domingo, 7 de junio de 2009

Los Espías

Mi hijo Ernesto, el menor de todos, acaba de escribirme de Ecuador. Hace unas semanas salió del Cusco. Mochilero, quiere correr mundo, ver qué pasa. Cuando yo tenía su edad, hice un viaje similar con Constantino. Aquí cuento un episodio de ese viaje.


La luz se hizo sombra, cuando entró el gigante. Su musculosa espalda tapaba al sol y el ómnibus se inclinaba a la derecha y a la izquierda, mientras el ogro caminaba por el pasillo, directamente hacia nosotros. Los asientos parecían a punto de ser arrancados de cuajo por la fuerza de sus brazos, cuando se agarraba de ellos para conservar el equilibrio. Constantino y yo lo mirábamos aterrorizados y – puedo jurarlo - nos hacíamos cada vez más diminutos, cada vez más escuálidos, cada vez más débiles.

- ¿Y ahora? – susurró Constantino.
- Nos hacemos los dormidos – respondí, y cerré los ojos.

Brillante ocurrencia la mía. Brillante, pero inútil. El gigante nos sacudió con sus manazas.

- Peruanitos, ¿nocierto? A ver, sus pasaportes.

Estábamos en la hermana República del Ecuador, sólo que en esa época no era tan hermana. Resultaba, pues, muy imprudente, casi suicida, circular por esos pagos sin permiso de las autoridades correspondientes. Ese era – cómo no – nuestro caso. No teníamos ni medio pasaporte que mostrar.

- Ya mismo los van a colgar de los huevos, por mandarinas – pronosticó el gigante.
- ¿De los huevos? – pregunté, retórico.
- Porsupollo, mi pana, a menos que yo los acolite.
- ¿Perdón? – dijo Constantino, tan educado como siempre.

El gigante, que de malo solo tenía la pinta, iba a ayudarnos a llegar a Guayaquil. Habíamos tomado el ómnibus en Machala, sin saber que el camino entre esa ciudad y el puerto estaba plagado de puestos fronterizos. Según nos explicó, a los soldados encargados de la vigilancia nada les gustaba más que capturar peruanos indocumentados, para aplicarles el tratamiento mencionado. Al parecer, calificábamos como espías. En otras palabras, habíamos comprado todos los boletos de la rifa para la colgadita esa, pero el gigante sabía como evitarnos el dolor y la vergüenza de vernos suspendidos de la parte más querida de nuestra anatomía.

- La buseta tiene que detenerse por fuerza en cada puesto, para que los pacos pidan documentos – dijo -, pero ni que fueran tan cojudos para pasarse el día entero en el mismo camello…
- Ajá, claro – dijimos los dos a la vez, pensando que era momento de insertar un comentario, pero sin entender muy bien el plan.
- … así que suben, tiran un ojo, y si no hay nada raro, te dejan seguir camino – prosiguió el gigante.
- Pero nosotros…
- Ustedes nada – me interrumpió -, porque no van a estar ahí. Se bajan un momentico antes de llegar al puesto, le dan la vuelta caminando por los bananales que están atrás y después se vuelven a la carretera. Ahí los vamos a esperar, panas. ¿Qué me dicen? ¿No está chévere?

Acogimos la propuesta con muchísimo entusiasmo. El plan era sencillo, reducía los riesgos a los que estábamos expuestos y, sobre todo, era el único disponible. El chofer del ómnibus – buseta, decía el gigante – lo aprobó. Los pasajeros, también, por aclamación. Fue un hermoso ejemplo de hermandad latinoamericana. Todo el mundo aportó ideas, recomendaciones y consejos. Ocultamos nuestras mochilas bajo los asientos y nos preparamos para la primera bajada, pero, antes de seguir con la historia, permítanme explicar cómo habíamos llegado ahí.

