martes, 14 de julio de 2009

Independencia

Una bodega enrejada, porque los choros la tuvieron de punto y una cosa es equivocarse y otra huevearse, ¿no es cierto? Al ladito, plumas con ojos, cincuenta modelos de plomos, un manual de pesca, corchas lenguaderas, cangrejeras, tanques, aletas y mucho más, todo certificado por una vida de experiencia, según anuncia el tío Moncloa en su tienda "Pesca Club", donde nunca hay clientes, pero sí amigos buscando buena conversación, con su traguito más. Junto a la tienda del tío, en la pared, un grafitti enorme: "Te amo, mi amor". Un borracho insensible orina justo abajo del mensaje y cuando paso yo, me dice que no se me ocurra decirle nada. Obediente, no le digo nada, pero igual me menta la madre y me amenaza con romperme la cara. Sigo mi camino, pensando en el que escribió eso en la pared. ¿Seguirá igual de alucinado o estará buscando una brocha para borrar su pública declaración? El borracho sigue gritando y yo, para no tentarme y responderle, me distraigo con un discreto portón. Es Miami, como elegantemente le decimos a la clínica esa, sólo para locos con billete.
- ¿Has visto a Fulano? Hace tiempo que no sé de él.
- Está en Miami.
- ¿El verídico?
- No seas cojudo, pues.
Y uno ya sabe que Fulano va a aparecer dentro de un tiempo, con cara de idiota, porque quemó cerebro a punta de meterse tanta cosa y que en Miami no hay Jack Nicholson que valga. Cruzo, pues, la pista, no vaya a ser que a alguien se le ocurra creer que me he escapado, y doy justo con la renovadora. En el mostrador, varios pares de tabas recién lustradas, con las puntas dobladas hacia arriba, esperan a sus dueños. Algunos las recogerán más tarde, otros mañana y otros caminarán descalzos unos días, porque están misios. Hay de todo, sí señor. Alcanzo a ver de reojo, un poco más atrás, la casa de don Juan, el patriarca de la cálida y hospitalaria familia Casusol. De reojo, digo, porque ya estoy sobre la panadería, la que también vende frutas, porque hay otra, a la vuelta de la esquina, que vende yuquitas fritas, porciones de tortas que nunca han sido enteras y exhibe - no sé por qué - cebiches y hamburguesas de plástico. Junto a la renovadora, la bodega de la señora Olga, que acostumbraba a publicar cada año su lista de morosos. Había uno que aparecía siempre - por Dios que no soy yo -, hasta que tachó su nombre: "se asó y pagó", escribió junto al tachón. Frente a Olga, un edificio nuevo, una colmena, un hormiguero que ha "dinamizado la economía" de la cuadra, según dirían Adam Smith, John Maynard Keynes o cualquiera de esos que se las saben todas sobre el mercado, la oferta y la demanda. A mí no me gusta el edificio, no se parece en nada a las quintas profundísimas que han echado abajo para construirlo, pero a nadie le importa lo que a mí me gusta, y mucho menos consultarme para la demolición. ¡Faltaba más! Unos pasos más allá de Olga, la joya de la corona: Denisse, el minimarket. Abarrotes, frutas, verduras, menestras, carne, trago, helados, pollos a la brasa, pan con chicharrón y café para llevar. Nadie, absolutamente nadie, podría adivinar que todo comenzó con una carretilla, ahí, en la pista, frente a donde ahora hay una farmacia que también es agente de Interbank, pero pura bamba, nomás, porque su aparato nunca lee las tarjetas, así que no puedes sacar ni medio y a caminar hasta el cajero que hay en la Plaza. Junto a la farmacia, la peluquería Sharon, donde hacen "laceado japonés", que no tengo ni la más pálida idea de lo que es, pero sospecho que debería escribirse "laciado japonés", porque el pelo es lacio, no laceo. La cosa es que doblando la esquina, hay una carnicería en la que también venden anticuchos, pero, sobre todo, es el lugar donde todo el mundo se empuja unas chelas, sea parado, sea sentado en las sillas amarillas, de plástico, que por ahí están repartidas. Ese es el lugar de los desayunos alemanes, porque desde las siete y media de la mañana hay parroquianos entonándose, para lo que el maldito día depare. Si avanzas hacia la otra esquina, pasas junto a un laberinto de tienduchas, una galería raquítica, donde venden una ropa horrible, láminas Huascarán, piñatas de cuatro soles y uno que otro adefesio más. Nunca he entrado ahí, pero sí a la farmacia del costado, donde te venden hasta heroína sin receta. ¡Cuántas noches sin dormir me ha ahorrado el farmacéutico con su desprecio hacia las normas de la DIGEMID!
Ese es mi barrio, el lugar donde cada mañana compro las naranjas para el jugo, donde compro un café tan caliente - y nada malo - que cuando llego a mi casa sigue quemando. A caballo entre Chorrilos y Barranco, nunca lo han visitado las chibolas y chibolos que desde el jueves la pegan de cualquier cosa en el Juano. Ellos no tienen nada qué hacer en la calle Independencia. Nada se les ha perdido por ahí.

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