ALGODÓN
Santiaguito era un niño peruano que nunca estaba
conforme con nada. En el colegio, cuando daba un buen examen, se enojaba porque
algún compañero lo había dado mejor y si una niña lo miraba con interés,
protestaba, diciendo que al del costado lo había mirado una más bonita. Cuando
metía un gol, porque le gustaba mucho el fútbol, se quejaba de que hubiera
podido patear más fuerte, o de que la jugada podría haber sido más bonita. No
se contentaba con nada.
Cuando cumplió once años, sus padres le regalaron
una bicicleta y ¿qué creen?, en lugar de agradecerles y correr a montarla, como
cualquier otro chico haría, se quejó de que el vecino tenía una montañera
mejor, con más luces y no sé qué otras cosas. Su papá y su mamá se preocuparon
mucho, porque aunque era cierto que Santiago era un buen chico, con ese defecto
difícilmente podía ser feliz. ¿Cómo iba a serlo, si a cada momento encontraba
un pretexto para renegar y lamentarse? Esa noche, cuando Santiaguito se acostó,
hablaron mucho sobre el tema. Finalmente, acordaron que, si sacaba buenas
notas, el papá lo llevaría a Nueva York, aprovechando un viaje de negocios que
debía hacer durante las vacaciones escolares de Santiago. De esa manera,
pensaban ellos, su hijo iba a darse cuenta de que no le faltaban ocasiones para
disfrutar y así terminaría de una vez por todas con la desagradable costumbre que tenía.
Al escuchar la noticia, Santiaguito estuvo a punto
de decir que no era justo, que a su primo lo habían llevado a Disney World y
por qué a él solo a Nueva York, pero, por más envidiosillo que fuera, no tenía
un pelo de tonto, así que cerró bien la boca y desde ese día se puso a estudiar
día y noche, para ganarse el viaje. Y se lo ganó. Papá e hijo partieron y
tuvieron un viaje muy agradable. Santiago sólo se quejó del jugo de naranja,
por que su vaso tenía menos que el de su papá, y del avión, que le pareció más
pequeño que el que vio aterrizar cuando estaba esperando para subir al suyo.
Apenas pisaron el aeropuerto Kennedy, en Nueva York, el niño empezó a transformarse.
Estaba con la boca abierta, mirando las larguísimas terminales, las luces, las
tiendas, la gran cantidad de gente caminando de aquí para allá y muchas otras
cosas que ni siquiera había imaginado. Del hotel, no se diga nada. Se quedó
como un bobo, con los ojos clavados en el altísimo edificio y sólo cuando su
papá lo jaló del brazo atinó a entrar. En la habitación, todo era lujo y
elegancia, todo una maravilla, algo nunca visto. Tan contento estaba, con
cuánta admiración se refería hasta a los más mínimos detalles, que su papá
llegó a creer que se había curado. Pero no podía ser verdad tanta belleza:
-
Papá,
¿por qué en el Perú no tenemos hoteles como este? ¿Y el aeropuerto? ¿Te
fijaste? No es justo, el nuestro parece de juguete, comparado con el de aquí
– dijo Santiago, con una expresión tan agria, que parecía estar tomando vinagre
directamente de la botella.
-
En el
Perú tenemos cosas muy lindas, Santiago – contestó el papá, tratando de
dominar su decepción -, fíjate, por
ejemplo, en...
Pero Santiaguito no lo dejó
terminar. Siguió quejándose de esto y de lo otro, hasta hartar a su padre.
-
Mira
– le dijo –, tú y yo vamos a tener una
conversación muy seria cuando regrese de una reunión. Espérame y no salgas a de
la habitación hasta que llegue. ¿Entendido?
-
Sí,
papá, como tu digas – contestó el niño y se fue a mirar por la ventana.
Cuando el padre se marchó,
unas ideas muy atrevidas cruzaron por la cabeza de Santiago. ¿Por qué se iba a
quedar encerrado en el hotel, si los amigos suyos que habían viajado salían
todo el día a pasear y a conocer sitios bonitos? No, de ninguna manera, ¿acaso
él era un niñito? ¡No! Ya tenía once años y podía hacer lo que le diese la
gana. Saldría un par de horas y estaría a tiempo en el hotel para el regreso de
su papá. Nunca se iba a dar cuenta. Cinco minutos después, ya estaba en la
calle, mirando los rascacielos, las grandes avenidas, los autos que pasaban
veloces por las gigantescas autopistas y, cómo no, quejándose, lamentándose y
volviendo a quejarse de que en el Perú todo era una porquería. Caminó, pues,
sin rumbo fijo, alejándose cada vez más del hotel, hasta que se perdió. Más
furioso que asustado, le dio una tremenda patada a una lata que estaba
tranquila en la vereda, sin meterse con nadie.