Todo comenzó unas tres semanas antes, en el verano de 1974 o 1975, no recuerdo bien. Yo acababa de sufrir lo que los cronistas policiales llaman una “decepción amorosa”, cuando tienen que explicar las causas de un suicidio. En realidad, me sentía como si me hubiese atropellado un camión, uno de esos Volvo grandazos, de cuatro ejes y veinte toneladas. Mi autoestima estaba en el subsuelo, al nivel de la napa freática, más o menos. Constantino, en cambio, vivía una floreciente relación y – más inconsciente que conscientemente, creo yo - se preparaba para asumir tempranas responsabilidades. Sea como fuere, los dos necesitábamos salir de Lima, para tomar distancia, para pensar un poco. Así, pues, decidimos irnos a El Silencio, a pasar unos días en la playa. Sin embargo, minutos antes de partir, nos dimos cuenta de que las posibilidades de tener algún encuentro incómodo en un lugar tan concurrido como ese eran muy grandes, de modo que cambiamos de rumbo y nos dirigimos hacia el norte, tirando dedo.

Tuvimos suerte, porque llegamos a Trujillo justo a tiempo para buscar y encontrar un parque donde pasar la noche. El viento soplaba fuerte, así que nos acomodamos al abrigo de unos árboles. Cansados como estábamos, el sueño llegó pronto, pero se fue tan rápido como vino.

- ¿Qué hacen aquí? – nos preguntó un policía, mientras su compañero nos alumbraba con una linterna.

Me preparé para el combate. Ciertas escaramuzas con las fuerzas del orden, en el Estadio Nacional y en alguna cantina de La Herradura, me habían enseñado que la relación entre Constantino y las autoridades no era, digamos, fraterna.

- ¿Cuál es su misión, muchachos? – volvió a preguntar el agente.
- Estamos durmiendo… bueno, tratando, pero tú no nos dejas – respondió Constantino, sin abrir los ojos, fastidiado, como si el policía hubiese irrumpido en su mismísima habitación, perturbándole el sueño.

El custodio de la ley, como si oyera llover. No acusó recibo.

- Este lugar es peligroso, les pueden robar. Mejor vamos a la comisaría, ahí van a estar mejor.

Constantino, ahora sí, abrió los ojos. Yo también, tan sorprendido como él. Después de consultarnos con la mirada, decidimos aceptar la invitación y acompañamos a los buenos policías a la delegación, donde – justo es decirlo – disfrutamos de un merecido descanso como huéspedes de honor y no como detenidos.

Al día siguiente, temprano, seguimos viaje. Estuvimos en Chiclayo, en Piura, en Tumbes, y terminamos en Puerto Pizarro, donde pasamos una semana plena de sol y cebiches compartidos con los pescadores de la caleta, que cada mañana nos llevaban a pescar en sus chalanas. Comíamos y dormíamos en un restaurante, gracias a la generosidad del dueño, que nos daba pensión a cambio de trabajo. Debo consignar aquí que tuve el privilegio de ver a Constantino, por primera y única vez en su vida, barrer y lavar los platos. No eran, sin embargo, esas actividades las que consumían la mayor parte de nuestras energías. El mar de Puerto Pizarro era famoso por la abundancia de rayas, esos peces cartilaginosos, primos hermanos de los tiburones, con un aguijón venenoso al final de la cola, agudo “como un estilete sobre un látigo”, según consigna el diccionario. ¿Luchábamos el día entero contra ellas? No. Nunca nos molestaron. Nuestra lucha era contra otros representantes del reino animal: los zancudos, que, a partir de las seis de la tarde, con la caída del sol, comenzaban sus incursiones punitivas. Los malditos bichos, volando en perfecta formación, nos martirizaban noche tras noche, obligándonos a movernos de aquí para allá, en vanos intentos para poder dormir. Ni el repelente, ni el insecticida que tomamos prestado del almacén del restaurante, ni las toallas con la que nos cubríamos la cara, ni – por último – el karate, sirvieron para darnos la paz anhelada, hasta que, por fin, encontramos la manera de burlarlos. Improvisamos una suerte de carpas con las mesas del restaurante, colocando sobre ellas sus manteles de hule, de manera que, colgando hasta el suelo, hacían inexpugnables nuestros refugios.

- ¿Te están picando? Cambio. – me preguntó Constantino, desde su base.
- No, pero los escucho zumbar como locos. Cambio – respondí desde la mía.
- Es que ya les metimos la yuca. Cambio y fuera, voy a jatear.

