domingo, 23 de julio de 2017


CORTÁZAR, LA MÚSICA Y EL AMOR

Es prácticamente un lugar común —él los odiaba— decir que Julio Cortázar era un apasionado de la música, un melómano como pocos. En su novela Rayuela escribió: “¡Música! Melancólico alimento para los que vivimos de amor”. Saquen sus conclusiones sobre cómo la vivía. También es muy conocido que sus relatos y todos sus escritos tienen swing, ritmo musical, cosa que entiendo perfectamente, porque al terminar cada frase que escribo, la leo en voz alta, para saber cómo suena. Y eso, siendo yo peor que Borges, quien varias veces se declaró “sordo para la música”. Tal vez menos personas sepan que el gran escritor tocaba muy bien la trompeta — aunque decía que era pésimo— y era un excelente pianista, gracias a una tía suya que desde que era muy pequeño se empeñó tercamente en que tomara lecciones. El gran escritor tocaba casi en secreto, encerrado en un cuarto de su casa, según ha contado Mario Vargas Llosa, quien fue muy amigo suyo y sigue siendo admirador de su literatura.

Lo que pretendo con estas líneas es contar algunas cosas de ese escritor que ocupa un lugar privilegiado en mi utopía personal, todas vinculadas a la música y al amor, y aventurar una explicación a un hecho aparentemente enigmático, protagonizado por una de sus esposas, poco tiempo después de que Cortázar falleciera. En el camino intentaré enseñar entreteniendo, desde mi alma de profesor. Me aventaré, pues, al agua, no sin antes discúlpame por mi habitual torpeza para interpretar algunos sentimientos. Ahí vamos.

A Julio Florencio Cortázar Descotte — así se llamaba y de chico le decían Coco—  le gustaban la música clásica, el tango y, sobre todo, el jazz. De niño aprendió a interpretar con maestría a Chopin. En cuanto al tango, Cortázar —de padre y madre argentinos— nació en Bruselas, cuando corría 1914, en el distrito de Ixelles, famoso, entre otras cosas por la cantidad de inmigrantes africanos, por la pureza de sus aguas, que desde hace siglos atrajo a muchas cervecerías, algunas de las cuales subsisten hasta hoy y, cómo no, por el busto del escritor, situado frente a la casa donde nació. Escapando de la Primera Guerra Mundial, la familia abandonó Bélgica, para irse primero a Zúrich y luego a Barcelona. Cuando el todavía Coco tenía cuatro años, en 1918, los Cortázar partieron a la Argentina, donde Julio se quedaría hasta 1950. Incapaz de soportar la presidencia de Perón, se fue a París, en ese año, donde vivió hasta su muerte, en 1984. Se había nacionalizado francés tres años antes, como protesta contra las sucesivas dictaduras militares que ocuparon por la fuerza la presidencia de su país.

El escritor siempre se sintió argentino y su necesidad de dejar su patria — por razones económicas y políticas— lo obligó a mantener su argentinidad a través del tango. No se limitó a escucharlo, quién sabe si disfrutando de sus frecuentes evocaciones lacrimosas. También escribió letras para el gotán, como bien sabía él que así lo llamaban hablando al vesre. Varias de sus letras fueron musicalizadas y cantadas por el tanguero —cosa rara, hijo de chilena Edgardo Cantón y por Juan Carlos “Tata” Cedrón, quien también vivía en Parí, auto exilado por las amenazas de muerte que recibiera por gentileza de la Triple A, en Buenos Aires. Existe un disco llamado Trottoirs de Buenos Aires, es decir Veredas de Buenos Aires o “vederas”, como el propio escritor cuenta que decían de niños, en una de sus letras. En ese disco hay hermosos tangos, como Java, con partes en francés, Guante Azul y el nostálgico La Cruz del Sur.

Sobre Cortázar y el jazz se han gastado caudalosos ríos de tinta. Contaré únicamente que la primera vez que Julio utilizó esa palabra fue al comentar en un artículo el concierto que Louis Armstrong diera en París muy poco antes de que terminara el año de 1952. La nota periodística se llamaba “Louis, enormísimo cronopio”. Como ustedes saben…

Solo los viejos saben— me dice una voz interior a la que haré caso, por si las moscas.

Dejaré que lo diga el propio Cortázar. “Un cronopio es una flor, dos son un jardín”. Si no entendieron, copiaré otra frase: “Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: es como una flor". La verdad es que no se puede definir la palabra. No se consigna, por supuesto, en el diccionario de la Real Academia, porque cronopio no se puede definir, hay que vivirlo, sentirlo en el corazón, que debe ser contestario. Que Cortázar considere un cronopio a Armstrong releva de cualquier cosa que se pueda escribir sobre su relación con el jazz. Saber que el gran trompetista puede jugar con una flor y acostarse a dormir bajo ella, lo dice todo.

En su cuento El Perseguidor, su personaje Johnny Carter, gran saxofonista, amante de la marihuana, está inspirado en Charlie Parker, un genio real del saxofón, músico estadounidense legendario y sin duda uno de los mejores de la historia. Precisamente, las argentinas —aunque sus nombres suenen a cualquier otra nacionalidad— Karina Wroblewski y Silvia Vegierski hicieron un documental llamado “Esto lo Estoy Tocando Mañana”, en el que muchos amigos de Cortázar, músicos y escritores, entre los que está Vargas Llosa, comentan sobre el gran escritor y la música. El título pertenece a una frase de El Perseguidor, cuando Johnny, en medio de una grabación de jazz que está saliendo excepcionalmente bien, para alegría del ingeniero de sonido, deja abruptamente su saxo, le da un puñete a alguien y abandona la sala de grabación, diciendo ¡Esto lo estoy tocando mañana! En una entrevista, una de las directoras, Karina Wroblewski, dice, claro, que el nombre lo tomaron del cuento, pero confiesa no entender lo que significa la frase, lo que quiso decir Cortázar con ella. A mí me parece clarísimo que el autor quiso reflejar el extraño sentido del tiempo de su personaje.

