domingo, 20 de diciembre de 2009

Un recuerdo temprano

Sólo los que saben pueden comprender – con las vísceras, no con el cerebro, con el corazón, no con la cabeza – que cuando uno sube corriendo las sombrías escaleras del Estadio Nacional y llega a las tribunas, se encuentra con uno de los espectáculos más hermosos del mundo. La luz aparece de pronto, deslumbrando, para poner frente a los ojos el verde de la cancha, los vivos colores de las camisetas, la pelota que va de acá para allá, mientras los futbolistas calientan. El rumor sordo de la multitud estalla en un sonido que parece concertado por la expectativa del partido que ya va a comenzar. Es la atmósfera mágica del fútbol, el prólogo de la batalla que se viene, el tirante ambiente previo a la hora señalada.
La primera vez que viví es sensación fue en 1960 o tal vez en 1961. Era un clásico, jugaban Universitario de Deportes y Alianza Lima. Yo, un niño, sabía poco o casi nada (gracias, Nicola di Bari, la frase es tuya) de esos equipos. Me gustaba el fútbol, por supuesto, pero hasta ese momento era diversión, no competencia. Tampoco tenía idea de que iba a conocer a mis propios héroes homéricos, que en vez de atravesarse con lanzas, flechas y espadas, se daban pases, cabreaban, cabeceaban, pateaban al arco y, naturalmente, metían goles en el arco contrario con la misma fuerza y virilidad de los guerreros de la antigüedad. Esa tarde, apenas los equipos salieron a la cancha - no recuerdo cuál primero, cuál después, en esa época la FIFA no obligaba a que salgan juntos -, en ese mismo instante, me hice hincha de la “U”. No puedo explicar por qué. Mi padre era de Alianza. Chenta, que fue la que me llevó esa tarde, también era aliancista. Quizá algún psicoanalista, nunca se sabe, pueda creer que ha descubierto mis motivos más profundos. A mí no me interesa, lo cierto es que desde ese día - y para siempre – soy crema.
Dimas Zegarra estaba en el arco, Jorge y José – los hermanos Fernández, dos leones, sobrinos del gran Lolo – en la defensa. Joe Calderón y la Lora Gutiérrez eran volantes. Ángel Uribe y Alejandro “Pelé” Guzmán”, eran los ágiles, como llamaba la prensa deportiva de entonces a los delanteros. Faltan otros que no recuerdo, por algún motivo esos nombres quedaron grabados en mi memoria. Universitario ganó 1 a 0, con gol de Guzmán. En un contraataque, alguien tiró un pase largo y la pelota quedó dando botes a unos 30 metros del arco. Guzmán la picó con la cabeza, ganándole el vivo a Wantuil de Trinadade, un brasileño grandazo y pesado, back central de Alianza. Lo demás fue pan comido. El nueve crema corrió con la pelota amarrada a los pies, pisó el área con la soltura de los goleadores y cuando Rodolfo Bazán, el buen arquero victoriano, salió a cortarlo, la tocó suavemente por debajo de su cuerpo, y a cobrar.
Desde entonces, el fútbol no volvió a ser lo mismo para mí. Se convirtió en una parte muy importante de mi vida. Cuando la “U” ganaba, yo era el más feliz del mundo. Cuando perdía, yo sufría como nadie. Sus jugadores eran mis ídolos y yo estaba convencido de que tenían una dimensión superior a la humana. No eran mortales como los ingenieros, los médicos, los abogados: eran futbolistas. Sin embargo, nunca fui un fanático. Conforme fui creciendo, la realidad fue imponiéndose. Ahora sé que nuestro fútbol es de tan baja categoría, que parece un deporte distinto al que se juega en otras partes. Ni siquiera es materia opinable que estamos en el sótano de Sudamérica y ganarle a Ecuador o a Venezuela es una hazaña. Tengo pena y también mucha cólera, pero no me vengan con que por eso ya no debo ser hincha de la “U”, que es ridículo emocionarse con los goles de Piero Alva o con las increíbles tapadas de Supermán Fernández, otro de la dinastía. Voy a seguir siéndolo hasta que me muera y eso significa – lo digo por si acaso – que todavía voy a festejar muchos campeonatos más. Ser hincha de Universitario de Deportes no pasa por los resultados. Sin duda, prefiero que gane a que pierda, pero en cualquiera de los casos, la “U” está en mi pecho, porque, como dijo el Puma Carranza, en frase que quedará para la posteridad: la “U” es la “U”.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Ayer no pude hablar con ella

“No pude hablar con ella ayer”. “Ayer no pude hablar con ella”. ¿Significan lo mismo estas dos frases? No, porque la primera comienza por el sujeto (yo, por más tácito que sea) y sigue con el verbo y los complementos. Estoy diciendo únicamente que ayer no pude hablar con ella, sin dar más información. En la segunda, el orden cambia y la circunstancia – ayer – ocupa el primer lugar. Esto le da un valor adicional al adverbio ayer, porque enfatiza que ayer, exactamente ayer, no pude hablar con ella. Estoy informando, de alguna manera, que los demás días si hablaba con ella, pero ayer, precisamente ayer, no pude.
Y ayer fue sábado, que vienen del latín sabbatum, éste del griego sabbaton que viene del hebreo sabbat, que a su vez proviene del acadio sabbatum, que significa descanso. Los nombres de los otros días de la semana vienen del latín y – excepto el domingo, Dominicus dies, día del señor – se refieren a los astros. Iovis dies era para los romanos el día de Júpiter, que es nuestro jueves, así como Veneris dies, el viernes, era el día de Venus y Martis dies el día de Marte. Esos tres días terminan en “s”, mientras que los otros, lunae, mercurii, en otras letras. Sin embargo, como recitar lunae, martis, mercurii, ioves, veneris, ocasionaba ciertas molestias, al asimilarlos a nuestro idioma castellano, le agregamos una “s” a lunae y a mercurri. Por eso decimos ahora “hablamos el lunes” o “¿almorzamos el miércoles?”, en vez de decir “hablamos el lune” o “¿almorzamos el miércole?”, como estrictamente debería decirse.
Sutilezas del lenguaje, pero en todo caso, si ayer no pude hablar con ella fue por causas ajenas a mi voluntad. Que conste.