Y muerto el perro, muerta la rabia. Los zancudos se fueron desmoralizados, derrotados por la inteligencia humana, a competir con Drácula en otro sitio. Nosotros pudimos dormir bien, sin permiso de la policía. Los días pasaron, más hermosos todavía, pero – ya lo dijo Héctor Lavoe – todo tiene su final, nada dura para siempre: dejamos Puerto Pizarro, para regresar a Lima. En Tumbes, desandando ya el camino, el diablo metió la cola. Después de pasar por Curich, donde compramos unas cremoladas de pura fruta, nos detuvimos en un kiosko de periódicos. En un diario local leímos que Bancoper, un equipo peruano de volley, jugaba al día siguiente contra Nacional de Guayaquil, en no sé qué coliseo de esa ciudad. En Bancoper jugaban Cecilia Tait, Cecilia del Risco y una tercera Cecilia, la hermana de Constantino y – lo digo con todo derecho - hermana mía también. ¿Cómo no ir a verla? Guayaquil estaba “aquí nomás”, así que juntamos nuestros últimos centavos y cruzamos la frontera, con un salvoconducto que nos permitía llegar solamente hasta Machala. Ahí llegamos y nos subimos al ómnibus, o buseta, ya saben, del que bajábamos – ya saben, también - cada cierto trecho, para sortear los puestos fronterizos.

La noche estaba bien avanzada, cuando cruzamos el puente sobre el río Guayas, a las puertas de la ciudad. La luna y las estrellas competían con la luces de Guayaquil por el reflejo sobre el río. La vista era espléndida, el paisaje hermoso, la atmósfera mágica. Estábamos contentos, porque no nos habían colgado de ninguna parte, llenos de esa sensación de libertad que dan los viajes, y muy agradecidos con el gigante, el chofer y los pasajeros, que nos habían ayudado con mucha cordialidad y enorme simpatía. Habíamos, por fin, llegado a Guayaquil. No a Ítaca, es cierto, pero en nuestros corazones vivía Ulises, en todo su esplendor. Nos despedimos con abrazos de verdad y partimos a la conquista del puerto. Cándidos como éramos, no sabíamos que todavía seguíamos siendo espías.

Mientras caminábamos, sin rumbo fijo, enfrentamos los dos problemas que teníamos por delante. El primero, dónde pasar la noche. El segundo, cómo encontrar a Cecilia. Pocas cuadras después, llegamos a la conclusión de que resolviendo el segundo, matábamos el primero, porque le podríamos gorrear hotel a Cecilia y dormir aunque sea en el pasillo, lo que ya era un avance. Eso sí, siempre y cuando averiguáramos dónde se alojaba. No lo averiguamos. La luz del sol nos sorprendió aplanando calles extranjeras, pero también nos trajo suerte. Un despabilado transeúnte, sin duda aficionado al volley, nos dio datos precisos sobre el alojamiento de la delegación peruana. Naturalmente, nos costó poco trabajo llegar. Habíamos caminado tanto por la noche, que estábamos calificados para dibujar el plano de Guayaquil, hasta su más mínimo detalle.

En el hotel, la recepcionista nos miró de arriba abajo, con justificada desconfianza. Conviene explicar que, después de quince días de viajar como mochileros, habíamos hecho nuestro aquel slogan que años más tarde parafrasearía un conocido experto en artes marciales del cine. Me refiero, ya habrán adivinado, a “bañarse nunca, jabonarse jamás”.

- Son las seis de la mañana – dijo la mujer -. La señorita Carvallo está durmiendo, no puedo despertar a una deportista a estas horas. Será para que me echen – concluyó.
- ¿Podemos esperarla aquí? - pregunté con alguna timidez, mientras Constantino se sacudía disimuladamente la camisa.

La recepcionista volvió a mirarme. Luego, posó sus ojos sobre los muebles tapizados de blanco que estaban frente a ella.

- Bueno – dijo, y se sumió en las tareas propias de su cargo, tratando de olvidar que alguna vez nos había visto.

Ajenos a sus preocupaciones, nos sentamos a esperar una hora decente, y aprovechamos para tirar una pestañita. Como tengo el sueño ligero, me despertó la campanilla del ascensor. Pensé que era Cecilia, pero me equivoqué. Era un señor muy bajito, con su guayabera impecablemente planchada, gruesos anteojos y bigotito recortado, como los galanes mexicanos de los 50. Parecía un funcionario del gobierno, el presidente del Rotary Club de su localidad, o tal vez, porque nunca se sabe, el director de un colegio. El hombrecillo se daba aires de importancia, era antipático y me daba mala espina. Con los ojos entrecerrados, yo seguía con la mirada su impaciente paseo frente al mostrador, en espera de su cuenta, porque había anunciado que se retiraba del hotel. De pronto, se detuvo y se puso rojo como un ají limo. Movía la cabeza de un lado a otro y le temblaban los labios, a punto de echar espuma por la boca. ¡Parecía que le habían robado el calzoncillo!

