domingo, 31 de mayo de 2009

María

Fools rush in, where angels fear to tread

Alexander Pope, cantado por Frank Sinatra


Se llamaba María. La vi entre la gente que caminaba apurada por San Francisco y adiviné que se dirigía exactamente adonde yo estaba parado. Me ofreció un paseo en el bus parrandero, para conocer la noche arequipeña y me alcanzó una tarjeta. La tomé sin verla, porque estaba mirando el chuzo que tenía en la cara. Era una cicatriz de línea muy fina, que le cruzaba el pómulo izquierdo. Se turbó, avergonzada. Me disculpé y me puse muy tonto, diciéndole que a mí, no me molestaba.

- A mí sí - me dijo. - Yo soy mujer.

Para cambiar rápidamente de tema, le expliqué que no estaba para buses ni para parrandas, que estaba cansado, que quería almorzar e irme a mi hotel.

- Yo termino a las siete, si quieres salimos a dar una vuelta y te cuento cómo - dejó la frase inconclusa, tocándose la mejilla.
- Nos encontramos aquí -contesté.

Se despidió dándome un ligero beso en la boca. Yo me fui, pensando que podría tener una buena historia entre manos, pero me estaba engañando. La verdad es que me atraen las locas y aquí había una Angie Jibaja en potencia, tal vez un escándalo y, con suerte, un par de balazos. Quién sabe lo que pueda pasar, me decía mi instinto. Mi imán para chifladas volvió a funcionar. Como canta Sinatra, tonto yo, me aviento en palomita ahí donde ni siquiera los ángeles se atreven a pisar.
A las siete, nos encontramos. Se había maquillado. Me hizo sentir importante. De arranque me contó que se había escapado de una comunidad terapéutica, que por el momento regresar no estaba en sus planes.

- ¿Pasta? - le pregunté.
- Ajá, PBC - confirmó -, estuve plantada tres años, pero en febrero recaí. Así pasa, pues.

Pensé que no había almorzado y la invité a comer un kebab. Mientras esperábamos el sánguche turco, me contó la historia del chuzo.

- Yo era campana de un cordelero - me dijo. - Él se trepaba a los techos y me aventaba la ropa. Después la vendíamos, o la cambiábamos por ketes, y fumábamos hasta el día siguiente. Una noche me entró la angustia y me fui con la ropa. Cuando estaba merqueándola, apareció esa mierda y ahí nomás me cortó - terminó muy tranquila, como si estuviera contándome como se contagió un resfriado.

- ¿Has parado mucho con choros? - le pregunté.

María sonrió, en lugar de decirme cojudo. Llegó el mozo y ella le agradeció de tal manera que - a juzgar por su cara - lo hizo sentirse el duque de Windsor. Si me conmovió su dignidad para no tragarse el kebab de un sólo mordisco, casi me hizo llorar cuando me contó que desde hacía meses moría por probar uno de esos. Le ofrecí otro, pero se negó. Quiso, a cambio, un café turco. Tenía mucha curiosidad por saber cómo era. Con el café, más reverencias al mozo, que flotaba en las nubes. Mientras lo saboreaba, con genuino placer, me contó muchas cosas y me regaló unos poemas y fábulas impresos con desaliño en papeles de varios colores.
- Son míos - admitió, disimulando su orgullo -. Folleteando, pues, así me gano la vida.
Más que lo que decía, yo prestaba atención a cómo lo decía. Se notaba que había tenido familia, que había aprendido a comer con tenedor y cuchillo, que algo había leído, pero también que la calle había dejado su impronta. Saliendo, me pidió un chocolate. Compré uno en La Ibérica, que le duró veinte cuadras. Cuando terminó de comerlo, arrugó la envoltura, hizo una bola y lo arrojó a la vereda. Le llamé la atención.

- Sólo fue una travesura - me respondió, sin mirarme a los ojos, muy irritada. Recogió la envoltura y la depositó en un tacho cercano. - ¿Todo el mundo tiene que decirme lo que tengo que hacer?

Me sentí mal. Había actuado como si fuera el comisario del pueblo y había tocado quién sabe qué fibras dormidas. Me disculpé, pero no me hizo caso. Caminamos callados un trecho, hasta que, volteando una esquina, nos salió al paso un chico como de ocho o nueve años, llorando, con una caja de chicles en la mano. Se quejaba amargamente de que no había vendido nada, de que no podía llegar a su casa con las manos vacías, porque su mamá lo iba a botar. Me convertí - cuando no - en un flan, en una gelatina. Me comí el cuento enterito y me dispuse a comprarle toda la caja de chicles. María se interpuso entre el niño y el tonto, es decir yo.
- ¿Para quién es la plata? - le preguntó.
- Para la Virgen de Chapi - respondió el chico.
- ¿Ah sí? Dile a tu mamá que a la Virgen no le gusta que la utilicen para engañar a la gente. No te vamos a comprar nada. Arranca, nomás - le ordenó.
El niño dejó de llorar y siguió su camino. María y yo seguimos el nuestro, todavía en silencio. Al rato, se detuvo.
- Tengo un hijo con SIDA - me espetó. - Tiene que trabajar para comprar sus remedios.
- ¿Es gay? - volví a inscribirme en el registro de estúpidos.
- No sé. Sólo puedo decirte que Dios nos entregó a su hijo para borrar nuestros pecados. ¿Con qué derecho podría quejarme?
Yo, mudo como un pez. ¿Qué podía decirle? Seguimos caminando por la calle Álvarez Thomas. Ella, con la lengua muy suelta, pasó a hablar de otras cosas que me hicieron reír.
No me dejó salir solo del hotel. Insistió en acompañarme hasta la puerta, y se despidió como dueña de casa. Tampoco quiso aceptarme ni medio. Nos despedimos con las promesas de siempre. A diferencia de Joaquín Sabina, María no me robó el reloj, la cartera, ni tampoco el corazón. Me dejó, eso sí, una sensación de vacío. Estoy seguro de que nunca volveremos a vernos. No sé si seguirá folleteando, si regresará a la comunidad terapéutica o si, finalmente, terminará por huir de sí misma.

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