lunes, 1 de febrero de 2010

SE VENDE MARQUÉS


A Isabella d’Este se le paraban los pelos y saltaba hasta el techo cada vez que recibía noticias de las andanzas de su hijo, Federico Gonzaga, marqués de Mantua. Fico era un mujeriego irredento, una verdadera joyita. Encantador como una serpiente, respecto a las damas tenía “una naturaleza viciosa”, según dijo un embajador extranjero que lo conoció en Venecia, cuando el marqués ya había conocido, al revés y al derecho, a su esposa. Desesperada porque a los 29 años su hijo favorito no tenía descendencia, a Isabella se le metió entre ceja y ceja casarlo, para que, como quien dice, parara la mano. Tenía, pues, que conseguirle una esposa, pero, con esa reputación, ¿quién querría ser su mujer? Es aquí cuando entra Tiziano. El pintor se reunió con la marquesa, quien le explicó al detalle el problema. Tiziano entendió perfectamente de qué se trataba el asunto: había que marquetear al marqués, pintándolo como un potencial esposo fiel, guapo, rico y, como si esto fuera poco, cristiano devoto.
Lo primero que hizo el artista fue escoger un formato adecuado y a la vez novedoso. El tres cuartos tiene la virtud de mostrar una verticalidad aristocrática, que resultaba muy conveniente. A continuación, le colgó del pescuezo un rosario de oro y lapislázuli, convirtiéndolo así en un hombre piadoso y rico, porque había que tener buen billete para lucir un rosario como ese. Después de vestirlo con ropa sobria y finísima, que hablaba de su magnífico gusto, Tiziano puso la cereza que coronaba la torta: el perro maltés que lo acompaña. Hasta ese momento, esa raza de can era más propia de los retratos femeninos. Los hombres se hacían retratar con perros de caza que representaban fuerza y potencia, pero como se necesitaba vender fidelidad, Tiziano pintó juntos al marqués y al maltés. Fidelidad, eso simbolizaba el perrito.
Federico estaba comprometido desde muy joven con María Paleologa, pero todo el mundo sabía que a él le gustaba mucho más Isabella Boschetti, la esposa de un conde, con la que se vitrineaba de lo lindo por calles y plazas de Mantua. Cada vez que su mamá le tocaba el tema del matrimonio con María, el buen Fico salía con que ella todavía no había heredado el título, porque su padre se negaba a morir, así que paciencia, porque mientras el tío estuviera vivo, las ricas tierras que poseía no pasarían a ser suyas. A la viejita se le acabó la paciencia cuando un buen día apareció ahogado el conde, el esposo de Isabella Boschetti. Federico dijo “a mí, que me registren, yo no tengo nada que ver”, pero, Mantua entera, comenzando por la pobre María Paleologa, comprendió que la Boschetti jamás iba a desaparecer del mapa. Adiós matrimonio, adiós tierras.
Para suerte de la otra Isabella, la d’Este, es decir la mamá de Federico, la magia de Tiziano comenzó a surtir efecto. Carlos V, rey de España, visitó Mantua, vio el cuadro, y al toque le ofreció la mano de su tía, Julia de Aragón. Junto con la mano venía el título de duque, de modo que Federico atracó. A poco de casarse, Bonifacio, el papá de María, se cayó del caballo y se rompió la crisma. María era por fin la heredera. Federico hizo cuentas y decidió que más le convenía María que Julia y rompió el compromiso. La gracia le costó cincuenta mil ducados, pero con la guita que le iba a tocar, eso era un sencillo.
Y otra vez el diablo metió la cola. Cuando ya estaban repartiendo los partes, María murió. Federico, que era bien vivo, lloró diez minutos y se casó con Margheritta, la hermana menor de María. Tuvo siete hijos y hasta dicen que fue muy feliz. ¿Cómo no iba a serlo?

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