- ¡Esta es una ofensa gravísima! ¡Un ultraje a nuestra dignidad! – chilló, a la vez que señalaba, profundamente indignado, el mapa de Ecuador que estaba colgado en la pared.

Recordemos que, en esa época, nuestro país y el suyo manteníamos una absurda controversia limítrofe, algo así – la frase es de Borges – como el pleito de dos calvos por un peine. Los mapas oficiales eran distintos, de acuerdo a lo que cada país consideraba correcto, y el del hotel, claro está, reflejaba la posición ecuatoriana. A decir verdad, ya no la reflejaba, porque alguien – un peruano, qué duda cabía – había marcado en el mapa, con un plumón, los límites correspondientes a nuestra versión. Eso era lo que había provocado su furia.

- ¿Qué le pasa a ese cojudo? – me preguntó Constantino, contra quien parecían haberse confabulado los policías, los zancudos y los socios del Rotary Club, para no dejarlo dormir.

No tuve necesidad de explicárselo. El patriota injuriado seguía gritando, encaramado sobre su dignidad nacional, mientras pedía la cabeza de los autores del mapicidio, como bien diría Tres Patines. Poco a poco, el lobby se fue llenando de huéspedes que se acercaban al mapa, e inmediatamente se sumaban a la exigencia del hombrecillo, afirmando, con semblante muy serio, que el castigo debía ser ejemplar. En ese momento empezamos a darnos cuenta de que la cosa era grave. ¿Sería, acaso, posible encontrar sobre la faz de la tierra a alguien más sospechoso que nosotros dos? Simultáneamente, empezamos también a extrañar al gigante, al chofer y a los pasajeros del ómnibus. De haber estado ellos ahí, le hubieran dicho al hombrecillo que no fastidie, que dedique su tiempo a asuntos más productivos y se hubieran reído a carcajadas de su ridículo fervor patriótico. Pero no estaban, para atestiguar que no éramos espías o para mostrarnos una ruta de escape. El paredón era nuestro único e inapelable destino.
O quizá no, porque, hasta el momento, nadie parecía haber reparado en nuestra presencia. Telepáticamente – la telepatía existe entre los amigos, doy fe – decidimos poner cara de yo no fui y deslizarnos discretamente entre la gente, hasta ganar la salida. Estábamos a un tris de empezar a movernos, cuando entraron dos marineros armados con metralletas.

- Gulp – escuché tragar saliva a Constantino. Fue una señal para quedarme quieto en mi asiento.

Los marineros atendieron la bien sustentada denuncia del pundonoroso defensor de la soberanía ecuatoriana y se acercaron a la recepcionista, dando inicio a las investigaciones preliminares. Cuchichearon durante unos segundos, que nos mantuvieron con el alma en un hilo. Finalmente, la recepcionista nos señaló con el dedo.

- Ahí están – dijo.

Los marineros voltearon y caminaron hacia nosotros. Paulatinamente, se fue haciendo silencio. Los huéspedes nos clavaron sus ojos inyectados de sangre. El hombrecillo se abrió paso entre todos, adelantándose para cobrar su recompensa moral. Me dio la impresión de que iba a arrancar a cantar el himno nacional del Ecuador. Con los marineros casi junto a nuestras narices, Constantino y yo, retrocedimos, tratando de hundirnos en el respaldar del sofá donde seguíamos sentados.

- Perdonen, señores – se oyó una voz que llegaba desde el fondo del lobby.

