en mi corazón.

sábado, 6 de junio de 2009

El poder de la palabra

Yo no sé, verdaderamente, cómo expresar la alegría, el entusiasmo, el buen ánimo que siento. Generosa conmigo, la vida me ha dado nuevamente la oportunidad de estudiar. Postulé a un Diplomado en Coaching y Consultoría de la Universidad Ricardo Palma, sabiendo de antemano - ya tengo experiencia en esto - que no ser titulado iba a ser un obstáculo. Afortunadamente, mi currículum y una breve entrevista lo salvaron. Hace un mes que comenzaron mis clases y, no miento, cada día estoy más contento. El nivel académico me parece excelente, pero si hay un curso que realmente me motiva a leer, a investigar, es Coaching Ontológico, a cargo del doctor Pedro Makabe. Makabe es un psiquiatra de origen japonés, especialista en Terapia Familiar Sistémica. Tiene un profundo conocimiento del tema, lo expone muy bien, es riguroso, y - como si no bastara -matiza las clases con un filudo humor cargado de significado. Las clases de Pedro - todos nos tuteamos, no hay disfuerzos académicos - nos sirven también para la vida. Ayer dejó una tarea. Antes de decir cuál es, unas líneas sobre la lectura que acabo de terminar.

Al hablar - dice el texto -, actuamos. Cuando los tailandeses hablan, ejecutan la misma clase de actos lingüísticos que los peruanos, los portugueses, los chinos o los panameños. Todas las personas, más allá del idioma que hablemos, hacemos afirmaciones, declaraciones, peticiones y otras acciones - acciones, hay que subrayarlo - lingüísticas, que son universales. Así, pues, vemos que se establece siempre un nexo entre la palabra y el mundo. En algunos casos, la palabra debe adecuarse al mundo, y en otros, es el mundo el que debe adecuarse a la palabra. Así, cuando el mundo conduce a la palabra, estamos hablando de afirmaciones. Al contrario, cuando el mundo requiere ajustarse a la palabra, estamos hablando de declaraciones. De un modo u otro, el tema central es que hablar (y, naturalmente, escribir) nunca es un acto inocente. Cada vez que ejecutamos un acto lingüístico adquirimos un compromiso y debemos aceptar la responsabilidad social de lo que decimos.
En el caso de las afirmaciones, es decir cuando hablamos del estado de nuestro mundo, nos comprometemos con la veracidad de nuestras afirmaciones, frente a la comunidad que nos escucha. Si decimos, por ejemplo, que hoy es domingo o que está lloviendo, esas afirmaciones pueden ser comprobadas. Si no se comprueban, o nos hemos equivocado, o estamos mintiendo.
El caso de las declaraciones es muy distinto. Cuando hacemos declaraciones, no hablamos de nuestro mundo. Generamos un nuevo mundo para nosotros. La palabra crea una realidad diferente. Después de decir lo que se dijo, el mundo ya no es el mismo de antes. Ha sido transformado por el poder de la palabra. Cuando Don José de San Martín declaró que el Perú era libre e independiente, no estaba hablando sobre lo que sucedía en el mundo en esos momentos. Estaba creando un nuevo mundo, un mundo que no existía antes de su declaración. Pero, ojo, las declaraciones no ocurren solamente en momentos muy especiales de la Historia. Ocurren todos los días. Cuando el alcalde dice "los declaro marido y mujer", cuando en la casa decimos "es hora de almorzar", cuando un profesor dice "aprobado" o una madre "ya puedes jugar en la computadora", se están haciendo declaraciones y, en todos los casos, el mundo cambia después de la declaración. Una vez hecha la declaración, las cosas dejan de ser como eran antes.
Las declaraciones, pues, están relacionadas con el poder. Cuando hacemos una declaración, también nos estamos comprometiendo por su validez. Sostenemos tener la autoridad para hacerla y que fue hecha de acuerdo a normas socialmente aceptadas. Ahora, así como una autoridad política tiene el poder de hacer determinadas declaraciones que afectan a la sociedad entera, cada persona humana tiene el poder de hacer declaraciones en el ámbito de la propia vida personal, y en cuanto ejerza tal poder, asienta su dignidad como persona.
Existe un conjunto de declaraciones que pertenecen a este ámbito de autoridad personal. Entre otras, la declaración del No, la declaración de aceptación (el Sí), la declaración de ignorancia, la declaración de gratitud, la declaración del perdón y la declaración de amor. De acuerdo al texto, la declaración del No es la más importante de todas, pero ya no voy a cansarlos con tanta explicación. Terminaré diciéndoles cuál es la tarea de Makabe: hacer, en esta semana, dos declaraciones sobre nuestra vida personal.