Para conocer un poco más sobre el tema, les recomiendo Jazzuela, un disco cuyo nombre revela lo que es. Hay algo sobre Cortázar y el jazz, sobre el jazz en Rayuela, están las letras de los blues, algo sobre los músicos, bibliografías sobre el escritor argentino y sobre el jazz, así como una guía, para escucharlo. Aunque lamentablemente incompleto, está en YouTube.

Con esto dejo el tema del jazz, para entrar al del amor, del que tampoco soy un experto. Julio Cortázar tuvo tres mujeres importantes en su vida. La primera es Aurora Bernárdez, con la que se casó en 1953. Es muy interesante lo que Vargas Llosa pensaba de ellos: “Nunca dejó de maravillarme el espectáculo que significaba oír conversar y ver a Aurora y a Julio en tándem. Todos los demás parecíamos sobrar. Todo lo que decían era inteligente, culto, divertido, vital. Muchas veces pensé: «No pueden ser siempre así. Esas conversaciones las ensayan en su casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con las anécdotas inusitadas, las citas brillantísimas y esas bromas que, en el momento oportuno, descargan el clima intelectual». Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca”. A pesar de los quince años de matrimonio entre ellos, el comentario del premio Nobel y las opiniones de los que la veían como su compañera, su cómplice, su lectora y principal crítica literaria, me permiten aplicarle a la relación de ambos una frase del propio Cortázar: “Pobre amor el que de pensamiento se alimenta”. Uno puede adivinar que el sexo era un elemento accidental, más que esencial en la pareja. Creo que fue una relación intelectual, no carnal.

En 1967, Julio dejó a Aurora para unirse a la lituana Ugné Karvelis, con la que estuvo —sin matrimonio de por medio— desde 1967 hasta 1978. Parece que el sexo también brilló entre ellos, pero por su ausencia, claro. Todo parece indicar que fue reemplazado por la política, manifestada en el pensamiento, en su escritura y en las actividades públicas de Cortázar, el tiempo que fueron pareja. Tal vez por esa razón se separaron y uno de los dos — no sé cuál a cuál— le aplicara al otro —valga la casi redundancia— otra de las frases del escritor: “Fui una letra de tango para tu indiferente melodía”.

A finales de los 70, Cortázar se casó por segunda vez. Su matrimonio con la escritora y fotógrafa estadounidense Carol Dunlop le dio eso que le había faltado con sus parejas anteriores. No es que él lo haya dicho, era muy discreto para su intimidad, pero algunos datos así lo indican. El primero, ella era 32 años más joven que Julio, el segundo, era muy guapa y el tercero, los radicales cambios que tuvo en su vida. Recurriré otra vez a Vargas Llosa para mostrarlo: La próxima vez que lo volví a ver, en Londres, con su nueva pareja, era otra persona. Se había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes, de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de fantasmas (…) Tengo la sospecha de que tuvo una vida más intensa y, acaso, más feliz que aquella de antes en la que, como escribió, la existencia se resumía para él en un libro. Por lo menos, todas las veces que lo vi, me pareció joven, exaltado, dispuesto”. Creo que el autor de Conversación en la Catedral dice lo que yo digo, sin decirlo, es decir, mucho más elegantemente. Esta historia, tiene, como las otras, también su frase de Cortázar: “Total parcial: te quiero. Total, general: te amo”. Lamentablemente, el final de esta relación es tristísimo. Carol murió a los pocos años, de una enfermedad fulminante. Tenía treinta y seis años y dejó a Cortázar destrozado, sumido en una profunda depresión. Según algunos amigos cercanos, hablaba de ella como si todavía viviera. El escritor ya estaba con leucemia y solo sobrevivió a Carol dos años. ¿Quién estuvo con él el tiempo final de su vida? Pues nada menos que Aurora Bernárdez, su primera esposa. Ella no se separó de su lado, cuidándolo y atendiéndolo, hasta el 12 de febrero de 1984, cuando Cortázar dejó este mundo. Tal fue la devoción de Aurora que hasta se ocupó del último deseo de Julo: que lo entierren junto a su amada Carol, en el cementerio Montparnasse, de París.

Aurora Bernárdez fue nombrada albacea por el escritor y, como intelectual y amante de los libros, donó los cuatro mil de la biblioteca personal de su ex marido, a la Fundación Juan March de Madrid. Sin embargo —aquí el hecho enigmático al que me referí al comienzo—los miles de discos que también reunió durante su vida, fueron vendidos por ella a un cachinero por una miseria, como quien dice veinte. ¿Por qué trató con esa falta de respeto las joyas que atesoró Cortázar durante su vida de melómano? ¿Por qué no le dio el mismo valor sentimental que a los libros? Yo creo que la razón está en que los odiaba. Los detestaba porque les tenía celos. Así como participaba en la lectura de lo que escribía Julio, con sus inteligentes y atinadas críticas, así como formaba un dúo brillante con él, admirado por todos los que los conocían, de la música estuvo apartada. Había una valla muy alta entre ella y esa actividad solitaria de quien compartió su vida durante muchos años. Tocar música, escucharla, era —lo sabemos—algo casi secreto. Por eso, pienso yo, no quiso darle el mismo valor a su discoteca, que a su hermana la biblioteca. Naturalmente, esto no pasa de ser una explicación y como dijo el gran escritor, la explicación es un error bien vestido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario