EL PALACIO DE BUCKINGHAM
William Wade subió con John Sheffield a la azotea del edificio
de tres pisos que le había construido, cerró la puerta que traspasaron, arrojó
la llave y, llevándolo hasta el borde, lo encaró:
- Si no me pagas lo
que me debes, me lanzo al vacío, pero te llevo conmigo.
De haber sido otro, Sheffield hubiera podido llamar a su
papá para que lo rescate. Sí, de haber sido Johnny Sheffield, el actor que
encarnó a Boy, el hijo de Tarzán – un tercer Johnny, pero Weissmuller – en
varias películas. No era Boy, pues, era el duque de Buckingham y el episodio no
ocurrió en el siglo XX, como los films de
Tarzán, sino en el siglo XVIII, durante el reinado de Ana, conocida por ser la
última monarca de la dinastía Estuardo, por conseguir la anexión de Escocia a
Inglaterra, mediante la severa y abusiva obstaculización de su comercio, y –
tal vez menos importante, pero sin duda más interesante para mis queridos
lectores – por ser tan gorda que sus sirvientes debían utilizar poleas para
levantarla de la cama y porque fue enterrada en un ataúd del doble del tamaño
habitual.
Fue la reina Ana quien nombró a Sheffield duque de Buckingham.
Antes hubo otros. Uno de ellos Edward Stafford, III duque de Buckingham, dejó
de llevar la cabeza encima de los hombros, gracias a las intrigas del cardenal
Wosley, en el año 1521. Su decapitación fue tan sentida por algunos, que el
emperador Carlos V – que no es el del vals criollo, por si acaso – exclamó: “A butcher´s dog has killed the finest
Buck in England”, que significa “un perro carnicero ha
asesinado al cisne más fino de Inglaterra”. El rey germano–español
hizo un juego de palabras entre “buck-in-England” y Buckingham. El escudo
de los Buckingham mostraba un cisne con corona ducal, entre dos alas batientes.
Nuestro Sheffield sobrevivió a tres matrimonios y murió en su cama, Esa cama
estaba en el palacio que encargó, como dije, a William Wade, un arquitecto
inglés nacido en Holanda. Wade era conocido por hacer casas de campo en Gran
Bretaña y el duque creyó que le iba a aguantar el salto de pagarle en las
famosas tres cuotas: tarde, mal y nunca. Ya sabemos cómo Wade consiguió que el
duque honre sus obligaciones. Al margen de eso, lo que nos interesa es qué fue
del palacio y cómo se convirtió en la residencia de la reina Isabel II, donde
cada día se hace el cambio de guardia al son de temas como Dancing Queen, de
ABBA, La Guerra de las Galaxias y últimamente con el tema de la serie Games of
Thrones, cosa que no llama la atención a quienes hemos escuchado aquí, en la
Plaza de Armas de Lima, a la banda de clarines de los Húsares de Junín entonar
el tema de Superman, mientras se realizaba una ceremonia similar a mediodía.
La construcción del palacio
Wade demoró tres años en construir el palacio, un bloque
principal de tres pisos, donde estaban las habitaciones principales, y dos alas
que albergaban las piezas de servicio. Sheffield, además de político, era
poeta, con lo que queda dicho cómo decoró el interior. Las habitaciones eran de
yeso con incrustaciones lapislázuli azul y rosado, repletas de frescos y los
jardines interiores llenos de estatuas y fuentes, mientras que algunos salones
estaban decorados al estilo chino, muy de moda por la época.. El patio se abría
al bosque de Saint James, la residencia real por entonces, dando la impresión
de que era el gigantesco jardín de Buckingham House. Su propietario,
arribista como nadie, hacía poco o nada para aclarar la confusión.