-
Todo el
mundo tiene un plano para no perderse, menos yo, claro – dijo en voz
alta, y se dispuso a meterle otro puntapié a la lata, para mandarla a volar más
lejos, cuando notó que de adentro salía humo de un color muy extraño. Curioso,
se acercó a la lata y pegó un salto cuando de ella salió un extraño hombre, con
un turbante y la barba muy, muy larga.
-
Gracias
– dijo el extraño hombre, estirándose, como si despertara de un largo
sueño -, esta lata no era de mi talla,
estaba muy incómodo.
-
¡Un
genio! – exclamó Santiago, asombrado -.
-
¿Eugenio?
No. Me llamo Alí Al - Rashid. Soy un genio, una hechicera me encerró hace años
– respondió el hombre de la lata.
-
¡Lo
sabía! – se apuró a renegar Santiago –. Entre todos los genios, me tenía que tocar uno sordo. ¿Por qué no le
pasó a Aladino? ¿Por qué a mí? No es justo.
El genio le explicó que no
era sordo, después de tantos años sin escuchar una voz humana, tenía que
acostumbrarse, le dijo, pero no lo convenció. Santiago ya estaba tomado por su
pesimismo de siempre.
-Seguramente también te has olvidado de cómo se hace para cumplir los
deseos de los que te liberan. Te apuesto lo que quieras a que has perdido tus
poderes. De todos los niños del mundo, el único que se encuentra a un genio,
soy yo, y ¿para qué? ¡Para nada!
-
Te
equivocas – le dijo el genio -, ni
me he olvidado, ni he perdido mis poderes –.
-
¡Entonces
escucha mis deseos! – gritó el niño, pero su entusiasmo le duró muy poco
–. Ah... ahora me vas a decir que ya
no es como antes, que ya no son tres deseos, sino uno solamente. Más que fijo
que acaban de inaugurar ese método, justo cuando es mi turno, ¿no?
-
No,
Santiago. Como verás, conozco tu nombre sin que me lo hayas dicho, así que mis
poderes están intactos. Lo que pasa es que ya no cumplimos deseos, en eso
tienes razón, hemos cambiado de método.
-
¡Ahí
está! ¿Ya ves? ¡Métete a tu lata, inútil! – le ordenó Santiago, de muy
mal humor.
-
Si
quieres, encantado. Ya me estás resultando un poco pesado, tú. A ver, sólo por
divertirnos... ¿qué deseos pedirías? – le preguntó el genio.
-
En primer
lugar – le respondió, sin pensarlo dos veces – pediría que mi país sea como este, que sea moderno, que tenga
rascacielos más altos que los acá, con hoteles lujosos y...
El genio lo interrumpió,
haciendo un gesto con la mano. Lo miró fijamente y movió la cabeza varias
veces, con expresión de fastidio.
-
Un
quejumbroso... ¡eso sí se llama mala suerte! Siglos de siglos encerrado y
cuando por fin salgo, me encuentro con uno que no está contento con nada... tú
eres peruano, ¿no es cierto? – le dijo.
-
Sí. ¿Por
eso no quieres concederme mis deseos? – preguntó Santiago.
-
No seas
necio, muchacho, más bien me llama la atención que, siendo del Perú, te quejes
tanto – respondió el genio, con cierta tristeza.
-
¿Por
qué? ¿Qué tenemos en el Perú que pueda compararse con esto? - preguntó
el niño, señalando las calles, los autos, los edificios, la gente y todas las
cosas que lo habían impresionado.
-
En este
momento vas a saber por qué – le respondió el genio, irritado, y a
continuación movió ambos brazos en círculo. - ¡Chazam! – exclamó con voz cavernosa.
