viernes, 11 de agosto de 2017

HAMILTON Y TRUMP
Más de 65 millones de estadounidenses consideran que las últimas elecciones constituyeron una patada a la voluntad popular. Los casi 63 millones —2.8 millones menos— que votaron por el actual presidente, responden que todo el país conocía que la mayoría de colegios electorales les eran favorables y entonces, ¿de que te quejas, si sabías que había lentejas? La discusión puede ser interminable, pero yo quisiera aportar un punto de vista nuevo: la indiferencia es la culpable de esta situación.
Para explicarme, debo comenzar contando un poco sobre Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de Estados Unidos y amigo íntimo —uña y mugre diría Condorito— de George Washington. De arranque,, diré que no nació en esta nación, sino en el actual San Cristóbal y Nieves. Este país caribeño, prácticamente desconocido para nosotros, es el más pequeño del continente americano. Es diez veces más chico que la provincia de Lima, lo que nos da una idea de su tamaño. Su madre, Rachel Faucette, había estado casada con un señor de apellido Lavien, al que dejó —precursora, porque en esa época las mujeres no hacían eso— y se largó a San Cristóbal, donde conoció a James Hamilton. La amistad entre ellos fue tan viento en popa, que tuvieron dos hijos, James Jr. y nuestro protagonista, Alexander. Y entonces, en la década de 1760, el niño Alexander empezó a volverse invisible. Lo digo así, porque su padre lo ignoró y abandonó a la familia, con el pretexto de que el anterior esposo de Rachel estaba iniciando acciones legales por adulterio y bigamia. Luego, la vida misma siguió tratándolo como si no existiera, porque su madre enfermó de unas fiebres extrañas y tuvo la mala ocurrencia de morir. Hamilton terminó en un orfanato, donde solo le hacían caso para tratarlo mal.
Estos trágicos acontecimiento lo formaron con la convicción de que todo aquel que dirija hombres debería hacerlo rectamente y comprometerse a fondo. Así fue como participó en la guerra de independencia de los Estados Unidos. A los 26 años fue nombrado Héroe de Guerra, actuando como ayudante de campo de Washington. Al parecer se esforzó tanto en hacerse notar, que brilló en todo, convirtiéndose en visible, pero como se sabe, el que nace para corriente, aunque lo saquen del río, según sabremos.
Decidido a que no se cometan, a gran escala, los abusos que el sufrió, se hizo abogado, político y escritor. Tan notorio se hizo, que se le pidió su colaboración para los famosos Papeles Federalistas. Escribió 51 de los 85. En ellos intenta transmitir su convicción sobre los Colegios Electorales. De acuerdo a su inteligente opinión, este sistema «ofrece una certeza moral de que el cargo de presidente nunca caerá en manos de ningún hombre que no esté dotado de las cualificaciones necesarias». Es muy fácil inferir que trágica historia de Hamilton influyó decisivamente en su deseo de evitar que la nación sea conducida por una persona que, como su padre, tenga una conducta irresponsable y poco comprometida. No importa que haya sido elegido, porque los votantes pueden equivocarse y escogerlo por frívolos y desacertados motivos, así como su madre se equivocó al engendrarlo con James, atraída, quién sabe por qué.
Sin embargo, ya lo he dicho, aunque de otra forma, el que nace barrigón, aunque lo fajen de niño. Los grandes esfuerzos del buen Alex para que sus ideas se acojan, fueron inútiles. Aró, pues, en el mar. Pasaron los años y hasta los siglos. El pensamiento de Hamilton se desvirtuó, es decir que no se le hizo caso. Se convirtió en que los miembros de los colegios electorales debían, obligatoriamente, obedecer a los votos de la mayoría que los eligió, sin deliberar sobre cuál de los candidatos reúne las mejores cualidades, tal como establecen los Papeles Federales. Del mismo modo que no quiso ser abandonado y traicionado por su padre, tampoco quiso que sus ideas se dejen de lado y se traicione su pensamiento. El resultado de este olvido: Trump se convirtió en presidente.
Alexander Hamilton murió a consecuencia de un duelo con Aaron Burr, el tercer vicepresidente de Estados Unidos. La suerte le fue indiferente en el último acto de su vida.

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