El rey loco
El palacio fue heredado por su hijo Edward, muerto muy joven, a
los diecinueve años, de manera que pasó a manos de su hermano Charles, quien, a
poco de tomar posesión se vio enfrentado a problemas parecidos a los que
atormentaron a su padre, es decir las deudas. Parte del terreno sobre el que
estaba edificado el petit hôtel era
alquilado, pues el propietario era el rey. Las mensualidades venían atrasadas
desde cuando John Sheffield vivía, y Jorge III, el monarca de ese tiempo le
dejó muy claro al heredero que tenía que pagar, sí o sí. Charles no tuvo otro
recurso que vendérsela al mismo Jorge III, quien – buena gente – se la regaló a
su esposa, Carlota de Mecklenburgo. Según se decía, Jorge estaba recontra
templado de otra, lady Sarah Lennox, pero le impusieron el matrimonio con
Carlota. Hay que reconocer, sin embargo, que Jorge le fue fiel, a pesar de que
la mujer era más fea que un calambre. Y esa no fue su única excentricidad. No
es recordado por perder las colonias de Norteamérica, ni por haber derrotado a
Napoleón. Pasó a la historia por estar más loco que una cabra. Hablaba con los
árboles y con los patos de los estanques. Incluso estuvo cierta vez 58 horas –
casi dos días y medio – hablando sin parar. No obstante, la pareja se dio el
tiempo para concebir quince hijos, catorce de los cuales nacieron en el palacio
de Buckingham. Lamentablemente, no pudieron hacer de este el lugar privado para
gozar de sus placeres, entre los que destacaba nítidamente la música. Con los
años, las alteraciones mentales del Rey se hicieron más agudas y tuvo que ser
recluido en el palacio de Windsor. Hoy se sabe que el Rey Loco no era loco,
sino que padecía una enfermedad llamada porfiria, que altera el metabolismo y
envenena la sangre. Sea como fuere, su hijo Jorge fue Regente y a la muerte del
padre reinó como Jorge IV. Ejerció la Regencia desde Buckingham y recurrió al
arquitecto John Nash para los cambios que tenía planeados.
Un arquitecto complaciente
John Nash era famoso como urbanista de Londres y en especial por
haber remodelado un palacio real en Brighton, una humilde aldea de pescadores
puesta de moda – misma Asia, en Lima - por Jorge, quien inicialmente acudió
para darse baños de mar, por prescripción médica. El nuevo rey era fanático de
los interiores franceses e hizo trasladar desde el país galo finísimos muebles
y porcelanas de Sèvres, que armonizaban muy bien con la fachada de piedra
amarilla de Bath, ciudad inglesa fundada por los romanos y actualmente
Patrimonio Cultural de la Humanidad, y con el famoso Marble Arch (Arco
de Mármol) creado por Nash como entrada al espléndido patio central de
Buckingham. Este hermoso arco de mármol de Carrara merece un párrafo aparte:
Nash lo diseñó teniendo como modelo el arco triunfal de Constantino en Roma,
para conmemorar la victoria sobre Napoleón en Waterloo. En 1851, el arco
fue trasladado a su actual emplazamiento, en Hyde Park, cerca del lugar donde
se ahorcaba a los condenados. La leyenda urbana dice que el arco fue trasladado
porque era demasiado angosto para que lo atravesara el carruaje real,
pero lo cierto es que el carruaje pasó por ahí durante la coronación
de Isabel II, en 1953.
El palacio de Buckingham estaba quedando muy lujoso y llamativo,
pero resultaba carísimo. Los costos habían superado en cuatro veces el
presupuesto inicial de Nash y los gastos de mantenimiento eran sencillamente
gigantescos. Durante una fiesta, por ejemplo, se necesitaban ni más ni menos
que treinta sirvientes para mantener todas las velas encendidas. El rey era
engreído y ostentoso. Pedía más y más modificaciones, más y más construcciones.
Nash le decía que sí a todo, soñando con ser nombrado arquitecto real de Gran
Bretaña. Lo que sucedió fue que Jorge IV murió sin hijos y sin estrenar el
palacio y el Parlamento inglés nunca le otorgó el título al arquitecto.
Un monstruoso insulto a la nación
A Jorge lo sucedió Guillermo IV, quien no era, ni por asomo,
pomposo y fatuo como su hermano. Al buen Wili le gustaba caminar solo, sin
escolta, por la ciudad de Londres y mantuvo una larga relación con una actriz,
plebeya naturalmente, llamada Dorothea Bland, con la que tuvo diez hijos.
Por razones políticas tuvo que casarse con la princesa Adelaida de Sajonia, a
la que triplicaba en edad. De acuerdo con la sabiduría popular, que llamaba al
palacio “un monstruoso insulto a la nación”, Guillermo se negó a ocuparlo. Más
que eso, lo ofreció para que allí funcione el Parlamento, cuando un incendio
destruyó su sede. La oferta fue declinada y, por el contrario, cuando se aprobó
costear los gastos para terminar el palacio, decidió mudarse, en vista de que
el platal que se gastó debía servir para algo. No pudo hacerlo, murió en 1837.
La reina Victoria
Alejandrina Victoria era nieta de Jorge III, el rey que estaba
tronado, sobrina carnal de Jorge IV y de Guillermo IV, e hija de Eduardo,
hermano menor de estos dos reyes anteriores, que no tenían descendencia
legítima. Eduardo era un mujeriego impenitente, pero al pasar los años tiró
pluma y se dio cuenta de que si tenía un hijo legítimo, éste tendría grandes
posibilidades de convertirse en rey de Inglaterra, de modo que se casó volando
con la princesa alemana Victoria de Sajonia-Coburgo-Saalfeld. Para
que no cupieran dudas sobre su matrimonio – hombre precavido vale por dos – se
casó primero en Alemania y, por si las moscas, otra vez en Inglaterra.
Aplicado, Eduardo se puso manos a la obra y poco tiempo después la dejó
embarazada. Así nació Alejandrina Victoria, nombrada así por su padrino, el zar
Alejandro de Rusia, y por su madre. Eduardo – piña – no pudo disfrutar de su
éxito. Murió pocos meses después. La princesa Victoria, su madre, se consoló
rápidamente con Sir John Conroy, su mayordomo, quien, al parecer no solo le
hacía la cama, sino que también la deshacía, desde varios años antes. Conroy y
su amante quisieron dominar a Victoria, pero ella les salió respondona y, a los
17 años se mudó al Palacio de Buckingham, manteniéndose lejos de su influencia.
Un año después fue coronada como Victoria del Reino Unido y Buckingham se
convirtió en la residencia oficial de la corona británica.
Un infierno helado
La experiencia de Victoria en Buckingham tuvo un comienzo
desastroso. Empeñados en el lujo y la ostentación, John Sheffield y William
Wade, su arquitecto, habían omitido cosas fundamentales. Como muestra, un
botón: las cocinas eran subterráneas y sin ventilación. Además, como no se
había tomado en cuenta que el río Tyburn, uno de los quince afluentes del
Támesis, corría bajo ellas, las inundaba. ¿Más botones? Las habitaciones de
servicio eran insuficientes y en cada una se hacinaban hasta ocho trabajadores.
¿Más? La calefacción no funcionaba y cuando se encendían las chimeneas, el humo
cubría todo el palacio, de manera que eran apagadas de inmediato. A la Reina
Victoria se le hubieran congelado las pelotas, de haberlas tenido. No las
tenía, pero eran bien macha y nunca se quejó del frío, ni del humo, ni de las
espantosas condiciones de servicio. Estaba decidida a borrar la impronta de sus
frívolos sucesores, ofreciendo a su pueblo una imagen de austeridad y
templanza, que sumadas a su rectitud moral y sus sólidos principios, le dieron
a su largo reinado de 63 años y siete meses – el más largo del Reino Unido – el
nombre de “época victoriana”.
Urgente, un arquitecto
Las cosas empezaron a cambiar en el palacio de Buckingham cuando
Victoria se casó con su primo, Alberto de Sajonia-Coburgo en 1840. La boda fue
propiciada por Leopoldo I de Bélgica y por su hermana, la madre de la Reina
Victoria. Cosa rara, sintieron mutua atracción desde el día que se conocieron y
tuvieron una relación muy armoniosa durante los 21 años de matrimonio.
Conmovido por el estoico y mudo sufrimiento de su esposa, el
príncipe consorte Alberto se dedicó a la búsqueda de un arquitecto eficiente y
responsable, que tomara a su cargo las tan necesarias reformas del palacio de
Buckingham. Encontró a Edward Blore, que era amigo de Walter Scott – el autor
de Ivanhoe – y conocido por haber trabajado en la abadía de Westminster, la
iglesia anglicana donde tradicionalmente empiezan y terminan los monarcas
británicos, pues allí son coronados y también sepultados. Blore solucionó los
desastres domésticos de Wade y se dio maña para convertir el incómodo palacio
en una cómoda residencia. Blore fue quien retiró el Arco de Mármol y creó un
ala más, dándole el aspecto cuadrado que presenta hoy. Ayudó su talento,
pero también la venta de muchos de los antiguos muebles existentes. Alberto no
solo promovió reformas estructurales, se empeñó también en modificar las centenarias
costumbres del funcionamiento de la casa, que pasaban, por ejemplo, porque un
hombre ponía leña en las chimeneas y otro las encendía; uno limpiaba la parte
interior de los cristales y otro, la exterior. La familia real vivió ahí hasta
la muerte del príncipe Alberto, cuando la Reina Victoria, guardando riguroso
luto, se retiró a la isla de Wight, dejando atrás la sala de baile construida
por el arquitecto Sir James Pennethorne, inaugurada con motivo de la
finalización de la guerra de Crimea, que fue la primera estancia del palacio en
tener luz eléctrica. Después de dos años de retiro, Victoria fue convencida por
sus ministros para regresar a Buckingham, pero se mantuvo tan fiel a la memoria
de su marido, que no movió ni un mueble. Todas las mañanas, los empleados
dejaban la ropa del príncipe Alberto sobre su cama, como si este fuera a
vestirse. Así quedaron las cosas, hasta la ascensión al trono de Eduardo VII,
el hijo mayor de Victoria y Alberto.
Tiempos modernos
Con
la llegada del siglo XX – Eduardo fue coronado en 1902 – se abrieron las
ventanas del palacio y entraron frescos vientos de renovación. Eduardo VII hizo
redecorar el palacio al estilo Belle Époque, con tonos
crema y dorados. Recordemos que la tendencia de la época era optimista y
ambiciosa con respecto al futuro. La confianza se basaba en una fe ciega en la
ciencia. La arquitectura se hizo notar en los bulevares, los cafés y los cabarets
de las capitales europeas. Eduardo, con su fama de viajero y de playboy, no fue ajeno a estas influencias, pero
su reinado fue breve – hemos dicho que el de Victoria fue larguísimo – y murió
en 1910. Fue el único rey inglés nacido y muerto en Buckingham. Lo sucedió su
hijo, Jorge V, quien estuvo en el trono durante la Primera Guerra Mundial. El
palacio no sufrió daños en esta contienda, pero la colección real de tesoros
fue trasladada a Windsor, donde estaría más protegida. Antes de la guerra se
contrató a Aston Webb, arquitecto, presidente de la Real Academia e hijo de un
pintor, conocido sobre todo por el diseño de la entrada del Museo Alberto y
Victoria, el más grande del mundo de artes decorativas, y considerado en sí
mismo una obra de arte. Webb cambió la fachada anterior por una de blanquísima
piedra de Portland, una isla inglesa que no se debe confundir con las ciudades
de Estados Unidos, por más que el edificio de las Naciones Unidas en Nueva York
fuera construido con la misma piedra caliza que el palacio. Al iniciarse la
Primera Guerra Mundial, una multitud eufórica se congregó en la plazoleta
frente al palacio, dando inicio a una costumbre que se mantiene hasta hoy. Durante
la guerra, Jorge V y su esposa dieron ejemplo de austeridad a su pueblo,
sirviendo a sus invitados un huevo o un filete de pescado para comer y té o
limonada para beber. Jorge V murió en 1936, en medio de gran popularidad, entre
otras cosas, por abrir los jardines del palacio para frecuentes desayunos – que
se realizaban, misteriosamente, por las tardes – a los que asistían destacados
ciudadanos. Precisamente, el primer ministro laborista Ramsay McDonald fue, en
1924, el primer hombre que se atrevió a comparecer en traje de calle, y no de
gala, ante el Rey.