Santiago estaba listo para
burlarse, cuando empezó a sentir un ariecillo frío que le puso la carne de
gallina. Sin dejar de mirar al genio, cruzó los brazos, como para protegerse
del viento y en ese momento se dio cuenta de que... ¡estaba desnudo! Para ser
exactos, digamos que no lo estaba completamente, porque conservaba los zapatos
y la correa, que le bailó unos segundos en la cintura y luego se deslizó hasta
detenerse en el suelo. Asustado y muerto de vergüenza, corrió a esconderse tras
un tacho de basura y, oculto tras él, pudo ver un espectáculo insólito en la
calle. La gente corría de un lado a otro, buscando dónde esconderse. Los
conductores de los automóviles frenaban bruscamente, las sirenas de los
patrulleros ululaban sin ton ni son y los policías trataban de poner orden
hasta que se percataban que también estaban desnudos, como todos los demás, y
se sumaban al caos, haciendo sonar sus silbatos como si fueran árbitros de
fútbol que se hubieran vuelto locos. Todos tenían, como Santiago, los zapatos
puestos y algunos se tropezaban con sus correas, rodando por el suelo. Sólo los
niños pequeños estaban como si nada, gozando de lo lindo con el loquerío.
-
¿Qué
has hecho? – preguntó Santiago, escandalizado, mientras, con una mano
atrás y otra adelante, se cubría como podía -. ¿Qué has hecho?
-
Nada – contestó
el genio, doblándose de la risa -.
Estoy dándote una lección.
-
¿Qué
clase de lección es esa? ¿Te parece bonito desnudar a la gente? ¿Qué voy a
aprender con todo esto?
-
Vas a
aprender a no quejarte de las maravillas que tienes, Santiago. Lo único que he
hecho es desaparecer un regalo que el Perú le dio al mundo, una cosa que,
gracias a los antiguos peruanos, permite que la gente pueda usar medias,
calzones, calzoncillos, pantalones y camisas – dijo el genio.
Santiago, colorado como un
tomate, no salía de su asombro.
-
¿Qué
tiene que ver el Perú? ¿De qué
estás hablando?
-
¡Del
algodón! – contestó triunfalmente el genio - ¿No sabías que el algodón
es originario del Perú, y que fueron los antiguos peruanos quienes lo
domesticaron y aprendieron a hacer hermosas telas, mucho más bonitas que la
ropa que tenías puesta? Entonces tampoco sabes que la fibra de algodón Pima es
una de las más finas del mundo, y es peruana, también.
-
No
sabía – confesó Santiago, ruborizándose más, todavía, hasta que su cara
tomó el aspecto de un farol.
-
¡Chazam!
– Repitió el genio, y todo volvió a la normalidad.
Santiago se palpó varias
veces el cuerpo y se tocó la ropa apretándola muy fuerte, no vaya a ser que sus
ojos lo engañaran. Una vez convencido, salió de su escondite. Su mirada ya no
era altanera y sus modales habían mejorado mucho.
-
Señor - dijo con humildad –, quiero regresar al hotel... no sé dónde está, estoy perdido.
-
Ese
deseo te lo puedo conceder, Santiago. Cierra los ojos – le dijo el genio, también muy amablemente.
Cuando el papá regresó al
hotel, encontró a su hijo durmiendo. Lo movió con delicadeza, hasta
despertarlo.
-
¡Papá!
– se emocionó Santiago – ¡No sabes
lo que me ha pasado!
-
Sí sé –
dijo el papá -. Te aburriste de esperarme y te quedaste dormido.
-
No,
papá. La verdad es que te desobedecí y salí a la calle. Caminé un montón y me
perdí... entonces, pateé una lata y...
El papá le acarició la
cabeza y sonrió.
-
No me
vengas con cuentos, ya sospechaba yo que no ibas a hacerme caso, así que dejé
encargado en la recepción que no te dejen salir solo. Antes de subir pregunté
por ti y me dijeron que no te moviste de la habitación.
-
¿Entonces
cómo sé que el algodón es originario del Perú? A ver, dime, pues – le dijo
Santiago, incorporándose de un salto.
-
Porque
te lo han enseñado en el colegio, o quizá lo has leído en un libro y has soñado con eso – contestó
tranquilamente el papá.
Santiago se quedó callado, pensando
que era inútil discutir y bastante confundido. Pasaron los días y disfrutó
mucho de Nueva York, apreciando lo que tenía que apreciar, sin hacer odiosas
comparaciones. Durante el vuelo de regreso, cuando el avión estaba por
aterrizar, pudo ver por la ventanilla los extensos campos de algodón de la
costa peruana, y se emocionó mucho.
-
El Perú es
muy hermoso, papá – exclamó -. Nunca más voy a quejarme por gusto.
Y cumplió su promesa.
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