miércoles, 3 de junio de 2009

Ese vestidito negro

Confieso que tuve que apoyarme en Balzac, y en la calurosa recomendación de mi querido amigo Henry Mitrani, para leer El Vestidito Negro, de Nancy MacDonell Smith. Leyéndolo, confirmé algo que a diario veo: se puede ser frívolo en los temas más serios y serio en los temas más frívolos. Cito a Honoré de Balzac -de quien Victor Hugo dijera en su funeral que "a partir de ahora los ojos de los hombres se volverán a mirar los rostros, no de aquellos quienes han gobernado, sino de aquellos que han pensado" -, porque el apasionado escritor francés escribió que los que sólo ven moda en la moda, son unos tontos. Y es que el libro de Nancy MacDonell mira la moda con una óptica inteligente y personal, sin complejos de ninguna especie. El título original, The Classic Ten, nos remite directamente al concepto de la autora: los diez artículos que no le deben faltar a una mujer. Están el vestidito negro, el traje sastre, los jeans, el suéter de cachemira, la camisa blanca, los tacos altos, las perlas, el impermeable el lápiz labial y las zapatillas.
Anna Karenina, nos recuerda MacDonell, está vestida de negro en la fiesta donde Vronsky se enamoró perdidamente de ella. Kitty, su sobrina, que está enamorada de Vronsky, lleva un vestido rosado. Vronsky ni la mira. El negro es trasgresión. La mujer que se viste de negro demuestra que es sofisticada, sensual y segura de sí misma. Lo que sigue del capítulo es un recorrido por la historia del vestido negro, salpicado de comentarios agudos y mordaces ("Las madres y los vestidos negros no se llevan bien". "Las mujeres que visten de negro tienen vidas coloridas". "Cuando uso negro, me siento cómoda, segura y fuerte: ese telón oscuro me permite brillar con intensidad".) y muchas citas a libros, pinturas y películas.
Para Nancy MacDonell, cuando te pones jeans, se te pega un poco del encanto rebelde de los cowboys, los motociclistas y el rock and roll, por más que al señor Levi Strauss - el primero que los hizo - no se le haya pasado por la cabeza crear un imperio de la moda. Bueno, a mí tampoco se me pasó nunca por la cabeza, porque me enteré leyendo el libro, que pintarse los labios estaba de moda en el Renacimiento, buscando el efecto rostro blanco - labios rojos. Igualmente supe que las zapatillas Nike (pronúnciese naiki si se quiere ser elegante, por favor) nacieron cuando Bill Bowerman puso un trozo de caucho en la waflera y Phil Knight lo puso de suela a unas zapatillas.
Podría seguir y seguir, porque estoy cargado de un liviano y agradable entusiasmo, pero, mejor, lean el libro. Yo pasé un buen rato y me gustaría que ustedes también.

lunes, 1 de junio de 2009

Esa sonrisa

El olor a azufre llegó con el primer golpe a la puerta. Nadie durmió, hasta que hubo silencio, varias horas después. Por la mañana, la encontramos muerta, con una sonrisa muy rara. Las viejas dijeron que la señorita Damonte - la única soltera del barrio – sonreía así porque se había ido al cielo en estado de gracia, sin haber cedido al Maligno. Yo, que vivía al costado, sabía que eso no era cierto. Yo vi cuando ella le abría la puerta.