A
Jorge V lo sucedió Eduardo VIII. Es de sobra conocida su incapacidad para
cumplir con las obligaciones que acarreaba su cargo. Engreído, irresponsable,
saco largo y amigo de los nazis, abdicó luego de 326 días de reinado – el más
corto de la historia inglesa – para casarse con la norteamericana Wallis Simpson.
A pesar de su fugaz paso por Buckingham, Eduardo se dio el lujo de hacer llegar
al palacio la televisión, de construir una cancha desquash y
de reemplazar al personal antiguo por “caras más jóvenes”.
En vista de la renuncia, ascendió al trono su hermano, Jorge VI
– el tartamudo de la película -, quien tuvo que paparse a Hitler y a la Segunda
Guerra Mundial durante su período. El palacio de Buckingham fue alcanzado nueve
veces por las bombas alemanas. Un policía de servicio fue la única víctima
mortal. Los daños materiales fueron pocos, si no contamos la destrucción de la
capilla del palacio. El Rey y su esposa, María, recuperaron la popularidad que
habían perdido con las estúpidas frivolidades de Eduardo. Lo hicieron
soportando la cruenta guerra mundial a punta de coraje. Su hija mayor, Isabel,
de 25 años, estaba de visita oficial en Kenia, cuando se enteró de la muerte de
su padre.
Otra vez en la azotea
Isabel
regreso más rápido que volando a Gran Bretaña. Fue coronada y se instaló, con
su esposo Felipe de Edimburgo, en el palacio de Buckingham. Desde muy temprano,
Isabel mostró una gran apertura hacia sus súbditos, utilizando la televisión
como medio de aproximación. Su matrimonio fue televisado, lo mismo que su
coronación. Las cámaras entraron por primera vez a Buckingham en 1969, cuando
mostraron a la familia real en la intimidad. Los súbditos británicos tuvieron
el interesantísimo privilegio de ver a Felipe friendo salchichas en la cocina.
Esa apertura ha traído problemas para la seguridad de la Reina. El 9 de julio
de 1982, Isabel se despertó y lo primero que vio fue a un hombre sentado al
borde de la cama. Sin perder la calma, llamó por teléfono a la Policía y
durante los veinte minutos que tardaron en llegar los agentes, conversó
tranquilamente con el hombre. Se enteró así que se llamaba Michael Fagan, que,
igual que ella, tenía cuatro hijos y que acababa de salir de un hospital
psiquiátrico, donde estuvo recluido por cortarse las venas con una botella
rota, luego de descubrir que su mujer le sacaba la vuelta.
Cuando
Isabel II cumplió sus bodas de oro como monarca del Reino Unido, un millón de
personas fueron al palacio de Buckingham para participar en las celebraciones.
En esa ocasión, Brian May, el guitarrista y compositor de la legendaria banda
de rock Queen – que también es astrofísico – tocó God
Save the Queen, el tradicional himno
inglés. Lo hizo con su guitarra Red Special, construida
por él mismo, tocándola desde la azotea del palacio, la misma donde estuvo a
punto de morir John Sheffield, el primer habitante de Buckingham. Como sabemos,
se salvó por un pelo. Su tocayo, Boy, el hijo de Tarzán, si murió de una caída.
El 15 de octubre de 2010, a los 79 años, se cayó de una escalera, cuando podaba
un árbol en el jardín de su casa, en Chula Vista, California. En el palacio de
Buckingham ni se enteraron.
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