Era el buen Charlie Cáceres, presidente de la delegación peruana, responsable de los equipos femenino y masculino de volley de Bancoper. Tras él, un muchacho con expresión compungida y mirada en el piso. Los marineros dieron media vuelta, lo mismo que el enano patriota. ¡La caballería nos había salvado! Charlie pidió disculpas e hizo que el cartógrafo las pidiera también. El ilustre prohombre de baja estatura se dio por satisfecho con las excusas, no sin antes amonestar paternal y severamente al muchacho. Los otros huéspedes aprobaron el sermón con expresivos movimientos de cabeza y, dado que el incidente se había resuelto por la vía diplomática, los marineros abandonaron gallardamente el hotel. La dignidad del Ecuador y nuestros pellejos estaban a salvo.

- ¿Y ustedes qué hacen acá? – preguntó Charlie, una vez que se hubo disuelto la manifestación cívica.

Le contamos todo, con lujo de detalles. Charlie nos escuchó atentamente, sin hacer ningún comentario y nos autorizó a subir a la habitación de Cecilia, añadiendo, como quien no quiere la cosa, que una buena ducha no nos ocasionaría ninguna enfermedad incurable. Subimos, saludamos, conversamos, contamos, pero no nos duchamos. Faltó tiempo, porque los partidos se jugaban temprano y hubo que salir al coliseo. Ganamos en damas y en varones, con bastante facilidad y, de paso, Constantino y yo nos ganamos también con una invitación al almuerzo de confraternidad que ofrecía el Club Atlético Nacional de Guayaquil. Como se sabe, la institución pertenece al ejército ecuatoriano, pero eso no representaba ningún problema para nosotros. Ya no éramos espías, podíamos afirmar que nuestras relaciones con el hermano país del norte estaban en su mejor momento. Cuánto me equivoqué.

- ¿Desde cuándo el ceviche lleva ketchup? – me codeó Constantino, con el fondo soporífero del discurso del presidente del club anfitrión, que ya llevaba tres cuartos de hora hablando sobre el aporte de las fuerzas armadas al deporte latinoamericano.
- Come nomás – le dije - ¿acaso no tienes hambre?
- Yo no voy a comer esto, prefiero tragarme medio kilo de clavos – sentenció, arrimando su plato.

Yo, que siempre fui más dócil, y no estaba para desaires, me empujé un bocado y, masticando estoicamente, lo miré, para darle el ejemplo. Entonces vi su cara, con esa expresión que tanto conocía. Algo estaba tramando. ¿Será posible que este animal no aprenda?, pensé, al momento que un trozo de pescado surcaba el comedor, para caer directamente en el ojo izquierdo de Américo Vespuccio, apodo con que el mismo Constantino había bautizado al autor del mapicidio. Vespuccio tardó unos segundos en extraer la porción de cebiche que se había encajado en su globo ocular y decidió devolver la atención, pero como no sabía de dónde había partido el proyectil, me escogió a mí como destinatario. Yo contraataqué, disparando canchitas serranas. Unas dieron en el blanco elegido, otras, como esquirlas de metralla, impactaron sobre distintos comensales, entre agasajados y oferentes. Al parecer, todo el mundo estaba a la espera de algo que los distrajera de la insoportable alocución del presidente, porque, muy pronto, volaban por el aire otras canchitas, más trozos de pescado, cebollas finamente picadas y hasta uno que otro cubierto. Me consta, porque una cuchara pasó rozando mi oreja. Charlie Cáceres estaba aterrado, pero como el discurso seguía y seguía, terminó por animarse y se sumó a la guerra, lanzando, juicioso, una que otra cosilla. Finalmente, llegó el cese del fuego y todo acabó con risas y manifestaciones de simpatía entre hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ecuatorianos y peruanos.

De ahí nomás partimos los dos hacia Lima. En el camino nos pasaron cosas memorables y muy divertidas, pero esa es otra historia, que les contaré otro día.

Así es como recuerdo a Constantino, así es como lo recordaré siempre: como un chico travieso, que desafiaba permanentemente a toda clase de autoridad mal entendida. Mi voz es la voz de la amistad entrañable. Crecimos juntos y nos quisimos mucho, de la única manera como sabíamos hacerlo, con rudeza a veces, con ironía todo el tiempo. Entre amigos, entre hermanos, no caben los homenajes, de modo que no voy a rendirle ninguno. Constantino está vivo en mi corazón.

1 comentario:

  1. "Subimos, saludamos, conversamos, contamos, pero no nos duchamos." Qué buena!
    Los pude ver mientras leía, qué buena historia, Miguel. Me he reído mucho, también.
    Un abrazo.

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